martes, 21 de enero de 2014

¿Preocupan a los dirigentes políticos los problemas de sus ciudadanos? de Javier Bilbao

Un artículo excelente sobre la corrupción que el poder desarrolla 
en los individuos que llegan a él y sus consecuencias nefastas 
para los ciudadanos.
Benito Mussolini (DP)
Benito Mussolini (DP)
Analizaré todas las pruebas adicionales que confirmen la opinión que 
ya me he formado
. (Hugh Molson, parlamentario británico)
Sospecho que muchos lectores al ver el título habrán dado la misma respuesta 
y con similar vehemencia. Y es que basta echar un vistazo a la historia para 
comprobar la preeminencia en casi todas las épocas y lugares de élites 
extractivas, cuando no directamente criminales. Ya saben, aquello de Stalin 
sobre que un muerto es un drama pero un millón es una estadística. 
Una frase que refleja la indiferencia del poder ante el sufrimiento de las masas 
gobernadas y cuyo único inconveniente es que su atribución es errónea. La que 
sí es cierta es otra de Mussolini acerca de que para negociar en una 
conferencia internacional antes «necesitamos poner unos cuantos miles de muertos 
en la mesa». O la mucho más reciente de Taro Aso, ministro 
de finanzas japonés, pidiendo a los ancianos que «se den prisa en morir» 
porque sale caro mantenerlos. Los ejemplos serían innumerables, pero la constante 
es considerar a las personas poco más que fichas de un juego que pueden ser 
utilizadas y sacrificadas al servicio de sus líderes. 
¿Por qué? La primera razón, y la más obvia, está en que el ascenso al poder ha 
sido siempre una competición despiadada en la que triunfa aquel con menos 
escrúpulos. Lo hemos visto infinidad de veces y la ficción a menudo también se 
ha hecho eco de ello: ya fuera uno un emperador romano, un aspirante al trono 
retratado por Shakespeare, un senador interpretado por Kevin Spacey 
un concejal de Cascajales del Páramo, la lucha por trepar siempre acaba dejando 
cadáveres por el camino. Ver en un informativo a cualquier dirigente político 
henchido de satisfacción en su flamante nuevo cargo es contemplar el resultado 
final de una larga sucesión de zancadillas, regates, mentiras, compromisos con 
unos y con sus opuestos y traición a las propias convicciones si es que 
alguna vez las tuvieron. De ahí que a menudo resulte tan poco grato verlos y 
escucharlos, es lo que ha quedado tras una implacable selección de los más 
aptos. Aunque el problema es determinar para qué son aptos exactamente, si 
para gobernar o solo para ascender en jerarquías.Pero hay una segunda razón 
que, añadida a la anterior, termina de dibujar un paisaje un tanto desolador. 
Si el resultado de tal selección es el que vemos, si Carlos FabraPepe Blanco o 
Miguel Ángel Rodríguez —por poner algunos ejemplos al azar, aunque cada 
lector tendrá sus favoritos— no son necesariamente las mentes más preclaras 
de su generación, ni puede que tampoco estén entre lo más admirable que 
se pueda encontrar en España, una vez lleguen al poder este no les hará 
sacar lo mejor de sí mismos. Muy al contrario. El biólogo y psicólogo 
evolucionista Robert Trivers, considerado por la revista Time uno de los 
cien pensadores y científicos más importantes del siglo XX, sostiene al respecto 
que:
Cuando la gente experimenta la sensación de poder se siente menos inclinada a 
contemplar el punto de vista de los otros y es proclive a tomar en cuenta su 
propio pensamiento exclusivamente. En consecuencia, se reduce su capacidad 
para comprender cómo ven las cosas los demás, cómo piensan y sienten. 
Entre otras cosas, el poder causa una especie de ceguera hacia los otros.
