jueves, 1 de agosto de 2019

"Herman Melville: historia de un visionario" por Rafael Narbona


Moby Dick es un clásico porque aborda los grandes temas que nunca han dejado de preocupar al ser humano: la amistad, la educación, el tránsito hacia la madurez, la lucha entre el bien y el mal, la existencia —o ausencia— de Dios, la política y el orden social, el conflicto entre civilización y naturaleza. Moby Dick es la historia de un frustrado deicidio. La gesta del Pequod anuncia la pérdida definitiva de la confianza en la providencia divina. Ajab es un nuevo Adán, pero no representa un comienzo, sino el ocaso de la esperanza, el fin de las certezas, la hegemonía del polvo sobre la vida, de la nada sobre el ser. Moby Dick no es el mal, sino ese Dios que ha abandonado al hombre a su suerte, acordándose únicamente de él cuando se atreve a desafiarlo. Imbuido en la lectura de la Biblia, Esquilo, Shakespeare, Milton, Goethe y Carlyle, Herman Melville recurre al mito de los dragones y monstruos marinos que encarnan las fuerzas del caos, citando en los “Extractos” preliminares al profeta Isaías: “Aquel día el Señor castigará con su espada, feroz y poderosa, a Leviatán, serpiente huidiza, a Leviatán, serpiente tortuosa, y matará al dragón que vive en el mar” (27, 1). Melville invierte la profecía bíblica. Ajab es esa espada feroz y poderosa, pero el Leviatán no es el demonio, sino Dios mismo. Tal vez el caos no es fruto de la Caída, sino de la desidia del creador, cuyos actos son tan incomprensibles como el jeroglífico más hermético. 

Melville fundió los mitos del Viejo Mundo (Perseo, san Jorge) con el espíritu del Nuevo, sin tradición de literatura épica, pero con una ilimitada confianza en su destino como faro y espuma del porvenir. El capitán cuáquero del Pequod desprende la misma grandeza y fatalismo que los héroes de las tragedias de Shakespeare. Ismael no es una figura especialmente seductora, tal vez porque su personalidad se forja durante la caza de la Ballena Blanca. Testigo y único superviviente de la tragedia, establecerá un estrecho vínculo de amistad con el arponero Queequeg, el buen salvaje. El joven marinero y el caníbal entablarán una relación tan íntima que se convertirán en “gemelos inseparables”. Se puede decir que encarnan la doble faz de Melville: por un lado, la inquietud por aprender, el deseo de crear, el afán de aventura, y, por otro, la inmediatez de la vida natural, la inocencia del hombre primitivo, la libertad de vivir sin dogmas filosóficos o teológicos. Melville soñaba con una comunidad de espíritus con una mente elevada y creativa. Sintió que se acercaba a esa meta durante su amistad con Nathaniel Hawthorne, pero en los años compartidos con los indígenas de las Marquesas también apreció grandeza. El propósito de Melville de superar la perspectiva occidental, opresiva y alienante, quizás explica la tripulación del Pequod, compuesta por negros, orientales, mestizos y proscritos. Ismael afirma que no ha sido pirata. ¿Podemos asegurar que no miente? 

El capitán Bildad y el capitán Peleg son cuáqueros. No se embarcan, pero reclutan la tripulación. Es imposible simpatizar con ellos: autoritarios, solemnes, hipócritas, inflexibles, avariciosos. Sucede lo mismo con los oficiales: Starbuck, sensato y resuelto, pero con miedo a lo extraordinario; Stubb, con un valor que nace de su imaginación deficiente, incapaz de reparar en el peligro; Flask, ignorante, inconsciente y sin una brizna de sensibilidad. Por el contrario, no hay que esforzarse demasiado para apreciar a los tres arponeros: Queequeg, un caníbal con el rostro espectralmente tatuado, pero con “un corazón simple y honrado”; Tashtego, un piel roja con la sangre impoluta de sus orgullosos antepasados; Daggoo, un negro corpulento y majestuoso que suscita involuntariamente en sus compañeros un sentimiento de “humildad física”. Melville profesa la religión del “gran Dios democrático”, donde las diferencias raciales están abocadas a fundirse en una llama de fraternidad.

