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domingo, 5 de julio de 2020

"Cómo enfrentarse a Ulises" por E.J. Rodríguez

Ezra Pound visita la tumba de James Joyce en Ginebra (1967)

Fue mi padre quien me aconsejó una y otra vez, con énfasis, la lectura del Ulises. Sus recomendaciones siempre eran certeras y su pasión por este libro más que evidente —él se lo había leído casi de tirón la primera vez y creyó, craso error, que a mí me iba a suceder lo mismo—, así que intenté sumergirme en su lectura dos o tres veces. Y dos o tres veces abandoné la novela después de leer, o mejor diría de tropezar entre renglones, durante un par de capítulos. Pensaba que mejor dedicaría mis esfuerzos a libros menos inhóspitos.
Hay algo en el inicio del Ulises que puede desinflar el ánimo incluso de lectores bien entrenados y dispuestos. Puedo decir es el único libro que tuve que abandonar no porque fuese un mal libro, sino porque me sentía sobrepasado. Esta es una sensación que muchos lectores experimentan con esta novela, aunque hay una minoría privilegiada, o afortunada, o quizá más evolucionada, que consigue sumergirse en la obra ya con un primer contacto. Pero si escribo estas líneas es precisamente porque no pertenezco a esa selecta minoría. Y aun así conseguí terminar amando el Ulises y me gustaría animar a otros para que lo consigan también. La curiosidad por descubrir los ignotos alicientes de esta monumental y abrupta novela —y, por qué no decirlo, el orgullo de “voy a ser capaz de leer este artefacto y no solo de pasear los ojos por los renglones”— me impulsó a no dejarme vencer, a buscar los ratos indicados en que poder prestarle la debida atención, a centrar mi ímpetu en superar esos primeros capítulos. El esfuerzo fue recompensado. Aun así, hay que admitir que no se trata de un libro para todos los públicos y que su lectura es difícil, pero no es un callejón sin salida. Si yo pude, usted también puede.

Qué es este libro y para qué sirve

Ulises es, ante todo, un experimento. Un juguete literario. El juguete de James Joyce; el escritor irlandés quiso crear una obra repleta de paralelismos encubiertos y significados ocultos, cuyo descubrimiento tuviese ocupados a los críticos durante generaciones. No cabe duda de que consiguió su objetivo: aún hoy, las innumerables referencias camufladas en el texto son objeto de estudio. No nos detendremos aquí en hacer un sesudo análisis de los significados del libro, pero es inevitable apuntar algún comentario al respecto. Ulises narra una jornada en la existencia de varios habitantes cualesquiera del Dublín de los años veinte. Lo hace a través de dieciocho capítulos muy diferentes entre sí, tanto en tono como en estilo. Según el propio Joyce indicó a algunos amigos, cada capítulo hace referencia a un personaje o episodio de la Odisea de Homero, y el título de la novela ya da una pista de ello. El Ulises de la Odisea era el personaje literario favorito de Joyce, así que lo convirtió en título y centro de su juguete literario, aunque en el libro no hay ningún personaje con ese nombre. El equivalente del griego Ulises en la novela es Leopold Bloom, y su particular odisea no transcurre a través del océano sino por las calles de la pintoresca capital irlandesa. Molly Bloom, su esposa, es una moderna encarnación de Penélope. Y Stephen Dedalus no solo refiere a Telémaco —el hijo de Ulises y Penélope—, sino que es una especie de alter ego del propio Joyce. Además, ciertos capítulos hacen alusiones veladas a los cíclopes, las sirenas, Calipso, Proteo y demás mitología homérica. No vamos a adentrarnos más en todos estos paralelismos y en otros secretos del texto. Cualquier lector puede recurrir a los esquemas que el propio James Joyce envió a sus amigos Carlo Linati y Stuart Gilbert. Ambos esquemas difieren un tanto entre sí, hay que decir, pero dan una muy buena idea de cuáles son todos los motivos ocultos en la novela.

Qué me va a ocurrir cuando lea esta novela

…si es que podemos llamarla novela. Ulises es como una de aquellas viejas radios de onda larga, en las cuales uno giraba la rueda intentando captar lejanas emisoras que hablaban en lenguas desconocidas. De la radio surgían ecos, silbidos y fragmentos de charla o música; parecían llegados de otro mundo, una aparente cacofonía sin sentido que podía aburrirte, exasperarte, hasta que comenzabas a acostumbrarte a ella. Al final, los extraños sonidos del cósmico vacío de la radio se transformaban en un nuevo tipo de música, cuya rareza formaba parte del encanto del acto mismo de intentar localizar nuevas emisiones. En Ulises, el lector está obligado a hacer el esfuerzo de sintonizar su radio para poder captar la emisora de Joyce. Es muy difícil estar en la misma onda justo al empezar la lectura, y eso produce aburrimiento o exasperación en muchos lectores; sufren lo que en términos ciclistas podríamos llamar la “pájara del Ulises”. Pero esa pájara esconde una recompensa. Si uno hace el esfuerzo de seguir pedaleando, la cuesta inicial del libro puede llegar a ser superada. Eso sí, hemos de volver a sintonizar nuestra radio al comenzar cada nuevo capítulo —tan diferentes son entre sí—, pero llega un momento en que comenzamos a entender las reglas del juego que plantea Joyce. Y es entonces cuando empezamos a disfrutar incluso de los pasajes más experimentales y estrafalarios.
El único error que nadie debería cometer al enfrentarse a Ulises es pretender encontrar un argumento convencional, bien expuesto a la vista del lector y que permita seguir leyendo por el mero interés de comprobar cómo se desarrollarán los acontecimientos. No existe tal cosa en este libro; el argumento es lo de menos. Ulises es un collage, una narración cubista, tan descompuesta en pedazos que deja de parecer una narración. Hay que leerlo sabiendo de antemano que resultará difícil empezar a disfrutarlo hasta no conseguir formarse cierta visión global de lo que el libro pretende. Y para ello es necesario leer unos cuantos capítulos que nos permitan tomar perspectiva sobre el conjunto, como cuando uno se aleja unos metros de un gran cuadro para poder contemplarlo —y entenderlo— mejor.

La Biblia de la vulgaridad

Un ejercicio literario interesante es el de comparar Ulises con otras de las dos grandes novelas de su tiempo: En busca del tiempo perdido de Marcel Proust y La montaña mágica de Thomas Mann. Aparte de su importancia literaria y su contemporaneidad, la comparación entre las tres obras tiene ciertas razones de ser. Para empezar, tenemos tres sensibilidades distintas a la hora de describir la realidad. En busca del tiempo perdido es un libro pictórico que retrata el mundo con la atención al detalle y la profusión de pinceladas de un lienzo barroco. La montaña mágica es un libro musical, como una sinfonía en donde el ritmo y la duración son elementos fundamentales, herramientas para perfilar un concepto de la vida basado en la fugacidad de los años, en lo imparable del paso del tiempo. Ulises, en cambio, es un libro bíblico; distintos textos que, como en la Biblia, parecen provenir de diferentes autores y épocas, escritos con estilos de lo más variopinto, a veces incluso contradictorios. Es imposible atribuirle un estilo dominante. Cada capítulo tiene un narrador diferente, una forma de escribir (y de puntuar) distinta, un carácter ajeno al anterior.
Además, cabría hacer notar, los tres libros citados tienen la banalidad como uno de sus principales temas. En la vasta novela de Proust, la superficialidad burguesa de los entornos y los personajes que los habitan planea por todas las páginas. El propio Proust es partícipe de esta actitud frívola ante la vida, pero su sensibilidad, su aguda inteligencia y su talento literario le permiten convertirla en un complejo objeto de estudio formal; sabe justificarla hasta crear una verdadera Ciencia de lo Banal. Thomas Mann, en cambio, analiza esa superficialidad burguesa desde el exterior, como observador crítico. Aunque admite sus encantos y no niega sentirse atraído por ellos, también los censura y emite un juicio severo sobre una noción insustancial e improductiva de la existencia. Con esa categorización moral y su papel de juez, Mann eleva lo trivial no por sí mismo, sino como objeto —aunque sea negativo— de una reflexión filosófica profunda. James Joyce, sin embargo, ni justifica ni condena. Es la suya otra clase de materia superficial: la vulgaridad, es decir, la vacuidad sin refinamientos de las vidas del pueblo llano. Pero Ulises no reflexiona, por lo menos no de manera abierta, sobre esa vulgaridad. La utiliza como materia prima sin que nunca se perciba un intento de elevarla por sobre sí misma. De hecho, esa vulgaridad, unida a la relativa cualidad insustancial del argumento, sirve a Joyce para destacar la forma sobre el fondo y el continente sobre el contenido. Si Ulises narrase una tragedia o describiese un cuadro conmovedor, ya no sería el libro que es. La odisea vulgar que dura un día y cuyo pedestre escenario es la poco homérica Dublín, esa es la materia prima necesaria para la exaltación de la literatura misma, como artefacto y como arte. La novela está más allá de lo que cuenta y más allá de los personajes que la protagonizan, la novela como pieza artística es aquí lo primero y principal; no ha de importar cuál es el contenido de ese arte. Como en un bodegón donde la imagen de una humilde jarra y un par de ristras de ajos sirven para crear grandeza, lo innoble del tema carece de importancia en Ulises: es la creatividad y el sentido estético del artista que está retratando ese tema lo que debemos admirar.