Esto es algo que cualquiera puede constatar hablando con su jefe, pero lo 
interesante es poder contrastar tal afirmación bajo las condiciones controladas 
de laboratorio. Un peculiar experimento que describe Trivers al respecto 
consistió en organizar dos grupos; al primero se le pidió que escribiera 
durante cinco minutos acerca de alguna situación que recordasen en la que se 
sintieron con poder y mientras tanto se les regalaron unas golosinas. El segundo 
debía rememorar una situación opuesta y además se quedaron sin golosinas, solo 
podían expresar qué cantidad de ellas esperaban recibir. A continuación se pidió 
a los miembros de ambos grupos que escribieran sobre su frente la letra E y unos 
participantes la pusieron en el sentido en el que ellos la verían y otros en el sentido 
en el que un observador ajeno pudiera leerla. Lo curioso es que esta última 
opción fue hasta tres veces más común en el segundo grupo. Es decir, el poder te 
convierte precisamente en el tipo de persona que no debería tener poder.
«Yo soy Churchill y Sadam es Hitler»
David Owen es un neurólogo, exministro y actual miembro de la Cámara de los 
Lores que conoció Tony Blair antes de que llegase al poder, mantuvo con 
él un contacto regular desde entonces y observó críticamente su deriva a medida 
que fue implicándose más y más en la guerra de Irak de 2003. Así que a partir 
de toda esa experiencia personal y profesional ha definido lo que denomina 
el Síndrome de Hybris, un mal que afectaría a muchas políticos una vez llegan al poder 
y que se caracteriza básicamente por la autoconfianza excesiva y, en último 
término, por la pérdida de contacto con la realidad. Lo que suele traer 
finalmente consigo consecuencias desastrosas para sus gobernados: es la 
némesis que viene tras la hybris, siguiendo el símil de la mitología griega. 
Para ello ha definido catorce síntomas, de los que bastaría padecer tres o 
cuatro para obtener ese diagnóstico:
1º – Inclinación narcisista a ver el mundo como un escenario en el que pueden 
ejercer el poder y buscar la gloria, en vez de como un lugar con problemas 
que requieren un planteamiento pragmático.
2º – Predisposición a realizar acciones que den una buena imagen de ellos.
3º – Preocupación desproporcionada por la imagen y la presentación.
4º – Forma mesiánica de hablar.
5º – Identificación de sí mismos con la nación.
6º – Tendencia a hablar de sí mismos en tercera persona o en plural mayestático.
7º – Exceso de confianza en su propio juicio y desprecio por consejos y críticas 
ajenas.
8º – Exceso de confianza en su propio poder y en lo que puede llegar a lograr.
9º – Creencia de que solo deberán rendir cuentan no ante la opinión pública sino 
ante Dios o la historia.
10º – Creencia de que en tal tribunal serán justificados.
11º – Comportamiento irreflexivo e inquieto.
12º – Aislamiento y pérdida de contacto con la realidad.
13º – Obstinación en la creencia de la rectitud moral de su política, al margen de las 
consecuencias.
14º – Falta de atención al detalle y a la puesta en práctica, al plantearse únicamente 
una visión general, lo que acaba conllevando el fracaso de su acción política.
En España esta clase de extravío mental lo hemos conocido bien en sucesivos 
gobernantes, lo que popularmente se denomina como «síndrome de la Moncloa». 
En ese sentido resultan llamativos los paralelismos entre Blair y Aznar a partir del 
perfil que describe Owen del primero en su libro En el poder y en la enfermedad
Nuestro expresidente, por su parte, quería situarnos en la historia, un propósito 
alejado de los mucho más mundanales intereses de buena parte de sus gobernados. 
Como en la imagen que abre el artículo, estos pasan a convertirse en una masa cada 
vez más amorfa y lejana que solo sirve de telón de fondo para un gobernante situado 
en primer plano. Blair mientras tanto se comparaba a sí mismo delante de los funcionarios 
nada menos que con Churchill: ya no era la opinión pública quien lo juzgaba, sino la historia. 
Dijo Aznar en cierta ocasión que admiraba de Bush su utilización sin complejos del poder. 
