JUAN GOYTISOLO 19/06/2011
El trayecto de la juventud a la vejez de un escritor, desde la alineación generacional de la primera a la soledad creadora y vital de la última, suele ir acompañado de actitudes autoafirmativas que hacen tabla rasa del pasado inmediato y conducen al parricidio ritual. Todo empieza con nosotros cuando somos jóvenes y, mientras los "abuelos" son vistos a veces con indulgencia, nuestros predecesores no.
Recuerdo las declaraciones del "ya francés" Julio Cortázar a su regreso de una visita a Buenos Aires tras una larga ausencia. Los escritores de la hornada posterior a la suya lo ignoraban: no había sufrido como ellos los horrores de la dictadura argentina, vivía cómodamente en París y su obra, decían, había dejado de interesarles. Pocos años después de su muerte, las aguas volvieron a su cauce. Lo mismo acaeció con Lezama Lima tras el triunfo de la Revolución. Los poetas jóvenes le negaban el café y el azúcar: era ajeno a las preocupaciones del pueblo y pertenecía al pasado. En un excelente número de República de las Letras consagrado a Antonio Gamoneda y al autor de Paradiso, Antón Arrufat, portavoz de otros autores agrupados en Lunes de Revolución, explica su primitivo alejamiento y posterior comprensión gradual del legado literario del gran escritor.
El desencuentro generacional se reitera a lo largo del tiempo sin que los nuevos artistas, poetas y escritores, salvo raras excepciones, escarmienten en cabeza ajena. Manuel Azaña escribió sobre el tema unas líneas memorables:
"La sangre moza se imagina que el mundo nace de su calor; la sangre amortecida, que con ella descaece la vida. Cada generación se persuade que las desdichas de su edad han corrido de un orto a un ocaso. Cuando echa de menos el brío juvenil, imagínase que concluye y resume en sí una vuelta redonda del tiempo histórico. De tales preocupaciones y falacia el espíritu vigoroso está obligado a emanciparse. Como del localismo geográfico, así está obligada la razón a liberarse del localismo temporal, que corta la duración en círculos intangentes, trazados sobre la edad".
Leer a Manuel Azaña, en mi opinión el mejor crítico literario, junto a Luis Cernuda, del siglo que dejamos atrás, nos orienta hacia una mejor comprensión de la vivencia ínsita a la creación artística a lo largo del tiempo. El gran Mijail Bajtin, con su percepción luminosa de que si aquella aspira a proyectarse en el futuro debe hacerlo a partir de un conocimiento cabal del pasado, pues lo que vive tan solo en el presente desaparece con él, halla en Azaña un inesperado y genial precursor. Una cosa es la actualidad, nos dice, y otra la modernidad atemporalque circula a lo largo de los siglos.
La empresa de volver a los clásicos, no para imitarlos, sino para reescribirlos, es el mejor modo de asegurar su propia posteridad. Si Picasso se apropió, para desestructurarlos, de Velázquez y Goya, ¿por qué no asumir la invención del Quijote de Borges y reelaborar El hacedor? Del mismo modo que, gracias a Avellaneda, Cervantes transformó el relato de un personaje enloquecido por sus lecturas en el de un creador enloquecido por los poderes de la literatura, todos podemos recurrir a la biblioteca de Babel a condición de hacerlo con tino y con la conciencia de ser eslabones de una impredecible evolución histórica que no termina en nosotros y a la que nadie puede poner un punto final.
Si en la década de los veinte del pasado siglo, los formalistas rusos describían la historia del arte y de la literatura como una sucesión dialéctica de forma en la que la forma nueva no surgía para expresar un contenido nuevo sino para reemplazar a otro gastado hasta la trama y caído ya en desuso, las recientes reflexiones de Milan Kundera sobre el asunto afinan dicha formulación: el novelista que aspira a perdurar debe descubrir lo que sus predecesores no han visto ni escrito. No se trata pues de saltar de un tema a otro sino enfocar el mundo y las sociedades e individuos que lo pueblan desde una perspectiva singular e inédita.
Las generaciones jóvenes que hoy aspiran a ello son a la vez rupturistas respecto al pasado inmediato y conscientes de la necesidad de engarzar con el legado que a sus ojos no ha perdido vigencia. Sin atenerse a los criterios de la consabida crítica al uso -tan dada a ensalzar las obras destinadas al lector perezoso-, algunos autores insumisos a las normas trazadas sintonizan su labor novelesca con las infinitas posibilidades abiertas por el universo virtual creado por la ciencia y las técnicas del nuevo milenio: ese desgarrón, en palabras de Jesús Ferrero, "entre los que se educaron bajo el signo de la galaxia Gutenberg y los que no". El desafío al que se enfrentan estos es arduo y estimulante. Arduo, porque toda hermandad basada en percepciones comunes impone al artista el reto de desmarcarse de ella. Estimulante, en la medida en que dicha ruptura implica la fe en una trayectoria a menudo incomprendida y mirada a veces con hostilidad o con sospecha.
La historia se repite, aunque las circunstancias cambien. Miembro de la llamada generación del medio siglo -la nacida entre 1926 y 1936-, marcada por la Guerra Civil y la interminable dictadura que le sucedió, mi vinculación con los escritores de mi edad o algo mayores que yo se fundaba en una serie de inquietudes políticas y sociales compartidas. El propósito de denunciar la ocultación de la realidad por una prensa amordazada por la censura nos inducía, como escribí aquellos años -en Francia y México, no en España- a desempeñar el papel informativo que en los países democráticos corresponde a los diarios. Dicho objetivo y las afinidades ideológicas reforzaron los cimientos de nuestra relación por encima de las divergencias literarias y ambiciones artísticas. Con todo, al cabo de un tiempo, el fundamento de aquella se resquebrajó y cada uno de nosotros siguió su propio trayecto.
La distancia del mundo que concede la vejez permite ver las cosas de otra manera. Se puede ser un cascarrabias, como lo fueron un puñado de autores insignes, pero alcanzar también una lucidez fruto del reconocimiento de los propios errores y del abandono de todo espíritu de clan y afán de competencia. El creador, enfrentado a la cercanía de su desaparición física, no rivaliza ya con nadie; ve las cosas y su vida a distancia; elude la trampa del espejismo generacional y del "localismo temporal" del que habla Azaña. Sabe que la historia coloca a cada cual en el lugar que le corresponde: al innovador rebelde en el suyo, y a quienes confunden creatividad con éxito de ventas o visibilidad mediática en la plenitud de su nada.