Presuntuosidad, artificiosidad y esnobismo

Que Ulises es un libro pretencioso no lo negaba ni el propio autor. Como ya hemos comentado, sus intenciones estaban más allá de contar una historia; quería epatar, intrigar, dar que hablar a la crítica. Pero no deberíamos caer en la trampa de pensar que por ello el libro carece de corazón. Puede que se trate, en lo primario, de un artificio. Sí, lo es; pero es un artificio edificado sobre la base de un inconmensurable talento y una artesanía cuidada con pasión. Son su complejidad y lo enrevesado de su estructura, así como lo revolucionario de muchas de sus propuestas, los que hacen que el artificio se transforme en Arte con mayúsculas. Aunque Joyce juega al gato y el ratón con las innumerables referencias ocultas del libro, no es necesario conocerlas para disfrutar y juzgar Ulises como una lectura completa y redonda. Es un juego, pero como sucede en el ajedrez, su profundidad estética y filosófica va más allá del mero componente lúdico o competitivo. James Joyce creó una novela demasiado rica, demasiado innovadora y demasiado fascinante como para que no trascienda el divertimento formal.
Cuando se habla de Ulises y se comentan sus virtudes literarias, o las peculiaridades de su estructura y contenido, resulta quizá inevitable sonar algo pedante o dar la impresión de ser un snob. Como es obvio, no estamos hablando de un libro de iniciación a la lectura para preescolares, así que resulta imposible hablar de él en términos demasiado simples. Es un libro difícil, muy difícil; intrincado a varios niveles, retorcido, exigente. Pero, vuelvo a insistir, no se necesita un doctorado en joycelogía para llegar a apreciarlo. El único requisito es estar dispuesto a dar el paso y hacer el esfuerzo de superar los escollos iniciales. Incluso el lector que desconozca que se trata de un compendio de secretos puede llegar a sentirse fascinado por muchos de los momentos de la novela, incluso por varios de los pasajes de apariencia más inconexa, que con una atenta lectura cobran vida como esas láminas de efecto tridimensional a las que uno ha de mirar durante un rato para conseguir ver alguna forma reconocible.
Hay obras que están en boca de los snobs y que, en efecto, no contienen ninguna sustancia más allá de su naturaleza “vanguardista”, “experimental” o “referencial”. Pero ese no es el caso de Ulises. Es un libro que merece muy mucho la pena. El que algunos lo califiquen como obra maestra con la boca vacía y como parte de una pose intelectual no significa que no tengamos razón quienes lo citamos también como obra maestra simplemente porque creemos que derrocha maestría por los cuatro costados. No es una lectura entretenida, no pide llevársela a la playa y no todo el mundo conseguirá apreciarla, porque como sucede con todas las obras diseñadas como un experimento estilístico punzante, habrá paladares que no se adapten. Pero no hubiese escrito este artículo si no creyese que, al igual que me sucedió a mí, hay quienes se lo están perdiendo por no haber encontrado el momento adecuado, o por haberse desanimado demasiado pronto, y que terminarán enamorándose del libro si le conceden una voluntariosa oportunidad. No es para todos los públicos, pero sí hay un cierto público que aún no sabe que podría ser para ellos. Buena suerte, quizá seas uno, o una, de los afortunados. Y entonces podré decir: bienvenidos a uno de esos libros que no se olvidan jamás.

viernes, 5 de junio de 2020

"Guerra y paz (en casa de los Tolstói)" por Rafael Ruiz Pleguezuelos



«Todas las familias felices son iguales; cada familia infeliz lo es a su manera». La célebre apertura de Anna Karenina constata una de las grandes verdades del estudio de la literatura: muchos de los grandes autores no solamente han producido obras inmensas por su valor y trascendencia, sino que de una manera consciente o inconsciente han dejado en ellas una especie de libro de instrucciones con el que interpretar su legado. Asumiendo que esto es así, el trabajo de los que estudiamos la literatura (o de aquellos que la adoran hasta el punto de perder el tiempo interpretándola) es desentrañar esa especie de libro de claves discontinuo que han dejado oculto en la profundidad de sus textos. Cuando a principios del siglo XX algunos críticos quisieron alejar el estudio de la literatura del biografismo, amparándose en la idea de que eso haría que sus resultados fueran más científicos (como si eso fuera bueno en su totalidad), no se daban cuenta de que la mayor parte de los escritores —yo me atrevería incluso a sugerir que los mejores— componen con lo que les sobra o falta de sus vidas, de modo que entrar en contacto con su biografía supone conocer mejor los ladrillos y el cemento de sus construcciones literarias.

Los estudios culturales y feministas, en su afán por revisar la historia y poner los mitos patas arriba, han colocado en las bibliotecas un aluvión de estudios, algunos irrelevantes y miopes, pero también resulta indudable que han aportado mucho en la gestión de los mitos. Uno de sus mayores aciertos ha sido la demostración a partir de biografías entre revisionistas y justicieras del dolor que estos genios infligían a su entorno, mayormente a sus parejas. En definitiva, con nuestro cambio de mentalidad hemos aprendido a medir la genialidad del autor solamente en su campo artístico, y no caer en la tentación de extenderla de manera automática a su persona. Cada vez se toleran menos ciertas monstruosidades realizadas bajo el amparo de la genialidad. Vivimos inmersos en la moda necesaria de la creación de biografías de mujeres que han sufrido a grandes artistas, y por este rodillo de tinta y papel han pasado ya artistas como Dickens, Picasso o Rodin, y otros muchos esperan a ser pasados por la criba.

La vida de Sofía Tolstói es uno de esos ejemplos de mujeres abnegadas que vivieron el infierno en la tierra aguantando a un genio literario. Madre de trece hijos, el peso de sus tareas en Yásnaia Poliana, la finca familiar de los Tolstói, fue verdaderamente inhumano durante grandes etapas de su vida, algo que además su marido nunca pareció compensar, al menos en lo afectivo. Por si las tareas domésticas fueran poco, a lo largo de su vida Sofía vivió una especie de castigo de Sísifo en la obligación de pasar a limpio cada manuscrito del autor, en ocasiones hasta cinco veces, teniendo con frecuencia que utilizar una lupa para desentrañar la difícil letra de su marido. En un tiempo en que se encontró enferma y postrada en la cama, idearon un artilugio de madera para que pudiera seguir escribiendo desde esa posición.

Pero lo que me lleva a escribir este artículo no es revelar cuánto sufrió Sofía Tolstói, un tema que requeriría bastante más espacio y del que existen precedentes muy bien realizados (mi favorito es el libro de Alexandra Popoff, editado en español por Circe), sino compartir con el lector la fascinación que me produce el hecho de que Tolstói se crease un sistema de vida en el que todo estaba de una manera u otra controlado y regido por la escritura. Para entender bien el proceso, hay que recordar que el gran narrador ruso fue peculiar incluso para digerir la fama: al contrario de lo que ocurre a la mayor parte de los artistas, con el éxito de Guerra y paz y Anna Karenina dejó atrás gran parte de los vicios que le lastraban, haciéndose cada vez más espiritual y convirtiéndose paulatinamente en una especie de gran chamán de moral exclusiva, en la que el contacto con la naturaleza y la vida sencilla eran los pilares fundamentales.

En un momento de su vida abrazó un pacifismo absoluto (que el gobierno ruso de la época siempre vio con recelo) e intentó llevar una vida tan austera que se cuenta que llegó a fabricarse sus propios zapatos. Cuando nos referimos a León Tolstói, no solemos recordar que esa paz sobria llegó después de una juventud plagada de excesos, que acabó cuando la escritura entró plenamente en su vida. Para conseguirlo el autor ruso ideó y puso por escrito una larga lista de reglas que debían gobernar su comportamiento a partir de ese instante, máximas encaminadas a evitar que volviera a caer en la vida disipada que había conocido hasta que cumplió los treinta y tantos. Al tiempo que dejaba que estas normas gobernaran su vida, se acostumbró a escribir un preciso y pormenorizado diario de ocupaciones, en el que apuntaba cuanto hacía casi minuto a minuto, incluyendo cada debilidad moral que hallaba en su comportamiento. En definitiva, su escritura actuaba como una especie de policía de sí mismo. Hay que reconocer al escritor ruso que tuvo la fuerza necesaria para cumplir la mayoría de estas normas, y las reglas funcionaron el resto de su vida como una especie de gran cárcel en la que Tolstói encerró sus vicios. Repasar dichas normas hoy es un ejercicio divertido, pues incluyen desde cuestiones prácticas (evitar el azúcar, dormir durante el día no más de dos horas y estar en cama a las diez y despertarse a las cinco), éticas (ayudar a los pobres, no tener en cuenta ninguna opinión de los demás que no esté basada en la razón) hasta algunas bastante llamativas (no dejar volar la imaginación más que cuando sea necesario, no visitar un burdel más de dos veces al mes).

Como una prueba más de que León Tolstói tenía más confianza en lo que escribía que en lo que era capaz de verbalizar, siempre he disfrutado otra anécdota suya relacionada con los diarios en la que se cuenta que la noche previa a contraer matrimonio con Sofía (ella tenía entonces dieciocho años y él treinta y cuatro), León Tolstói obligó a su mujer a leer todos sus diarios de juventud, en los que daba detalles explícitos de todas las correrías previas a conocerla. El contenido no debía ser poca cosa, pues dos semanas después de su lectura, el 8 de octubre de 1862, Sofía escribía en su diario que «el pasado de mi marido es tan horrible que no creo que pueda aceptarlo nunca».

Pero de entre todos los textos en los que uno puede hurgar para recrear la existencia del escritor y las relaciones con su entorno —ese libro de instrucciones al que me refería al principio—, no hay ninguno que proporcione una sensación de realidad más escalofriante que la que ofrece el diario del matrimonio, hasta el punto de que bucear en sus páginas con frecuencia parece más una violación de la intimidad que un proceso de lectura legítimo. No es exagerado afirmar que conocer las fuerzas internas del matrimonio de León Tolstói con Sofía Behrs a través de su diario supone realizar una especie de viaje al subconsciente de ambos, dado el grado de detalle, aparente sinceridad y hasta violencia con el que realizaban cada entrada. Hablo de ambos diarios como si fueran uno porque durante gran parte de su vida en común los Tolstói compartían diario, y además utilizaban las entradas de cada día para comunicarse cuestiones que no habían sido capaces de decirse cara a cara o no habían encontrado el tiempo para verbalizar. Como una bella paradoja más en esta historia de dominio de lo escrito sobre cualquier forma de comunicación, encontramos el hecho de que dos personas que vivían en una finca aislada del mundo se comunicaban mediante un cuaderno, mostrando hasta qué punto en Yásnaia Poliana se había sublimado la comunicación escrita.