Es decir, que fuera capaz de desatar una guerra, que es la demostración máxima del poder. 
Ya conocemos lo que vino después. Proclives a tomar en cuenta su propio pensamiento 
exclusivamente, el presidente estadounidense y sus aliados imaginaron una guerra 
quirúrgica sin apenas dificultades, ¿Acaso alguien o algo podría obstaculizar su exhibición 
de fuerza? Pero finalmente acabarían provocando, según coinciden varias estimaciones, 
más de cien mil muertos. La guerra de Irak fue un fenómeno claramente identificable de 
hybris, de ceguera provocada por el poder, aunque por supuesto no ha sido el único 
en la historia reciente. Es gradual, afecta en mayor o menor medida a cada uno y con 
diferentes consecuencias en cada caso. Como dice Owen:
El poder es una droga dura que no todos los líderes políticos tienen el firme carácter 
necesario para contrarrestar: una combinación de sentido común, sentido del humor, 
decencia, escepticismo e incluso cinismo que trate el poder como lo que es, una 
privilegiada oportunidad para servir y para influir —y en ocasiones 
determinarla la marcha de los acontecimientos.
¿Pero cómo podríamos distinguir a sus potenciales víctimas? ¿Cómo neutralizarlos 
antes de que acaben causándonos daño? ¿Hay otras opciones aparte de pedirles 
que se escriban una E en la frente? Las democracias, con su división de poderes y su 
elección y escrutinio público de los gobernantes limita el problema, pero como 
vemos no lo elimina. Podemos escoger entre unos pocos candidatos a menudos 
solo dos pero como señalábamos al comienzo el proceso de selección por el que 
han llegado a ese papel de candidatos escapa a nuestro control, y a la vista de los resultados 
no parece que fomente la excelencia. Por ello a menudo se reclaman listas abiertas y 
primarias en los partidos. Los candidatos se verían menos doblegados a sus jerarquías 
partidistas, podrían sentir entonces una mayor afinidad a los intereses no de su 
partido, sino de los ciudadanos. Podrían llegar a lo alto habiendo resultado 
menos corrompidos por el camino. Aunque podría suponer también un aumento de la 
impostura, de la pose. Queriendo evitar a los profesionales de la burocracia partidista, 
acabamos en manos de profesionales de la interpretación. El mencionado Blair en cierta 
ocasión se presentó en público con lágrimas en los ojos para hablar de un trágico suceso 
en el que un perturbado disparó a varios niños en un colegio. El país entero quedó 
conmovido por la noticia y por la cercanía que mostraba su primer ministro con las 
víctimas. Pero unos cuantos días después, para abordar si no recuerdo mal 
unas preguntas en el parlamento por dicho asunto, Blair volvió a mostrarse lloroso. 
Lo que antes parecía empatía ahora sonaba a impostura, a representación mediática. 
Mucho más recientemente y ya en nuestro país, tuvimos la ocasión de oír a 
Elena Valenciano, vicesecretaria del PSOE: «Cuando acabé de visitar la valla de 
Melilla me tuve que esconder detrás de un árbol porque me puse a llorar, 
porque lo que allí se ve es terrorífico». ¿Realmente alguien puede echarse a llorar por ver 
una valla? Tanta ostentación de humanidad acaba resultando sospechosa… En fin, la 
cuestión no es sencilla.
Querría concluir mencionando un experimento realizado en 1964 por el investigador 
Jules H. Masserman con monos rhesus. Pusieron al alcance de uno de ellos una 
cadena que si tiraba de ella le proporcionaba comida, pero también una descarga 
eléctrica a uno de sus compañeros. Los monos al descubrirlo simplemente dejaron de 
tirar de la cadena. Uno de ellos llegó a estar doce días sin usarla, muriéndose de hambre, 
con tal de no perjudicar con su acción a otro macaco. De manera que sentir algo de 
empatía no debe de ser entonces tan complicado, incluso para las personas que 
ostenten el poder, así que no todo está perdido.

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