Descartes comenzó su Discurso del método con aquella célebre sentencia en torno a que el sentido común es la cosa mejor repartida del mundo, pues todos creen estar bien provistos de él. Solo le faltó añadir que quienes están faltos de tal cualidad son lo segundo mejor repartido, dado que no hay pueblo, aldea o villorrio en el mundo que carezca de su particular tonto. En todos hay uno y nada más que uno es designado oficialmente así, pues estamos ante una institución como pueda serlo el alcalde o el cura; un cargo que ha ido legándose una generación tras otra, tal como nos lo contaba Camilo José Cela en un relato titulado precisamente El tonto del pueblo. Allí nos narraba el conflicto sucesorio entre Blas y Perejilondo con la gravedad de quien hablase de los Borbones y los Austrias. Si bien el primero «era un tonto conspicuo, cuidadosamente caracterizado de tonto; bien mirado, como había que mirarle, el Blas era un tonto en su papel, un tonto como Dios manda y no un tonto cualquiera de esos que hace falta un médico para saber que son tontos», contaba con el entendimiento suficiente para respetar la tradición y ser consciente de que tan particular trono no debía ser usurpado sino heredado, de manera que «merodeaba por el pinar o por la dehesa, siempre sin acercarse demasiado, mientras esperaba con paciencia a que a Perejilondo, que ya era muy viejo, se lo llevasen, metido en la petaca de tabla, con los pies para delante y los curas detrás. La costumbre era la costumbre y había que respetarla». ¿Qué hacía mientras tanto? Pues algo muy común en este gremio, recoger colillas del suelo para guardarlas en una lata que una vez llena entregaba a Perejilondo, hasta que a este le llegó la hora y Blas no pudo contener la alegría dando saltos y vueltas de carnero en un prado. Aunque al retomar posteriormente su tarea recolectora de colillas le invadiera una extraña sensación: ahora eran de su propiedad…
Este costumbrismo castizo podría llevarnos al equívoco de que el tonto del pueblo es una institución española. Nada más lejos. En el ámbito anglosajón disponen de un rol social perfectamente equivalente denominado village idiot, al que los Monty Python dedicaron un sketch. En él veíamos a uno de estos especímenes agitándose espasmódicamente y chillando incongruencias cada vez que un vecino se aproximaba y le daba una limosna. Una vez a solas, recuperaba la compostura y dirigiéndose a los espectadores con la mayor seriedad académica imaginable nos explicaba cómo su labor, así como la de sus ancestros familiares durante los últimos cuatro siglos, proveía a la comunidad de un valioso servicio psicosocial. Al fin y al cabo, pensémoslo un poco: es posible que haya pueblos sin párroco, e incluso sin alcalde, pero ¿cómo los habría sin un tonto oficial? Gracias a él los lugareños pueden exhibir su compasión o su puntería, divierte a la comunidad con sus excentricidades y, llegado el caso, le sirve de chivo expiatorio a falta de mejor culpable para cualquier calamidad, en el ámbito educativo tiene una finalidad disuasoria equivalente al hombre del saco y con su contraste nos permite sentirnos normales, integrados e incluso sabios. El beneficio para los distinguidos con tal prerrogativa tampoco es menor: eximidos de responsabilidad sobre unos actos que escapan a su voluntad o entendimiento, el castigo o la venganza que podrían sufrir por su extravío deja paso a la comprensión piadosa. En definitiva, si el tonto del pueblo no existiera, habría que inventarlo. Ahora bien, si es ubicuo y es necesario, ¿es también atemporal?
En el ámbito islámico desde el siglo VII está extendida la idea de que locos e idiotas deben tratarse con respeto, ya que tienen su mente en el cielo mientras su cuerpo se desenvuelve entre los mortales. Una idea que no resulta ajena al cristianismo, ahí tenemos por ejemplo al patrón de los titiriteros, Simeón el Loco. En los pueblos a la hora de poner motes a los vecinos ya sabemos que raramente se da puntada sin hilo, y es que este hombre vivió con su madre hasta los treinta años, cuando se sintió llamado para más altos fines o quizá, como el bueno de Blas, fue cuando heredó el cargo. Desde entonces pasó a caminar desnudo por las calles, lanzando flatulencias sin decoro alguno, manoseaba a las mujeres en el templo al menor descuido, en cierta ocasión intentó curar a un ciego echándole mostaza en los ojos e incluso a veces paseaba arrastrando un perro muerto. Tanto esmero puso en ser el tonto del pueblo que acabó santificado, para que vean la importancia que puede llegar a tener cumplir bien este rol social.