Si uno revisa los diarios, obtiene con frecuencia una especie de repertorio de quejas conyugales, que ilustran mejor que ningún biógrafo el deterioro de la pareja: al parecer, según el carácter de Tolstói se hacía más elevado en lo espiritual, perdía interés en lo que la relación con su familia pudiera aportarle. Aun asumiendo la diferencia cultural de un periodo histórico tan alejado del nuestro (estamos estudiando con ojos del siglo XXI un matrimonio de finales del siglo XIX y principios del XX), la relación de León Tolstói con su esposa es una muestra modélica —por lo desgraciada— de lo que los estudiosos del comportamiento llaman poder negro, y que es nombrado popularmente como la cara oculta del genio. Las quejas de Sofía presentes en los diarios normalmente van dirigidas a la frialdad con la que León la trataba. Hay un momento desgarrador y que viene muy bien para ilustrar esa difícil convivencia del genio y la persona a la que me refería anteriormente, cuando Sofía menciona que «si tuviera conmigo una pizca de la comprensión psicológica que demuestra en sus novelas, habría entendido el dolor y la tristeza en la que vivo» (2). Uno vibra al leer en más de una ocasión a Sofía mencionando el suicido (en diario compartido, no lo olvidemos) como una salida a su matrimonio. Tolstói, normalmente más alejado en su diario de las cuestiones domésticas, también dedica de cuando en cuando alguna entrada a quejarse abiertamente de su mujer, como en la entrada del 8 de enero de 1863: «Por la mañana, su ropa. Ella me desafió con que objetara algo, y entonces lo hice, y a partir de ahí, todo lágrimas y explicaciones vulgares. […] No estoy nada contento conmigo en esas ocasiones, especialmente con los besos —son parches falsos…—. Siento que estoy deprimido, pero ella más. […] Ella me dice que soy amable. No me gusta que me lo digan».

En los diarios hay además un dato curioso que refleja el progresivo distanciamiento entre ambos: en algún momento de su relación, Sofía deja de referirse a su marido en estos textos privados como Lyova (término entendido como familiar o cariñoso) para nombrarle a partir de ese momento Lev Nikolaevich, con el distanciamiento que conlleva la referencia del nombre completo. La aventura del diario en común no duró toda su vida matrimonial. En algún momento de su vida, el autor ruso pareció aburrirse del juego de la información común, y después de veinte años de diarios compartidos, Tolstói comenzó a esconderlos de Sonia, y se cuenta que durante mucho tiempo ella los buscó de manera incesante y casi paranoica, sin dar con ellos.

Prácticamente todos los biógrafos de la pareja coinciden en afirmar que el periodo más feliz del matrimonio entre Sofía y León Tolstói fue la época en la que el escritor trabajaba en sus dos obras maestras, Guerra y paz y Anna Karenina. A partir de este hecho podríamos pensar, dejando volar algo nuestra imaginación, en una plenitud artística que empapara la personal, o al revés. El escritor murió en la estación de tren de una pequeña localidad llamada Astapovo de la complicación de una neumonía. Tenía entonces ochenta y dos años, y acababa de abandonar a su esposa tras cuarenta y ocho años de matrimonio. Antes de marcharse, como no podía ser de otra forma, le dejó una nota escrita. En ella contaba en un tono de escritura aparentemente sereno, casi gélido, que «Estoy haciendo lo que los hombres de mi edad suelen hacer: dejar la vida mundana para pasar los últimos días de mi vida en soledad y silencio».

miércoles, 20 de mayo de 2020

"Iván Turguénev, espejo de las contradicciones rusas" por Andrés Seoane



«Uno de los principios más básicos de la vida es el enlace entre los tiempos, la transmisión patrimonial de valores. Un mundo sin tradición crea huérfanos». Haciendo honor al espíritu de su frase, recordamos en el 200° aniversario de su nacimiento la figura del escritor ruso Iván Turguénev (1818-1883), perfecto reflejo del complejo siglo XIX en un Imperio zarista plagado de irresolubles contradicciones y de grandes figuras literarias. Noble terrateniente partidario de la emancipación de los siervos, liberal a dos aguas dividido entre el conservadurismo y el anarquismo y ferviente europeísta en una sociedad eslavófila, el escritor siempre se posicionó en las grandes polémicas políticas de su tiempo. Caducas ya muchas de estas luchas que poblaron la vida de Turguénev, dos siglos después nos queda su literatura, marcada por el arte de la descripción, en el que brilló como pocos.
De origen noble, nació el 9 de noviembre de 1818 en Oriol, al sur de Moscú, y se crió en el latifundio de su madre, la acaudalada terrateniente Varvára Petrovna Turguéneva, donde tuvo contacto directo con el campesinado ruso que fue central en su obra. Su padre, un coronel de la caballería imperial empobrecido que se desentendió de su familia en favor de múltiples aventuras amorosas, moriría durante su infancia, dejándolo a merced de una madre tiránica que, no obstante, le infundió el amor por la literatura rusa y extranjera. Otra de las personas que desempeñó un papel importante en la formación de Turguénev como escritor fue uno de los siervos de su madre, que sería el prototipo de uno de los personajes principales de su relato Punin y Baburin, recientemente editado por Nórdica, donde narra el fin de la Rusia zarista y esclavista.
Tras acabar la escuela elemental, su familia se mudó a Moscú, donde Turguénev entraría en la universidad para estudiar Letras, especializándose en los clásicos, literatura rusa y filología. Al año siguiente, con 16, y ya en San Petersburgo, ingresó en la Facultad de Filosofía. En la capital imperial Turguénev, influido por escritores como Pushkin y Gógol comenzó a escribir poemas románticos. Durante su educación, las ideas liberales, en boga en esa época, calaron en su mente juvenil, más aún cuando cinco años después, en 1838, viajó a Berlín con el objetivo de estudiar la filosofía de Hegel. En la capital alemana intimó con varios pensadores que le aproximaron al anarquismo, especialmente cuando conoció a Mijaíl Bakunin, con cuya hermana vivió un apasionado romance. Turguénev se impresionó con la sociedad centroeuropea y volvió a su país occidentalizado, pensando que Rusia podía progresar imitando a Europa, en oposición a la tendencia eslavófila que imperaba en el Imperio zarista.
Saltar del papel a la vida
Los primeros intentos literarios de Turguénev, incluyendo poemas y esbozos, mostraron su genio y recibieron comentarios favorables de Belinski, por entonces el principal crítico literario ruso. Todavía en su época de estudiante, escribe unos cien poemas, algunos de ellos publicados en la revista El contemporáneo, fundada por Pushkin en 1836, un año antes de su muerte, donde publicaría en años posteriores su serie de relatos Memorias de un cazador (1847), El prado de Bezhin (1851) y Rudin (1856); y donde también vieron la luz textos de otros grandes de las letras rusas como el propio Pushkin, Gógol, Iván Goncharov o Tolstói. Con el objetivo de escribir con mayor libertad que la que ofrecía la Rusia de Nicolás I, viaja a Francia, donde se convierte en involuntario testigo de la revolución en 1848. Allí se encuentra con Alexander Herzen, ideólogo de la revolución campesina rusa, de quien era amigo íntimo cuando eran estudiantes.
Espantado con la idea de la revolución, regresa a Rusia en 1850. Dos años después, al morir su madre, Turguénev hereda una inmensa fortuna. Ya en el puesto de amo, mejora la situación de sus siervos, pero no los libera, algo que sólo llegaría en 1861 con una ley del zar Alejandro II. A pesar de su inacción real, su decidida defensa de la abolición de la servidumbre y su condena del nivel de vida del campesinado ruso se trasluce en sus Memorias de un cazador, una serie de cuentos concatenados cuyo común denominador son los sucesos de la vida rural. Según Dostoyevski, Turguénev es incapaz de dar el salto del papel a la vida real, y se trata de la obra de un hombre acomodado, poco comprometido con la situación social de su país, para el que solo existe la vida bucólica del campo de Rusia.
Sin embargo, su trabajo no es del agrado de la censura zarista, que trata de poner obstáculos, prohibiendo o recortando las obras del escritor. La oportunidad de vengarse les llega tras escribir Turguénev un elogioso obituario dedicado a Gógol, que es usado como excusa para recluirle exiliado en su finca familiar. Gracias a la intervención de Tolstói, dos años después, a Turguénev se le permitió vivir en la capital, pero se le impuso una prohibición estricta para la publicación de nuevos relatos. De hecho, muchas de las obras maestras del escritor se publicaron en Rusia solo tras la muerte en 1855 de Nicolás I, como por ejemplo, Nido de nobles (1859), En vísperas (1860) o Padres e hijos (1862).

Solo contra el mundo

En 1855 Alejandro II se convirtió en zar, y el clima político se tornó más relajado, permitiendo la publicación de todas estas obras, donde trata temas como la frustración vital, los amores fallidos, critica la vida rusa y las promesas de los revolucionarios y reflexiona sobre las nuevas ideologías. De hecho en la última de ellas, Padres e hijos, reconocida como una de las novelas más importantes del siglo XIX, utiliza por primera vez y populariza el término nihilismo, surgido en esa convulsa Rusia del XIX, donde las revueltas campesinas, los atentados y el bandolerismo estaban a la orden del día. El talento narrativo de Turguénev, por encima de la finura de sus retratos psicológicos y de su buen oído para los diálogos, reside en la limpieza y la contención de sus historias, donde bajo un toque melancólico, todos los elementos encajan a la perfección y cada descripción es de una precisión quirúrgica.
Sin embargo, esta etapa de madurez y plenitud creativa se ve sacudida por fuertes desavenencias ideológicas con muchos de sus antiguos amigos. La principal razón fue la cierta discrepancia entre las ideas que impregnaron todas estas obras del escritor y su posición civil. Para muchos, Turguénev solo estaba a favor sobre el papel de que hubiera cambios significativos en Rusia, pero estaba en contra del hecho de que se hicieron de una manera revolucionaria. Por eso rompió en 1862 con sus queridos amigos de juventud, Alexander Herzen y Mijaíll Bakunin.
Fuertes desavenencias tuvo también con Tolstói. Su complicada amistad con Tolstói alcanzó tal animosidad que en 1861 este lo retó a duelo. Si bien luego se disculpó, estuvieron sin hablarse diecisiete años. También se las tuvo tiesas con Dostoyevski, conservador y eslavófilo, que en novelas como El idiota y Los demonios advertía que los liberales pervertirían a Rusia y la llevarían a su destrucción, y aconsejaba a los rusos conservar su propia vía y la fe ortodoxa. Sus ideologías diametralmente opuestas les llevarían a dedicarse lindezas como «Dostoyevski es un grano en la nariz de la literatura cuya profundización en los lúgubres abismos del alma humana es un moqueo psicológico que deja un tufo agrio y hospitalario». Por su parte, el autor de Crimen y castigo recomendó a Turguénev, en aquel momento residente en Francia, que se comprara un telescopio «de lo contrario, le será difícil mirar a Rusia» y le parodió en su novela Los demonios a través del personaje del novelista Karmazínov. A pesar de todo, en 1880, el famoso discurso de Dostoyevski en la inauguración del monumento a Pushkin versó sobre su reconciliación con Turguénev.
Desde 1863, el escritor se mudó a vivir al extranjero, donde tomó parte activa en la vida cultural de Europa. Entre sus amigos se encontraban escritores famosos como Charles Dickens, Émile Zola, George Sand o Victor Hugo, pero siempre recordó sus raíces e hizo de puente entre las literaturas rusa y occidental llevando a cabo algunas traducciones y promocionando a sus compatriotas. A principios de 1882, llegó a Rusia la noticia alarmante sobre la enfermedad mortal del escritor, un cáncer de médula que se lo llevaría a la tumba al año siguiente. En su lecho de muerte exclamó, refiriéndose a Tolstói: «Amigo, vuelve a la literatura». Con tal inspiración, se dice que Tolstói escribió obras como La muerte de Iván Ilich y La sonata Kreutzer. A pesar de los años lejos de su patria, el cuerpo de Turguénev fue trasladado siguiendo su expreso deseo a San Petersburgo, donde reposa en el cementerio Vólkovskoie.

jueves, 19 de marzo de 2020

"Gloria, pasión y muerte del soneto" por Carlo Frabetti


Llega la ancianidad y el gran sujeto
de tanta inspiración surge triunfante:
¡es la muerte que asoma en el terceto!

