Empezaré por José Luis Cuerda, que
se fue de Albacete a Madrid porque su padre ganó un piso en una timba. Allí un
día el hombre sentó a la familia en un sofá y se quedó mirándolos a todos
mientras se encajonaban en silencio. Al cabo de cinco minutos habló: “Estoy
pensando en comprar un coche y quería saber si vosotros sabéis ir en uno”.
Finalmente lo compró: un 600 rosa.
Con los años Cuerda quiso contar con Fernán
Gómez en su primer trabajo. El agente del actor le escribió aceptando la
oferta con un par de condiciones: “Mi representado no puede leer seguidas más
de 31 líneas de diálogo y no hará al día más de un folio y medio de rodaje”.
Cuerda transigió: “Todos sus diálogos son inferiores a 31 líneas salvo uno que
tiene 32. Y nunca rodará más de un folio y medio al día salvo uno que haría un
folio y medio mas tres líneas”. “Por razones obvias”, contestó el agente, “mi
representado no participará en la película”.
José Luis Cuerda, servilleta atada a la
camisa, embromador y jocoso como un gran Falstaff, habla en un restaurante de
Pontevedra mientras disfruta de su sanclodio, que imagino pisado por él en
grandes capachos de sus viñedos. Una hora antes recordaba a Luis Ciges, que
apareció un día en el rodaje hecho polvo porque su mujer le había pedido el
divorcio, “y lo peor es la razón que me ha dado: que quiere una vida mejor;
¡nos ha jodido!”. Berlanga se fue con la División Azul a Rusia y una noche
le tocó hacer guardia en medio de la estepa. Imbuido de heroicidad, permaneció
con los ojos muy abiertos mirando hacia el horizonte con el fusil en alto. “Era
tal la oscuridad que más que a los rusos tenía miedo a Drácula”, le dijo a David
Gistau. Cuando empezó a amanecer en aquel páramo nevado se dio cuenta que había
pasado la noche delante de una pared. Cuerda hizo Amanece, que no es poco,
una de las rarezas más exquisitas del cine español, resumen casi
armonioso de aquella España de la que procedían sus antiguos cómicos (“un hombre
en la cama es un hombre en la cama”, le advierte un padre a su hijo cuando les
toca dormir juntos). Ciges vivía en el cruce de Marqués de Aranda con Ferraz, y
cuando se aburría salía con un amigo a la terraza a ver accidentes: “Es el
cruce en el que más choques hay de Madrid”, decía mientras veía a señores
haciendo aspavientos al lado de dos coches empotrados.
Aquella España, sí. Pero es abril de
2008. Ha muerto hace un mes Rafael Azcona. “La mejor persona que yo he
conocido en mi vida”, dice Cuerda. “El cerebro más despierto, la ética más
estricta. Siempre digo que las dos mejores películas de la Historia son Plácido y El
apartamento. Porque miran de frente a la condición humana, al hombre. A su
misma altura”. En eso tenía que ver la máxima de Azcona, que decía que los
cineastas españoles no eran mejores porque viajaban en taxi, no en autobús. Él
decía que había que mezclarse con la gente, estar al pie de la calle y
curiosearlo todo. “Yo de lo que abomino es de esas películas en las que durante
hora y media te torturan con problemas irresolubles, y luego, en los metros
finales, la cosa se arregla por arte de birlibirloque para que nos vayamos a
casa tan contentos. ¡Qué estupidez, esa del final feliz como garantía del
taquillazo! ¿Lo tiene Romeo y Julieta?”, dijo a la revista Kane 3.
El padre de Azcona se llamaba Dionisio y
era sastre además de cojo, miembro de una cuadrilla llamada los Cojos Toreros;
aunque la familia pasó muchas penurias, en casa se cosía y se planchaba
cantando zarzuelas.Bernardo Sánchez Salas, en el prólogo al libro Por qué
nos gustan las guapas (Pepitas&Pimentel, 2012), primera de las tres
partes de la obra completa de Azcona en La Codoniz, recuerda que con 14
años estuvo a punto de entrar de mancebo en la farmacia de Jesús González
Cuevas, en su Logroño natal. Para entonces el chico Azcona se escribía cartas a
sí mismo en las que fantaseaba poniéndoles fecha del futuro y situándolas en
lugares exóticos, como Honolulu, 1 de junio de 1979. El chico pintaba y
escribía, y casi desde el primer número compraba La Codorniz, lo que le
llevó al humor, pues él, diría después, había empezado escribiendo versos
porque una señora rubia no le hacía caso.