En la Edad Media el loco era considerado un «peregrino de Dios», aunque las explicaciones sobrenaturales a tales comportamientos tuvieron que pujar con aquellas que encontraban una causa estrictamente fisiológica, basada en la teoría hipocrática de los cuatro humores. Un tratamiento protocientífico que no representó precisamente una mejora dados los métodos correctivos aplicados, que iban desde la trepanación craneal hasta las sangrías. Pobre del desdichado a quien pretendiesen curar… a quien aún le iría peor desde la instauración del primer manicomio del mundo en Valencia el año 1410. Su fin no podía ser más loable, pues su fundador, fray Juan Gilaberto Jofré, vio un día a unos jóvenes apedreando a un enfermo mental y pensó en un «Hospital de Ignoscents, Folls e Orats». El resultado terminaría dejando que desear, en primer lugar porque tiempo después el hospital sufrió un incendio en el que murieron todos los internos, y porque su ejemplo difundiría la idea moderna de confinar a todos los locos en centros equiparables, sin apenas tratamiento y en condiciones casi siempre infrahumanas, como Foucault recogería en su clásico estudio Historia de la locura. Por ejemplo, en una fecha tan tardía como 1815 el hospital de Bethlehem exhibía cada domingo a los locos furiosos por un penique y algunos carceleros adquirieron reputación al lograr mediante latigazos que sus pacientes realizaran toda clase de piruetas.
Pero no es este un recorrido por el tratamiento médico de los enfermos mentales, sino por su rol social y cultural. Así que regresemos al siglo XV, en el que esa idea de apartar a los locos de la sociedad va tomando forma en diferentes ámbitos, también en la ficción. Surge así en 1492 La nave de los necios, de Sebastian Brant, un libro —o tal vez sería más apropiado denominarlo cómic— de tono carnavalesco, en el que mediante una serie de viñetas parodiaba los vicios inherentes a cada gremio o estamento y a la humanidad en general. Para ello sitúa la acción en el país de la Cucaña, un lugar de fiesta constante en el que un día los perturbados vestidos con ropajes de bufón son embarcados con destino a Narragonien, el País de los Locos. Cada uno de ellos encarnaba un defecto del comportamiento, así que esta obra moralista y satírica tuvo una gran acogida, y las ediciones y copias se sucedieron a lo largo del siglo siguiente. También serviría de inspiración al cuadro La nave de los locos, del Bosco.
Curiosamente no era una obra del todo ficticia, pues especialmente en Alemania resultaba frecuente que los locos fueran expulsados de las ciudades, tal como explicaba Foucault en la obra que mencionábamos antes: «En Fráncfort, en 1399, se encargó a unos marineros que libraran a la ciudad de un loco que se paseaba desnudo; en los primeros años del siglo XV, un loco criminal es remitido de la misma manera a Maguncia. En ocasiones los marineros dejan en tierra, mucho antes de lo prometido, estos incómodos pasajeros; como ejemplo podemos mencionar a aquel herrero de Fráncfort, que partió y regresó dos veces antes de ser devuelto definitivamente a Kreuznach». Así que el Renacimiento trajo consigo el alejamiento, la reclusión y, en definitiva, la eliminación del loco, del tonto, como un personaje distintivo de la vida social. Además, las grandes ciudades, como sabemos quienes vivimos en una de ellas, proporcionan un anonimato en el que los seres más extraños pasan desapercibidos en la masa… al menos hasta que se te sientan lo suficientemente cerca en el metro, o se sitúan a tu lado en algún baño público y descubre uno lo que da de sí la diversidad humana.
No obstante, las localidades pequeñas, pese al empuje de la modernidad, lograron a menudo mantenerse al margen. En ese hábitat pudo conservarse el tonto del pueblo con todas sus características, del que logra un estupendo retrato el documental Il Solengo. Mediante entrevistas a los habitantes de un pueblo próximo a Roma llamado Vejano, reconstruye la vida a veces cómica y otras dramática de Mario de Marcella, del que, como ocurre invariablemente con estos personajes, terminan fundiéndose realidad y mito. De él desgranan infinidad de historias, como que, si al encontrártelo saludaba él antes, lo hacía con alegría, pero si era uno quien le daba en primer lugar los buenos días, respondía de forma imprevisible, incluso bajándose los pantalones y dejando un pestilente regalo. ¿Verdad o leyenda? Qué importa al final si se convierte en fuente inagotable de anécdotas con las que entretenerse en un lugar en el que la vida transcurre sin apenas novedades y si ejerce, tal como nos cuentan esos vecinos, de chivo expiatorio que permite evitar disputas entre los habitantes sobre quién hizo cualquier fechoría, a modo de lubricante del engranaje social. Para todo ello está el tonto del pueblo, una institución merecedora de los más altos honores. Sirva este texto de pequeño homenaje.