José María Rojas Garrido, «La vida es soneto»

Se atribuye a Giacomo da Lentini, poeta siciliano del siglo XIII, la invención del soneto, aunque es más probable que fuera el resultado de una combinatoria de estrofas simples (cuartetos y tercetos) de la que, por evolución memética, acabó emergiendo una composición dominante que, apadrinada por Dante y Petrarca, se impuso con rapidez en la floreciente poesía renacentista italiana, para reinar luego durante siglos en toda la lírica occidental.
El soneto se compone de dos cuartetos y dos tercetos de arte mayor, normalmente endecasílabos, y aunque admite ligeras variantes, su estructura canónica es ABBA ABBA CDC DCD: el primer verso rima en consonante con el cuarto, el quinto y el octavo; el segundo, con el tercero, el sexto y el séptimo; el noveno, con el undécimo y el décimo tercero; y el décimo, con el duodécimo y el décimo cuarto.
El extraordinario éxito del soneto se debe, en buena medida, a su estructura «dramática», que lo hace especialmente idóneo para expresar, de forma tan intensa como sucinta, el eterno drama de la pasión, tanto de la espiritual como de la carnal, lo que llevó al poeta colombiano José María Rojas Garrido a decir —en un soneto, naturalmente— que «la vida es soneto». En el soneto clásico, el primer cuarteto suele hacer las veces de planteamiento, y el segundo, de nudo, mientras que los tercetos ofrecen, con su comedido cambio de ritmo, un desenlace en dos tiempos: reflexión y conclusión. 
El soneto llegó a España —para quedarse— en el siglo XV, de la mano de Íñigo López de Mendoza, marqués de Santillana, con sus «Sonetos fechos al itálico modo»; poco después fue aclimatado al castellano por Juan Boscán y Garcilaso de la Vega, y alcanzó su máximo esplendor en el Siglo de Oro.
Entre los cultivadores del soneto en lengua castellana, que fueron muchos y algunos muy buenos, destaca de forma clara —sobre todo por lo que a la cantidad se refiere— Lope de Vega, a quien se le atribuyen unos tres mil. Para alcanzar ese récord hay que escribir una media de un soneto diario durante nueve años, por lo que es razonable suponer que no todos los que salieron de la pluma de Lope obedecían a esa necesidad imperiosa de compartir las entretelas del alma de la que hablaba Rilke. Decía Jorge Guillén que hay muy pocos poetas verdaderos e incluso esos pocos lo son pocas veces. Es indudable que Lope era un poeta verdadero, pero no lo era siempre: los ejercicios de estilo y los juegos de palabras ingeniosos prevalecen a menudo en sus versos sobre la intensidad poética, como en el terceto final de uno de sus sonetos más famosos:

Espera, pues, y escucha mis cuidados,
pero ¿cómo te digo que me esperes,
si estás para esperar los pies clavados?

Es de suponer que el desmesurado Lope quería explorar a fondo las posibilidades de la poderosa composición poética llegada de Italia; pero, dada su proverbial competitividad, es probable que, de manera más o menos consciente, quisiera también colonizar el nuevo territorio literario agotando las rimas más jugosas. Y le faltó poco para conseguirlo: no es fácil escribir un soneto de corte clásico sin que ninguna de sus estrofas «suene a Lope».
Solemos pensar que el lenguaje ofrece un sinfín de posibilidades, pero no es así; su combinatoria es inmensa, pero no infinita, y si la sometemos a determinadas reglas y limitaciones, puede reducirse drásticamente. Y la rima es una limitación rigurosa, máxime en el caso del soneto, cuyos cuartetos requieren dos grupos de cuatro palabras que rimen en consonante. Veamos cuáles son estas dobles cuaternas en algunos de los sonetos más famosos de Lope:

Violante delante consonante espante – aprieto soneto cuarteto terceto
amorosos poderosos piadosos hermosos – sueño leño dueño empeño
extraño daño estaño año – decoro adoro oro toro
procuras oscuras duras puras – mío rocío desvarío frío
furioso animoso reposo receloso – esquivo vivo altivo fugitivo
haces satisfaces pertinaces capaces – agradezco merezco padezco ofrezco
embelecos secos huecos ecos – quimerista conquista alquimista vista
tuvo detuvo estuvo entretuvo – huesos presos besos impresos
bueno veneno sereno condeno – malo regalo igualo señalo
espalda falda esmeralda guirnalda – maravilla orilla humilla canastilla

Hay muchísimas palabras terminadas en «ante», entre ellas los participios activos de los verbos de la primera conjugación; y también hay bastantes terminadas en «eto», como las primeras personas del singular del presente de indicativo de los verbos terminados en «etar». Pero para muchas de las terminaciones anteriores no hay más de unas pocas decenas de candidatas aceptables, y solo disponemos de una docena de palabras terminadas en «uvo», por lo que hay pocas maneras poéticamente viables de juntar cuatro de ellas.
Dando un paso más en el camino de la esquematización, podemos clasificar los sonetos, desde el punto de vista formal, por la pareja de terminaciones de sus cuartetos. Así, los diez seleccionados serían de los tipos: ante-eto, osos-eño, año-oro, uras-ío, oso-ivo, aces-ezco, ecos-ista, uvo-esos, eno-alo, alda-illa.
Si ampliamos la muestra de diez a cincuenta sonetos, podemos hacernos una primera idea de la amplia combinatoria formal explorada por Lope:

aba-ío. aces-ezco, ada-aso, ado-eves, alda-illa, alma-ento, amo-era, ano-ales, ante-eo, ante-eto, año-oro, argas-ido, aro-elo, astes-istes, ecos-ista, edra-ada, ega-ura, ejas-osa, eles-oro, elo-ano, elva-oca, enas-ío, eno-alo, era-ece, eras-esto, erno-eres, erno-uma, ero-ida, ía-ada, ía-erra, ías-ado, ican-eza, idos-aros, ilo-aro, ipe-echo, ira-ando, iro-ando, oces-ondas, ones-eras, ora-ellos, ores-erno, osa-ones, oso-ivo, osos-eño. umbre-osas, ura-ena, ura-ojas, uras-ío, uro-anto, uvo-esos. 

Las escasas repeticiones que se observan en este centenar de terminaciones, parecen confirmar la sospecha de que Lope quiso explorar a fondo las posibilidades de la rima consonante en relación con una estructura tan exigente como la del soneto. Y es posible que él mismo empezara a notar esa sensación de escasez de recursos verbales que legó a sus sucesores, como podría desprenderse de uno de los sonetos incluidos en este breve análisis: Boscán, tarde llegamos… 
Y si Boscán y Lope llegaron tarde, ¿qué decir de los que vinieron después? No hay que olvidar que muchas rimas italianas son prácticamente iguales en castellano, por lo que incluso los primeros cultivadores españoles del soneto llegaron a un terreno ya colonizado por el dolce stil nuovo. Y si al legado italiano le añadimos los tres mil sonetos de Lope, más los de Santillana, Boscán, Garcilaso, Góngora, Calderón, Quevedo, Cervantes, Herrera, Sor Juana…, entenderemos las dificultades de los sonetistas posteriores al Siglo de Oro para llegar a ser algo más que epígonos.
El soneto murió de éxito. Un éxito fulgurante que llevó al agotamiento al amante insaciable —ora espiritual, ora carnal— en que lo convirtieron los insaciables poetas. De vez en cuando vuelve de la tumba invocado por algún viejo brujo del vudú literario, como Borges, y aún puede deslumbrarnos con su belleza ultraterrena; pero el soneto ya no es de este mundo, si alguna vez lo fue.

domingo, 16 de febrero de 2020

"La épica del naufragio en el Ulises de Joyce" por Stefano Cazzanelli



Escrito entre 1914 y 1921 y publicado en 1922, el Ulises de Joyce es uno de los libros más difíciles jamás escritos. No es una novela —aunque Joyce se empeñaba en llamarla novel—, ni un ensayo; no es épica ni periodismo. Es todo esto y su superación: una confluencia de estilos, un bullir de personajes, sensaciones, lugares sin pies ni cabeza en los que todo fluye; un remolino donde perderse: la Caribdis que Homero ahorró a Ulises, Joyce nos la arroja sin ninguna piedad.

Los personajes principales, Bloom y Stephen, son antihéroes, unos vencidos; víctimas del mundo moderno en el que los grandes ideales no tienen derecho de ciudadanía y en el que triunfa únicamente la cotidianidad decadente. Paul Bourget, psicólogo y crítico literario contemporáneo de Joyce —muy influyente en las tesis de Nietzsche sobre el nihilismo—, definía como decadente aquella literatura en la que la parte predomina sobre el conjunto, la página sobre el libro. Flaubert, Stendhal o Baudelaire eran ejemplos de este espíritu decadente que Joyce retoma y relanza con una fuerza inaudita: mientras que en Baudelaire la parte se sustenta heroicamente independiente del todo, en Ulises las partes fragmentadas se precipitan al pozo sin fondo de lo absurdo en el que fluye la existencia humana. No es arte decadente, no es wagnerismo literario, sino cacofonía de significados y de estilos, de emociones e instintos, sonidos y símbolos a la Stockhausen puestos al albedrío de una conciencia sin puertas ni ventanas que discurre encerrada en su propia inmanencia.