“Cuando estábamos con el guión de La
lengua de las mariposas, yo escribía una escena en la que una mujer apoyaba su
espalda en la pared y se le escapaba una lágrima”, dice Cuerda. “¿Una
lágrima?”, saltaba Azcona: “¡una mierda!”. Al autor de la trilogía Nacional o
La vaquilla se le sobreentienden ciertas maneras. Como que enEl bosque animado Cuerda
sugiera acercar la cámara a un cadáver y Azcona, piadoso, diga: “Déjala estar,
que bastante tiene con lo suyo”. No haber visto Plácido es no haber
entendido nada de este país y estar en él por estar, como un turista. España es
un lugar en el que siempre hay un inocente persiguiendo a alguien para que le
dé una fortuna con la que pagar la letra del motocarro. Un país en el que quien
va al trabajo como al matadero es el verdugo. Un sitio en el que la
aristocracia decadente, en su lecho de muerte, pide que entre el servicio, “que
les encantan estas cosas”. Ese país que Azcona escribió era el que no se podía
fingir, porque lo hacían las cerebros más insolentes y prodigiosos de Madrid,
que no era Madrid sino lugar de reunión, por eso en los cafés años antes se ponían
y se quitaban reyes, y en 1965 Raúl del Pozo lamentaría al volver del
entierro de Ruano: “No lo pasaremos tan bien hasta que se muera Azorín”.
Azcona decía que sin humor habríamos
desaparecido. Solía citar a Samuel Johnson: “Todo aquel que escriba una línea
sin haber dinero de por medio es un insensato”. ¿Y es necesaria la escasez de
medios o incluso la censura para afilar el ingenio?, le preguntaron una vez.
“Eso es una falacia. No creo que a la hora de engendrar un hijo, y por el bien
de la criatura, haya que machacarle al padre un testículo”.
Juan Cruz lo trató a partir de 1996.
Siempre hay un momento en la vida de los hispanohablantes en que los trata Juan
Cruz, un rito parecido al de la primera comunión, y Juan Cruz los exprime en
anécdotas como si fuesen zumo dorado. Suele escribirlo después hermosamente si
tiene el día fértil, y a Azcona le dedicó un texto
estupendo, vibrante, desestereotipado. “El tiempo me devolvió un
Azcona distinto a aquel misántropo que mi imaginación había dibujado. Al
contrario, era un ser muy delicado con los otros, pugnaba por hacerlos felices
y rara vez podías verle resentimientos, resquemores u odios. Es de una
generación de hombres complejos —Rafael Sánchez Ferlosio, Ignacio Aldecoa, Dionisio
Ridruejo— que la historia dotó de contradicciones internas que les
llevaron al ensimismamiento, el desencanto o el alcohol; lo que había alrededor
era una ruina, y a veces una ruina de la inteligencia, y ese ambiente que no
era metafórico sino duro y real como una escarpia, a él lo dejó igualmente
risueño, descreído pero profundo: miró alrededor y hacia adentro para retratar
una sociedad difícil desde el humor; comenzó a ejercerlo donde entonces se
podía, en los cafés y en La Codorniz; (…) se resistió en Madrid como
gato panza arriba y no regresó a ningún regazo de Logroño: siguió adelante,
como un apátrida, como un alma desprovista de banderas. Un día le pregunté:
“Rafael, ¿y no te vas de vacaciones?”. “¿Yo? Si ya me fui de Logroño”.
En los primeros años de la capital lo
escribió todo, hasta las revistas de decoraciones. Entró en La Codorniz,
donde se multiplicó escribiendo y dibujando como Azcona, Arrea, Profesor
Azconovan, Az o Repelente, en honor a su saga más exitosa: El repelente
niño Vicente. Allí desplegó las alas como un cormorán de vuelo inmediato y
veloz, siempre ácido, a medio camino entre la biografía y el delirio, con
textos disparatados y tiernísimos que despegaban solos a la primera línea,
cuando no antes. “Siempre me ocurre lo mismo; apenas soy presentado a alguien,
el interfecto me dice: “Hombre, ¿y cómo no se llama usted Pepe?”, empieza en Por
qué no me llamo Pepe. En Recuerdos de un hijo único cuenta cómo jugaba con el
cadáver de su abuelo hasta que se estropeó, cómo martilleaba a su tía Eulalia o
le quemaba el bigote a su abuela con gasolina. “No hay mayor dolor que recordar
el tiempo feliz de la miseria”, escribió este genio. “En La Codorniz nadie
se atrevió nunca a mirar así. Toda la cuestión era una forma de mirar. Y Rafael
consistía en una mirada, en unas gafas que iban rectificando el foco”, dice Sánchez
Salas.