En Ulises la realidad de Dublín, como la de sus habitantes, es descrita con una fidelidad maniática en cada detalle, tanto que se suele decir que, si la capital de Irlanda fuera reducida a escombros por algún cataclismo, gracias a la obra de Joyce se podría volver a reconstruir de manera exacta. Sin embargo, todo este realismo no está al servicio de la realidad, como si esta fuera el origen del significado de aquello que tenemos ante los ojos: es, al contrario, puesto al servicio de un simbolismo aturdido que abandona a la conciencia solipsista del yo la tarea de definir el sentido de lo que aparece. La realidad es un signo cuyo significado está determinado únicamente por la conciencia de cada uno de nosotros, una conciencia que fluye y arrastra en dirección a su «hacia-ningún-lugar» todo aquello que encuentra en su camino. El famoso stream of consciousness es por tanto el único medio estilístico que permite dar voz a la construcción del sentido de la realidad: un flujo que, como Penélope con su tela, se construye con los restos de aquello que hace un instante ha destruido.

De aquí deriva la dificultad enorme a la que el lector se encuentra sometido: intentar penetrar en la conciencia de Bloom, de Molly o de Stephen significa seguir los vuelos pindáricos de sus mentes, las conexiones bizarras de sus subconscientes (Ulises está enteramente impregnado de Freud), los flujos y reflujos de sus deseos. Pero he aquí el problema: la vida inmanente no es lineal, no es objetiva, es un zigzaguear completamente subjetivo, oscuro y terrible del que dejamos emerger solo un destilado muy pequeño de la luz del sentido comprensible y comunicable, la mayoría de las veces conformista, sujeto a valores tradicionales, religiosos, históricos, patrióticos… Bajo la punta del iceberg racional bulle la conciencia inconexa del yo, sumergida en las aguas negras de las pasiones, las pulsiones, los resentimientos, las envidias; una materia originaria informe que no se puede plasmar y que hay que limitarse a escuchar para intentar captar algún indicio, quizá el eco de un acontecimiento del pasado —una mirada, un gesto, el encenderse de una cerilla— que, enganchándose en el subconsciente, ha generado una infección que guía toda nuestra vida:

A menudo he pensado desde entonces al mirar atrás hacia aquel extraño episodio que fue aquella pequeña acción, trivial en sí misma, aquel encender una cerilla, lo que determinó todo el curso posterior de nuestras dos vidas.

En esta Dublín fluida lo ínfimo está al mismo nivel de lo sublime: el encender una cerilla puede incluso ser más determinante que la muerte de un amigo. En un universo sin criterio, sin valores, ¿quién determina lo que es bueno y lo que es malo? ¿Lo que es ínfimo y lo que es sublime? Los valores, el orden de la verdad constituida, religiosa o política, son aquello que intenta encauzar la fuerza de la corriente vital, darle un sentido. Haciendo esto, sin embargo, limitan y finalmente bloquean la fuerza expresiva del yo: la historia, la tradición y su legado, son unas sirenas que devoran nuestro progreso existencial y transforman la vida en una crisálida vacía. La vida no se puede comprender, es imposible determinarla, definirla; se puede únicamente vivir, es decir, acompañarla en sus flujos: «¿Cómo se puede ser propietario del agua en realidad? Siempre fluyendo en el fluir, nunca es la misma, que en el fluir de la vida rastreamos. Porque la vida es un fluir».

El Ulises de Homero anhelaba volver a su Ítaca, emblema de la tierra patria, a los brazos de su esposa Penélope (la virtud de la fidelidad y de la continencia); su viaje tenía una meta clara y su vida unos valores incorruptibles: amistad, honor, castidad, coraje, etc. Ulises-Bloom en cambio aborrece la vuelta a su casa porque sabe que Molly, su mujer, le está traicionando. Es un desheredado, un judío errante en tierra católica, que para ganar tiempo se dispersa en lo que le rodea, en la ciudad, sin meta. Y sin embargo no renuncia a afirmar una identidad suya: sobrevive en él un deseo profundo de dar una forma a la masa caótica de la existencia; desea ser padre, ser acogido por sus amigos y compañeros del trabajo, desea una casa y una vida nueva en la que los acontecimientos y las cosas estén en sus casillas y no encerrados desordenadamente en un cajón como los muebles de su salón. Pero son precisamente estos deseos los que le vuelven ridículo y torpe, un ser patético para el que el impulso hacia el ideal es una simple ensoñación cuyo único fin es apartarle de su triste realidad: su hijo ha muerto, sus compañeros no le aguantan y se ríen de él, su casa es vieja y descuidada, las mujeres le ignoran.

Lo mismo pasa con Stephen-Telémaco, un joven idealista que busca realizarse como poeta, un chico atractivo y caprichoso que rechaza sus raíces (la fe católica representada por su madre, que muere sin que él haya atendido su último deseo), engreído cuando defiende sus tesis sobre Shakespeare, sus tesis políticas o religiosas. Como Bloom él también se dispersa en la Dublín católica, convencional, sometida a la dominación inglesa y víctima, por otra parte, de un nacionalismo ignorante. Terminará emborrachándose en un prostíbulo, golpeado en la cara por un soldado y sin dinero: justamente lo contrario de lo que deseaba.

Deseos partidos, ideales que intentan ordenar la trama de la vida, darle un sentido. Bloom y Stephen, padre sin hijo e hijo sin padre, son dos personajes que naufragan en el mar de la existencia sin sentido justamente por causa de su intento vano de llegar a una meta. Entre estas dos hipóstasis la relación es imposible. Y lo es porque buscan un ideal, una ascesis de la vida capaz de darle un valor, algo espiritual y por tanto paterno: la paternidad, de hecho, no se plasma en la carne —como la maternidad— sino solo en el espíritu. La paternidad es aquello que rompe el vínculo con la carne: el padre es el que corta el cordón umbilical, el que abre al hijo al mundo, al partir la relación cerrada con la madre. La paternidad verdadera es educación, es decir, conducir a alguien fuera de sí mismo hacia otra cosa (e-ducere) y en este sentido es lo que asigna una forma a la mera vida biológica, a la materia instintiva, pasional, carnal. Todo Ulises es la búsqueda de una paternidad imposible, de un vínculo estable que sepa encauzar lo irracional de la existencia hacia un ideal transformando la vida biológico-animal en una existencia humana heroica, en un viaje hacia el descubrimiento de uno mismo. En la Dublín de Joyce, sin embargo, la paternidad ya no está (el padre de Bloom ha muerto suicida), ya no genera (su hijo Rudy murió con solo once días de vida); el vínculo padre-hijo es irreversiblemente dialéctico.

¿Qué meta le queda entonces al hombre de Joyce? Si la épica del espíritu ya no es posible, entonces no queda otra cosa que abandonarse a la «épica del cuerpo humano» (con estas palabras Joyce definía su odisea en una carta de 1918 al amigo Frank Budgen). La síntesis entre Padre e Hijo no es el Espíritu Santo paterno, sino la Santa Madre Tierra, el abandonarse al cuerpo y a sus pulsiones, a sus tendencias fisiológicas. Bloom lo admite abiertamente cuando, en una de sus visiones, mientras se encuentra en un prostíbulo, afirma: «Ay, tengo tantas ganas de ser madre». Molly-Penélope, la esposa infiel, promiscua, licenciosa, es el único personaje capaz de domar lo irracional en la medida en la que se abandona a ello. Se podría quizá hablar de una «épica del naufragio». Su vida no tiende a un ideal, a un valor. Ella simplemente vive, afirma la vida.

El gran «sí a la vida» de Nietzsche resuena en la última frase de Ulises cuando, al final del largo monólogo, Molly Bloom afirma: «yes I said yes I will Yes».

lunes, 20 de enero de 2020

"Chéjov y la revolución" por Clara Usón


En el relato Muzhiks (Campesinos), Antón Chéjov narra el regreso a su aldea natal, por enfermedad, de un mozo de hotel moscovita, acompañado de su mujer y su hija Sasha, una niña. Los viajeros llegan a la isba familiar, estrecha, negra de grasa y hollín, llena de moscas, dominada por una gran estufa. 

Ninguno de los mayores estaba en casa, todos habían ido a segar. Sobre la estufa se hallaba sentada una niña de unos ocho años, de pelo claro, sucia y con aire ausente. Ni siquiera miró a los recién llegados. Abajo un gato blanco se frotaba contra el atizador.

—¡Tsss! ¡Tsss! —lo llamó Sasha.
—No oye —dijo la niña—. Se ha quedado sordo.
—¿De qué?
—De una paliza.

La maestría de Chéjov se hace patente en este conciso diálogo, no necesita más palabras para hacernos comprender que los retornados se han topado con la admonición de Dante, «Lasciate ogni speranza, voi ch’entrate»… Los campesinos de Chéjov son gente miserable, en todas las acepciones que registra el diccionario para este adjetivo: son ruines, son tacaños, son extremadamente pobres, son insignificantes —carecen de la menor importancia dentro del orden jerárquico y social del Imperio ruso—, son desdichados y crueles, cabe añadir, brutos, violentos, ignorantes, todo eso son, y Chéjov los retrata tal y como los ve, se resiste a idealizarlos, por lo que incurre en la desaprobación de su maestro León Tolstói, quien desde su anarquismo evangélico condena como «pecaminoso ante el pueblo» el relato de Chéjov, y en la de los revolucionarios clandestinos de La Voluntad del Pueblo, que ven en el oprimido y puro campesino ruso al abanderado de la revolución; por su parte, la extrema derecha aplaude que Chéjov ponga de manifiesto que el campesino es el peor enemigo de sí mismo (y por tanto necesita una mano firme y autoritaria que lo controle y dirija) y los marxistas se muestran satisfechos por la forma en que muestra la degradación del campesinado por el capitalismo. 
El relato no dejó a nadie contento y desató una gran polémica, y eso, pienso, es lo que debe hacer o a lo máximo que puede aspirar la buena literatura: a incomodar, a poner el dedo en la llaga, a plantear preguntas.
La intelligentsia rusa reprochaba a Chéjov su tibieza, su ambigüedad, su incapacidad de tomar partido; le acusaban de ser un «pequeñoburgués», de no censurar a sus personajes cuando obraban mal, de no moralizar… Así se defendía Chéjov de esas acusaciones, con motivo de las críticas que recibió tras la publicación de su cuento Luces:

Usted me escribe que ni la conversación sobre el pesimismo ni la narración de Kisochka resuelven o aclaran en modo alguno la cuestión del pesimismo. No creo que sea competencia de los escritores dirimir cuestiones como la existencia de Dios, el pesimismo, etc. La misión del escritor se limita a describir en qué circunstancias, entre quiénes y en qué términos fueron discutidos esos problemas. El artista debe ser un testigo imparcial de sus personajes, no su juez.

En palabras de Tolstói (citadas por A. Zenger), Antón Chéjov «cogía todo lo que veía de la vida sin importarle el contenido de lo que veía. Pero, una vez cogido, lo reproducía de forma sorprendentemente metafórica y comprensible, clara y minuciosa (…) Era sincero, lo que ya es en sí un gran mérito: escribía sobre lo que veía y cómo lo veía…». Chéjov aspiraba a un imposible: la objetividad; buscaba dar testimonio imparcial, reflejar lo que veía y oía sin modificarlo ni de ninguna forma actuar sobre ello, quería desaparecer como autor y ser solo un ojo, un oído; por supuesto, era mucho más (y también mucho menos, no hay testigo objetivo ni imparcial), pero ese ejercicio de asepsia, de contención voluntaria y suspensión del juicio, rindió sus frutos: la lectura de su obra narrativa nos permite hacernos una idea aproximada de cómo era la Rusia imperial en sus postrimerías.
Chéjov no ofrece soluciones ni apunta a posibles vías de salvación, se limita a presentarnos una descripción sincera y descarnada de una sociedad en descomposición, de un edificio podrido desde los cimientos que se resquebraja y amenaza con derrumbarse con gran estrépito: en la planta baja malvive una masa ingente de campesinos pobres, abandonados a su suerte, algunos de los cuales expresan su añoranza por los tiempos de la servidumbre; ahora son libres, pero la miseria no les permite disfrutar de esa libertad ni progresar gracias a ella, son esclavos del hambre, la enfermedad y la ignorancia; tras su liberación, los mismos aristócratas que los poseían continúan explotándolos, pero ya no tienen la obligación de velar por ellos ni alimentarlos; en la primera planta, la burguesía languidece, paralizada, consumida por la insatisfacción y las dudas; el burócrata gubernamental de Chéjov, el pequeño propietario, el tío Vania se desesperan ante el retraso y la bruticie de la sociedad rusa, anhelan un cambio, una democracia parlamentaria como las europeas, quizá, una mejora en las condiciones de vida de los campesinos que les alivie la mala conciencia, un debate político libre, sin censuras, pero no saben cómo llevar a cabo estas reformas y terminan por resignarse, por dejarse llevar con indolencia por la corriente de la vida; y en el piso de arriba, la nobleza sufre mal de altura, incapaz de detener las fuerzas del cambio que amenazan con trastocar el orden feudal y despojarla de sus privilegios.
En la escena final de su última obra teatral, El jardín de los cerezos, Liubov Andréievna Ranévskaya, una terrateniente endeudada, abandona para siempre su mansión entre mohines y lágrimas, mientras en la lejanía retumban los primeros hachazos que anuncian la tala de sus queridos cerezos por orden del nuevo dueño, el comerciante Lopajin, un hombre hecho a sí mismo que desciende de siervos, como el propio Chéjov. 
Se da la paradoja de que el régimen soviético salvó de la purga cultural al escritor pequeñoburgués por excelencia, Antón Chéjov; sus obras siguieron representándose en el Teatro del Arte de Moscú y su viuda, Olga Knipper, gran actriz, continuó encarnando a Madame Ranévskaya hasta 1943. Para el poder soviético, El jardín de los cerezos era un reflejo fiel del corrupto sistema de la Rusia prerrevolucionaria; Madame Ranévskaya encarnaba a la aristocracia decadente y caprichosa, Lopajin, al burgués destructivo y rapaz, y Trofimov, «el eterno estudiante», joven de ideas radicales, a la esperanza de la revolución… Por supuesto, otra vez malinterpretaron a Chéjov, convirtiéndolo en heraldo del bolchevismo.

¿Qué pensaba Chéjov de los revolucionarios? 

Hacia el final de su vida, el escritor fue distanciándose de antiguos amigos y valedores, como el editor y magnate de la prensa Suvorin, a quien debía su carrera literaria, disgustado por su conservadurismo, su hipocresía y su antisemitismo, y se acercó a jóvenes escritores marxistas como Gorki, a quien apadrinó, pero, aunque concordaba con los revolucionarios en la denuncia del estado de cosas, no creía que la respuesta se hallara en la revolución.
En el libro de recuerdos Sobre Chéjov, de A. Serebrov (Tijonov), se recoge esta reacción del escritor: 

—Disculpe… No lo entiendo…—me interrumpió Chéjov con la desagradable amabilidad de una persona a quien le acaban de pisar un pie—. A usted le gusta El albatros y La canción del halcón… (Obras de Gorki) ¡Ya sé que me dirá que es política! Pero ¿qué política es? «¡Adelante, sin miedo y sin dudas!»: esto aún no es política, porque, ¡no se sabe hacia dónde es adelante! Si dices adelante, hay que indicar el objeto, el camino y los medios. En política nunca se ha hecho nada solo con «la locura de los valientes». No solo es superficial, sino también peligroso…

No, Chéjov no era ningún revolucionario, aunque le repugnara la injusticia de un sistema en el que millones de personas, los campesinos, vivían en condiciones infrahumanas. Él, de familia humilde, nieto de un siervo, los conocía bien, como médico los trató en innumerables ocasiones sin cobrarles, edificó escuelas para sus hijos y dejó de escribir para dedicar su tiempo a organizar medidas contra epidemias de cólera que amenazaban con devastar aldeas enteras, y por eso, porque los conocía y compadecía, no los idealizaba, a diferencia del gran Tolstói, el viejo aristócrata que disfrutaba disfrazándose de mujik y jugando a ser zapatero o yendo a segar con sus siervos, tras lo cual, agotado por el «purificador» trabajo físico, se echaba sobre la cama y ordenaba a un sirviente que lo descalzara. (Todos somos contradictorios, hasta los genios como Tolstói, eso es algo que aprendemos leyendo a Chéjov).
En 1894, Chéjov escribió a Suvorin: «Quizá porque ya no fumo, la moral de Tolstói ha dejado de emocionarme; en lo más profundo de mi alma siento hostilidad por ella, cosa que, evidentemente, no es justa. Fluye en mi interior sangre de mujik, y no me verás con virtudes de mujik. Desde la infancia he creído firmemente en el progreso, y no puedo no creer en él, ya que la diferencia entre la época en que me azotaban y la época en que dejaron de hacerlo ha sido terrible. (…) La filosofía tolstoiana me emocionó profundamente, se apoderó de mí seis o siete años, y no me afectaban los planteamientos generales que ya conocía antes, sino la manera tolstoiana de expresarlos, la sensatez y, probablemente, una especie de hipnotismo. Ahora, en mi interior, algo protesta, la razón y la justicia me dicen que en la electricidad y en el calor del amor al hombre hay algo más grande que en la castidad y la abstinencia de comer carne. La guerra y la justicia son como demonios, pero de esto no se deduce que tenga que caminar en zuecos y dormir sobre una estufa al lado de un trabajador, su mujer y toda la compañía. Pero esta no es la cuestión; no es el estar “a favor o en contra”, sino el hecho de que, de una forma u otra, para mí Tolstói ya ha desaparecido, no está en mi alma, ha salido de mi interior diciendo: dejo vuestra casa vacía».

¿En qué creía Chéjov?

«No creo en nuestra intelectualidad, hipócrita, falsa, histérica, mal educada, indolente, no creo en ella incluso cuando sufre, se lamenta, ya que sus opresores salen de sus mismas entrañas», escribe en 1899 a I. I. Orlov. «Creo en ciertas personas, veo la salvación en ciertas personalidades, diseminadas por toda Rusia, intelectuales o mujiks; en ellos hay fuerza, aunque sean pocos. Nadie es profeta en su tierra, y esas personalidades concretas de las que hablo desempeñan un papel imperceptible en la sociedad, no predominan, pero su trabajo es visible. En todas partes, la ciencia avanza sin parar, la conciencia social aumenta, las cuestiones morales empiezan a agitarse, etcétera. Y todo eso se hace a pesar de los fiscales, ingenieros, instructores, a pesar de la intelectualidad en masse y a pesar de todo…».

Antón Chéjov era una de esas personas inquietas; murió en 1904, no llegó a ver cómo la revolución imponía la fuerza ciega de la masa sobre el individuo.

lunes, 23 de diciembre de 2019

"El humor de Kafka" por David Foster Wallace


Lo que los relatos de Kafka tienen es más bien una grotesca, magnífica y completamente moderna complejidad, una ambivalencia que se convierte en la lógica multivalente inclusiva del, entre comillas, “inconsciente”, que yo personalmente creo que no es más que una forma sofisticada de llamar al alma. El humor de Kafka -que no solo es neurótico sino que es antineurótico, heroicamente cuerdo- es, en última instancia, humor religioso, pero religioso al estilo de Kierkegaard y Rilke y los Salmos, una espiritualidad desgarradora contra la cual hasta la gracia sanguinaria de la señora O’Connor parece un poco fácil, y las almas en juego prefabricadas.
Y es esto, creo yo, lo que hace que el ingenio de Kafka sea inaccesible para unos niños a quienes nuestra cultura ha educado para que vean las bromas como entretenimiento y el entretenimiento como algo reconfortante. No es que los estudiantes no “pillen” el humor de Kafka, sino que les hemos enseñado a ver el humor como algo que se pilla, de la misma forma que les enseñamos que el “yo” es algo que se tiene sin más. No es de extrañar que no puedan apreciar el chiste que hay en el centro mismo de Kafka: que la horrible pugna por establecer un “yo” humano resulta en un “yo” cuya humanidad es inseparable de esa pugna horrible. Que nuestro viaje interminable e imposible hacia el hogar es de hecho nuestro hogar. Es difícil de explicar con palabras cuando uno está frente a una pizarra, créanme. Se les puede decir a los alumnos que tal vez sea bueno que no “pillen” a Kafka. Se les puede decir que imaginen que sus relatos tratan todos de una especie de puerta. Que nos imaginemos acercándonos y llamando a esa puerta, cada vez más fuerte, llamando y llamando, no solo deseando que nos dejen entrar sino también necesitándolo; no sabemos qué es pero lo sentimos, esa desesperación por entrar, por llamar y dar porrazos y patadas. Y que por fin esa puerta se abre… y se abre hacia fuera: que durante todo el tiempo ya estábamos dentro de lo que queríamos. Das ist komisch.