Entre sus consejos a literatos jóvenes,
el profesor Azconovian empieza advirtiendo que entre ellos “se ha extendido la
costumbre de no comer con regularidad. Craso error” y sigue lamentando que los
escritores novatos se enamoren de “señoritas muy decentes, muy buenas y muy
limpias, pero pobres como imbéciles. Crasísimo error”. Para hablar del sentido
del humor de aquel tiempo suyo en el que empezaba hacerse un nombre refería una anécdota que
contaba Agustín de Foxá sobre un padre viendo una corrida de toros en
compañía de su hija de cinco años. La niña coge una gran rabieta y el padre le
dice para consolarla: ‘No llores, tonta, mira como el toro le saca las tripitas
al caballito”. A su muerte David Trueba lo recordó en El
Mundocomo un sindiós: “Solía decir: ‘Cuando yo muera, tirad mi cadáver por un
terraplén y, a ser posible, que se lo coman los cerdos; pero nada de agua
bendita”. Esto era porque no le preocupaba morir, que solo provoca
trastorno a los que quedaban, sino la enfermedad: “lo desvalido, lo vulnerable,
lo asqueroso, lo obsceno que te hace”.
Por qué nos gustan las guapas es la
montaña de escritura que Azcona acumuló en La Codorniz, sencilla y fácil,
irregular, tan cristalina que enamoró a Ferreri para meterlo a hacer
guiones. Es un humor surrealista a veces en textos breves que juntos, incluidos
sus ripios, funcionan como montaña rusa. Es la década de los 50 bajo la
mirada aterrada y compasiva de Rafael Azcona. “No he formado parte nunca de eso
que ahora se llama la juventud. Nosotros lo que queríamos era ser mayores”, le
dijo hace doce años a una de las mejores periodistas de España, Cristina
Fallarás, escritora de prestigio y por ello metáfora profundamente azconiana
del país: a punto de ser desahuciada y viviendo por debajo del umbral de la
pobreza. “¿Está enganchado a algo?”, le preguntó ella. “A la jodida vida”.
Cuerda está a los postres. Tenía razón
Azcona con eso de no subirse al taxi y pasear o montarse en el autobús, dice de
repente. “El otro día caminaba al mismo paso que dos tíos y uno de ellos le
estaba diciendo a otro: ‘Te voy a meter una patada en los cojones que te voy a
arrancar la cabeza, no sé si me explico’. Ese ‘no sé si me explico’. Pura
literatura”. Recordamos una frase de Manuel Vicent: “No existe el miedo al
folio en blanco, sino al escrito”, que me trajo a su manera otra de Azcona, a
quien le preguntaban si se alarmaba por las noticias del consumo de drogas de
la juventud: “Eso es porque la televisión no podrá dar nunca la noticia de que
hoy no se ha drogado nadie”. De todos nuestros jóvenes cadáveres fue al que más
ganas se me quedaron de conocer en vida, porque de Umbral algo sé por
Gistau, que lo acompañaba en la dacha cuando María España se iba y el
viejo escritor se quedaba mirando fijamente al joven: “¿Tú me harías la
merienda?”.
Si a algunos el cine español les parece
malo no es porque lo sea, sino porque no lo escribe Azcona; ponga usted a un
malagueño a pintar después de Picasso. El cine español es difícil de
hacer, sobre todo la comedia, que es cuando se radiografía un país en su
versión final, como si todos los géneros condujesen a la compasión y por tanto
a la verdad. A mí España no me parece tan disparatada como la que leía, pero no
sé si porque se la espera o se espera a Azcona, que era el que mejor la miraba.
Debió dejar las gafas en herencia, y de paso el bonobús.
Murió el Domingo de Resurrección. No le
hizo feliz el cine ni nada. De hecho, se preguntaba dónde estaba escrito que el
hombre tuviese derecho a ser feliz.
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