David Foster Wallace
Algunos comentarios sobre lo gracioso que es Kafka,
de los cuales probablemente no he quitado bastante, 1999

sábado, 23 de noviembre de 2019

"Rilke: rebelde, poeta y trashumante" por Antonio Lucas


Podemos entender a Rainer Maria Rilke desde el fetiche del poeta abducido por una vocación total, pero también como el hombre radical que hizo de su desagrado ante la realidad una torre fortificada en la que habitaba él con sus demonios, con princesas, duquesa, marquesas y baronesas a las que fue enamorando de golpe con una mezcla de pasión por el arte y fracasos de vida. Rilke fue una de las encarnaciones de la poesía en alguien que supo hacer del poema un cobijo, una luz nueva, un egoísmo y una herramienta para alcanzar un mecenazgo de alcobas dispersas.
Rilke alcanzó pronto la combustión vital de las leyendas que van confeccionando la biografía entre el talento desbordado, la pureza dudosa y una pulida condición novelesca en el vivir. En esto último traía el antecedente de su propia madre, que lo depositó en el mundo una tarde de 1875, en Praga (parte aún del imperio austrohúngaro), como si hubiera nacido un príncipe en vez del resultado de un matrimonio formado por un militar frustrado que quedó en factor de los ferrocarriles y una dama que combatió su condición de clase media con una fantasía de alcurnias improbables. Quiso desde el principio que el chico fuera poeta. Pero lo vistió de niña hasta los cinco o seis años por la imposibilidad de aceptar la muerte prematura de la hermanita mayor. A la vez se sobrepuso a la incapacidad del marido (del que se separó) afirmando su dignidad como mujer. Aquello condicionó el mundo del joven, sometido a una sastrería de lazos y diademas que acuñó aún más su extrañeza y su condición desigual en medio de la manada silvestre de los chicos de su edad. "He pasado mi infancia en apartamento mezquino y triste", escribió.
Rilke era distinto por vocación y por destino. Un rebelde hacia dentro. Un chico vencido por sus alucinaciones. Un poeta extremo y extraordinario capaz de interpelar a lo invisible, lanzando cabos entre lo humano y lo divino. También un icono de su tiempo. La figura rotunda del intelectual europeo. Hoy es uno de los creadores principales de la poesía contemporánea. Y esa pasión que desbordó en su vida de trashumante siempre a la caza de benefactoras que le sacasen de la intemperie y de la pobreza, ha generado arrobas de textos especulativos sobre la verdad de su vida y de su obra. Todo fascinante, pero todo siempre pasado de vueltas en cierta ficción. De ahí que el estudioso Mauricio Wiesenthal (Barcelona, 1943) se propusiera una labor tan ímproba como necesaria, decodificar un poco más la figura adulterada de Rainer Maria Rilke a través de una biografía que tiene en el rigor y en el detalle una de sus esquinas; en la pasión y una pulsión de relato incesante la otra. Rainer Maria Rilke (El vidente y lo oculto), publicada por Acantilado.
"Toda su vida podría escenificarse con signos y símbolos", sostiene Wiesenthal. "Sin aristocracia, sin pasiones, sin una terrible y angustiosa confección del ego, sin narcisismo, sin fetiches, sin magia, sin objetos simbólicos, sin conocimientos iniciáticos, sin imágenes religiosas y sin fe, no se puede entender a Rilke. Es un hombre desclasado, distante, contradictorio, psicológicamente complejo y muy inadaptado al mundo que le tocó vivir". Es decir: desdicha y tenacidad. Ese fue su itinerario. Y así levantó algunas de sus obras esenciales: Nuevos poemas (1907), Elegías de Duino (1923), Sonetos a Orfeo (1923), además de un abundante y excepcional epistolario de donde salió el volumen Cartas a un joven poeta, correspondencia que mantuvo con uno de sus jóvenes admiradores, el escritor Franz Xaver Kappus.
La itinerancia fue otro de los motores de su existencia, siempre errante. Quizá por la sospecha de que su destino siempre estaba en otra parte. San Petersburgo, Estocolmo, Florencia, Roma, París (donde entre otras hazañas fue secretario de Rodin), Ginebra (donde afianzó su romance con Baladine Klossowska, madre del pintor Balthus), Capri, Duino, Toledo (donde entró en éxtasis con la ascesis de El Greco), Ronda... Y en cada escenario un tormento, un amor, unas cartas, un poema. Su viaje a España sucede en la época más atormentada de su vida. Estaba trabajando en las Elegías, de condición simbólica y hermética. Como su ánimo. "Rilke es un mago al crear en sus versos una sensación de pérdida y, por eso, inventa palabras que no pueden traducirse. Son palabras inexistentes, pero nos dejan una dramática transparencia de luz interior", apunta el biógrafo.
Empeñó tanta vocación en escribir como en acumular amantes que siempre venían con un apellido largo y una fortuna extensa. De todas ellas fue Lou Andreas-Salomé una de las mejor afianzadas. Rilke tenía 21 años y ella 10 más. Por sus manos habían pasado ya Nietzsche, Freud y Mahler. Pero con el poeta alcanzó un punto de combustión que se prolongó durante años. Sus dos soledades combinaban bien, prometiéndose el jamás prometerse nada. Lou entendió que Rilke llegaba, enamoraba y huía dejando unos versos o unas cartas o un algo que mantenía la llama viva: "El amor vive en la palabra y muere en las acciones", decía. También cuenta en la nómina de escogidas Marie von Thurn und Taxis, que le acogió en el castillo de Duino, donde trazó las Elegías. Así se compuso la vida, parasitando.
Rilke se casó con la escultora Clara Wethoff. El matrimonio duró lo que tardó en nacer su única hija. Pero él tenía que seguir huyendo en favor de la belleza y perseguido por el espanto. En el verano de 1921 fijó su residencia permanente en el castillo de Muzot. Le quedaban cinco años de vida. Escribió furiosamente en ese tiempo. Su historia, como cuenta Wiesenthal, tenía ya la épica urgente y prematura de los hombres a contrapelo, de los seres tocados por el inapelable destino de la poesía. Falleció de leucemia el 29 de septiembre de 1926. Tenía 51 años. Y una biografía para la que otros requerirían seis o siete vidas. Poco antes de la despedida fijó su propio epitafio: "Rosa, oh contradicción pura en el deleite/ de ser el sueño de nadie bajo tantos/ párpados". Rainer Maria Rilke, mitad miseria, mitad maravilla. No saber vivir más allá de sí mismo: esa fue su conquista.

El secreto de las rosas

"Rilke, feliz e ilusionado, bajó al jardín a cortar unas rosas. Recordaba los tiempos de Rusia, cuando Tolstoi se perfumaba acariciando las flores. Un pinchazo le hizo sangrar la mano izquierda. Al día siguiente la infección le llegaba hasta el codo...". Así cuenta Mauricio Wiesentahl los últimos meses del poeta. Aquel pinchazo con la espina de la rosa supuso la aparición de los primeros síntomas de la enfermedad que acabaría con el poeta. "Realmente estaba muy enfermo y los pocos amigos que pasaban a visitarlo quedaban asustados. En Muzot solo escuchaba ya los rumores de la oscuridad cerrada". La muerte se la anunció la última rosa del verano.

martes, 19 de noviembre de 2019

"Usted también puede ser caballero medieval y conquistar a una dama" por Javier Bilbao


Hay dos recompensas que nos aguardan, el cielo y el reconocimiento de una dama. (Wolfram von Eschenbach)

Lejos de ser el más extraño pensamiento que jamás dio loco en el mundo —como incomprensiblemente se ha sostenido en alguna ocasión—, convertirse en un caballero andante no solo nos abrirá a una vida repleta de pendencias, batallas, desafíos, requiebros, tormentas y disparates imposibles, todo lo cual suena muy prometedor, sino que además nos volverá i-rre-sis-ti-bles ante el sexo femenino. En estos tiempos en los que están de moda la pomposamente llamada «seducción científica», los manuales y cursillos para ligar, las aplicaciones móviles y webs de contacto presuntamente infalibles… ya va siendo hora de volver a la tradición. Si hace ocho siglos funcionaba, ¿por qué ahora iba a ser distinto? Eso es lo que me propongo en las siguientes líneas, y si al terminar no he logrado que el lector se lance a algún descampado con una cazuela en la cabeza y escoba en ristre a la manera de lanza para retar a quien se cruce, entonces habré fracasado en mi propósito. Pero, según atribuyen precisamente a cierto honorable caballero, «la derrota es botín de las almas bien nacidas», así que me quedaré también satisfecho.
La literatura y el cine han asentado firmemente en nuestro imaginario cómo era un caballero medieval, nos resulta un cliché cultural perfectamente distinguible y, sin embargo, no hay una fecha exacta que diera origen a la caballería ya que, al fin y al cabo, los guerreros son tan antiguos como la propia humanidad. Sí podemos encontrar ciertos hitos históricos que fueron definiendo sus características principales, como por ejemplo la vida de Judas Macabeo. Líder de la revuelta judía contra el rey de Siria y defensor del Templo de Jerusalén en el siglo II a. C., su ejemplo mostraba que se podía servir a Dios empuñando las armas, algo en principio poco compatible con el estricto pacifismo que predicaría Jesús tiempo después. La Europa de finales del primer milenio y comienzos del siguiente vivía asediada por los invasores e infieles y ya no andaba como para ir poniendo la otra mejilla, así que el papa Urbano II dio comienzo a las Cruzadas en el siglo XI, haciendo la vista gorda sobre el «no matarás» si era por una buena causa: «dejad a aquellos que han sido ladrones ser ahora soldados de Cristo, dejad a aquellos que han sido mercenarios por unas pocas monedas de plata conseguir ahora una recompensa eterna». Dicho y hecho. La llamada logró un gran eco y la dedicación a la guerra pasó a contar así con sanción religiosa que añadía gloria celestial a la terrenal, tal como Godofredo de Charny en su Libro de caballería dejó escrito: «¿Qué más puede pedir un caballero que lograr lo mismo que Judas Macabeo, el guerrero del Señor, logró: honor en este mundo y salvación en el otro?». En parecidos términos se expresaba el autor del otro manual de caballería que, junto al citado, definiría el ideal caballeresco, el Libro del Orden de Caballería de Ramón Llull. Se trata, por cierto, de uno de los primeros autores en lengua catalana y patrón de los ingenieros informáticos, ahí es nada, así que bien merece que centremos nuestra atención en él.

Libro del Orden de Caballería

Escrito en el siglo XIII, plasma sobre el papel el código de honor caballeresco definiendo en primer lugar quién es apto y en qué consiste el oficio, el examen que habrá de superar el aspirante a ser armado como tal, la ceremonia de ingreso, el significado de cada arma, las costumbres y el honor que deberán guiar la voluntad de tan distinguido sujeto. En primer lugar el caballero es definido como uno entre mil, alguien más amable, y más sabio, más leal, más fuerte, de más noble ánimo, de mejor instrucción y de mejores costumbres que los demás ¿Reúne usted todas esas cualidades? No se preocupe, pregúnteselo a su abuela y ya verá como le dice que sí. Más complicado es disponer como cabalgadura de lo que define como la bestia más noble y que da nombre al propio oficio, pues a ver qué es un caballero sin caballo. Así mismo, también se requiere disponer de escudero, garzón y vasallos que «aren y caven y limpien de cizaña a las tierras para que den los frutos de que debe vivir el caballero y sus bestias». Respecto al oficio, consiste en primer lugar en que «por fuerza de armas, venzan y se apoderen de los infieles que cada día se afanan en destruir la Santa Iglesia». Aunque no es menos importante mantener y defender a su señor terrenal, así como mantener viudas, huérfanos y pobres. Siempre ha de buscar la justicia y defender al débil, pues «así como el hacha ha sido hecha para cortar los árboles, así el caballero tiene el oficio de destruir a los malvados». Tan elevada misión requiere un constante entrenamiento, que debe consistir en «cabalgar y moderarse; correr lanzas; concurrir con armas a torneos y justas; hacer tablas redondas; esgrimir; cazar ciervos, osos, leones».
Particularmente interesante resulta la parte en la que describe el examen que el escudero aspirante a caballero deberá superar. Afortunadamente para ellos no existían por entonces los departamentos de recursos humanos, así que las preguntas planteadas son en su mayoría bastante razonables y no provocan esa incómoda sensación de estar siendo objeto de una extraña broma, tan común hoy en las entrevistas de trabajo. En primer lugar se ha de preguntar si se ama la caballería y se siente temor de Dios, eso es básico, y a continuación se ha de comprobar que tenga un antiguo linaje, que tenga suficiente riqueza para mantenerse y así no caer en la tentación del pillaje, que tenga buenas costumbres e intenciones, que no sea demasiado joven ni demasiado viejo, que no sea «orgulloso, de poco seso, sucio en sus palabras y en sus vestidos», que no sea demasiado pequeño o demasiado gordo, que tenga buena forma aunque sin necesidad de ser guapo pues, afirma, «si fuesen precisas las bellas facciones, la elegancia del cuerpo, la rubia cabellera, o llevar espejito en la faltriquera, el hijo de un rústico o una hermosa hembra también podría armarse caballero». Y no queremos que eso pase, naturalmente.
Si se logra superar el filtro, entonces llega el solemne rito por el que se es armado caballero. Es recomendable que la fecha coincida con la de alguna otra festividad importante del año para que realce su honor. Pero antes de ese momento debe confesar todos sus pecados, pasar el día previo de ayuno, la noche en vela rezando y evitar en todo momento «escuchar a juglares que cantan o hablan de cosas descompuestas, indecencias o pecado». Por la mañana deberá oír misa y recordar los diez mandamientos y los siete sacramentos. A continuación, «el escudero se debe arrodillar ante el altar, levantando a Dios sus ojos corporales (entendemos que con los de la cara basta) y espirituales y extender sus manos a Él. El caballero le debe ceñir la espada, significando castidad y justicia. Y en significación de caridad, ha de besar al escudero y darle la mejilla, para que recuerde siempre lo que promete y el gran cargo a que se obliga, y del gran honor que el orden de caballería le proporciona». Y ya está. ¡Misión cumplida! ¿A que no era tan complicado?

Torneos y justas

En las líneas previas hemos visto de la mano de Ramón Llull los requisitos exigidos para ser un caballero, a los que añade en dicho libro una serie de consideraciones generales sobre la vida, la moral y la religión en las que ya no entraremos. Pero, debido a ese carácter tan pío, hay un tema que no aborda y seguramente habrán echado en falta, pues es aquello que prometimos al comienzo: y de ligar, ¿qué? Para ello, entre otras cosas, estaban los torneos. Así lo contaba Godofredo de Monmouth en su Historia de los reyes de Bretaña: «Los caballeros miden sus fuerzas en viriles juegos ecuestres que imitan los combates reales, mientras las damas los contemplan desde lo alto de las murallas, estimulándolos a combatir y apasionarse ellas mismas por el juego y sus protagonistas».

Pero después de haber sido armado caballero y antes de poder acudir a un torneo a lucirse, es necesario dotarse de un blasón. Él nos proporcionará honor e identidad, pues hay que tener en cuenta que un guerrero dentro de su armadura resultaba difícilmente reconocible. Cómo saber entonces si se había desempeñado con cobardía o valor —y en tal caso convertirlo en leyenda— si no portaba algún distintivo, tal como las camisetas de los jugadores en los actuales espectáculos deportivos. A ello se dedicó la disciplina conocida como heráldica. Este saber seglar llegó a sofisticarse hasta convertirse en todo un lenguaje, del que sus intérpretes eran los heraldos, encargados de dar cuenta del linaje y los méritos de cada caballero, en definitiva, de escribir la historia (por eso hoy día tantos periódicos se llaman así). Establecieron un número limitado de colores, formas geométricas y animales así como las combinaciones entre ellos que podían ser representadas en un escudo, expresando de tal manera uno u otro mensaje. Hay que tener cuidado en cuáles uno escoge o acepta de quien se los otorga, pues su significado puede ser deshonroso. Así, por ejemplo, el conde de Salisbury otorgó un emblema con tres perdices a un caballero que nombró, identificándole de esa manera como un sodomita. Los heraldos, pues, se convirtieron en figuras relevantes dentro de la corte, que además servían de mensajeros entre los caballeros y entre estos y las damas a las que intentaban seducir. Con ellos tomó forma el amor cortés.
De manera que una vez se es caballero y se porta un digno emblema, ya solo falta darse a conocer en los torneos. Pese a la oposición de la Iglesia, estos adquirieron una gran popularidad a lo largo y ancho de la cristiandad a partir del siglo XII. Se celebraban en campo abierto, a medio camino entre dos municipios, para contar con el espacio suficiente para las justas, que podían congregar a varios cientos de contendientes y muchos más espectadores, así como para los mercadillos, bailes y demás espectáculos que acompañaban al evento. En Los cuentos de Canterbury de Chaucer, podemos leer una vívida descripción en «El cuento del caballero»: «Los heraldos se retiran y suenan las trompetas y clarines. Sin más preámbulos, las lanzas se ponen en ristre con seriedad mortal para el ataque, y todos los contendientes clavan sus espuelas en los caballos. Pronto se verá quién sabe justar y cabalgar mejor. Las varas vibran al chocar contra los gruesos escudos, y alguno siente el empuje de una lanza que penetra en su costillar. Las lanzas saltan veinte pies por el aire; se desenvainan las espadas, que lanzan destellos de plata; los yelmos son heridos y destrozados; la sangre brota en forma de ríos rojos y los huesos quedan quebrados por las pesadas mazas». Parece entretenido, al menos para los espectadores. Aunque también es descorazonador lo arduo y peligroso que resultaba llamar la atención de las chicas… Si, como citábamos al comienzo, el reconocimiento de una dama era comparable al cielo, muchos, por intentar lograr el primero, fueron directos al segundo. En el torneo de Neuss de 1241, por ejemplo, se dice que murieron ochenta caballeros. Eran, al fin y al cabo, un entrenamiento para la batalla, así que por fuerza debían ser violentos, aunque hubo también una voluntad de que fueran civilizándose, introduciendo reglas de enfrentamiento y exigiendo el uso en ellos de armas rebajadas, es decir, sin punta ni filo. Si los torneos eran pequeñas batallas entre dos bandos, las justas eran duelos individuales donde lo más valorado era descabalgar al oponente, después, romper una lanza (de ahí la expresión actual) y, en tercer lugar, golpearle en el yelmo.
Ese aspecto de representación fue afianzándose con el paso del tiempo: para el siglo XV —cuando ya se aproximaba su declive por la profesionalización y el avance tecnológico de la guerra— tanto las vestimentas como las ceremonias que tenían lugar en los torneos estaban fuertemente inspiradas en las novelas y muy especialmente en lo que se conoce como Materia de Bretaña, que es el conjunto de leyendas en torno al rey Arturo y los caballeros de la Mesa Redonda. La realidad, una vez más, imita al arte. Citábamos al comienzo a Cervantes, cuando definía la iniciativa de su protagonista como «el más extraño pensamiento que jamás dio loco en el mundo». Seguramente tendría razón en considerar que no estaba en su sano juicio, pero la pretensión de don Quijote de comportarse de acuerdo a lo que había leído en los libros no era distinta de la que previamente habían seguido muchos otros. Tanto Ramón Llull como los escritores de novelas de caballerías describieron en parte una realidad, pero también estaban creándola, al ser tomados desde entonces como referencia. En palabras del medievalista Maurice Keen, la caballería era —aunque en parte y sin olvidar otros aspectos, aclara— «un sistema de formas, palabras y ceremonias que proporcionaban unos recursos gracias a los cuales las personas de noble origen podían suavizar la crueldad de la vida adornando sus actividades con el brillo de oropel tomado de una novela». Esa inclinación del Caballero de la Triste Figura por ver gigantes donde hay molinos, por mitificar la vida, en definitiva, fue propia del conjunto de la caballería y, si me apuran, de una u otra forma, también de toda la humanidad. Así que si salen ahí fuera decididos a ser caballeros andantes, sí, puede que estén locos, pero no serán los únicos.