Los arponeros no odian a las ballenas que cazan, tal vez porque nunca han pensado que viven bajo la protección de un Dios padre. Por el contrario, Ajab se deja arrastrar por una “venganza audaz, inextinguible y sobrenatural” porque ha descubierto la indefensión del hombre ante el cosmos. Su monomanía nace de un despecho infantil que Ismael llegará a compartir. Ambos son huérfanos, criaturas insignificantes en el baile del ser, donde la vida y la muerte se suceden sin propósito ni finalidad. Dios ha desamparado al hombre, pero le sigue maltratando con su ira. La homilía del padre Mapple, escuchada por Ismael en la Capilla de los Balleneros antes de embarcar, recorre los mares, evidenciando que lo sagrado no es algo benévolo, sino terrible e implacable. El padre Mapple predica desde un púlpito con forma de proa, proclamando que la eternidad solo pertenece a Dios. El reino del hombre es la muerte. Las palabras del sacerdote son ambiguas e imprecisas. Si se interpretan con cierta audacia, podría pensarse que Dios está enfermo, casi moribundo, y no tolerará que el hombre le sobreviva. 

Melville no se conforma con narrar la contienda entre el bien y el mal. Nos quiere transmitir el alma de la titánica pugna, lo cual exige ser exhaustivo y meticuloso. Si Moby Dick careciera de digresiones, sería una novela infinitamente menos valiosa. Su médula no es la intriga, sino la vocación de abarcar el universo. Es la misma ambición que inspiró la Ilíada o la Comedia de Dante. Entre el polvo y la vida, emerge la palabra, luchando por menoscabar el imperio de la muerte. Sin embargo, la espada no vence al monstruo. La Ballena Blanca destruye el Pequod. ¿Significa eso que Melville culmina su canto con un terrible fracaso? No, pues hay un superviviente, Ismael, que regresa del último círculo del infierno. En cambio, Melville envía a Ajab al fondo del océano. Es una forma de exorcizar sus demonios interiores, de aniquilar el resentimiento y la insatisfacción. Ismael no pretende ser un nuevo Adán, como Ajab, sino un hombre libre y reconciliado con la finitud. La sensación de vacío que nos causa la muerte solo puede ser combatida con la energía creativa de la vida. Ajab no es Prometeo, sino un vulgar Otelo. Se ha reprochado a Melville sus digresiones, que supuestamente acreditarían su ineptitud narrativa y su pedantería de maestro de escuela, ansioso de exhibir sus conocimientos. ¿Hay otra explicación para justificar sus prolijas explicaciones sobre la caza y descuartizamiento de los cetáceos, acompañadas de minuciosas taxonomías? ¿Convendría expurgar estos capítulos de la lectura? Indudablemente no, pues desfigurarían la obra. Melville se propuso cartografiar el cosmos. Dada su vastedad, escogió el mar, un microcosmos con apariencia de totalidad. En un universo caótico y sin sentido, el conocimiento es la única espada que puede derrotar al mal o, al menos, mitigar sus devastaciones.

D. H. Lawrence afirma que Moby Dick “es un símbolo. ¿De qué? Dudo mucho que ni siquiera Melville lo supiera con exactitud. Eso es lo mejor de todo”. Es una hipótesis abierta y fecunda, pues no excluye ninguna lectura, pero yo me atrevo a aventurar que Moby Dick es una rama del árbol de la ciencia. Probar su fruto no nos convierte en dioses, pero nos recuerda que vivimos a la intemperie. Desamparados, pero libres. Melville fue un hombre desdichado. No conoció la gloria. Quizás perdió la fe en su obra. No dejó de escribir, pero lo hizo con la congoja del creador al que se le escatima el reconocimiento. Probablemente no sospechaba que Moby Dick le abriría las puertas del olimpo reservado a genios como Esquilo, Shakespeare, Milton o Goethe, a los que tanto admiraba. Cuando pienso en Melville, lo imagino en el mástil más alto del Pequod, desempeñando la función de vigía, cien pies por encima de nuestras cabezas, labrando una ruta por la que navegarían nombres como James Joyce, William Faulkner, Hermann Broch y Kafka, herederos —a veces sin saberlo— de su pluma visionaria.

miércoles, 31 de julio de 2019

LAS MIL Y UNA NOCHES EN LA CÁRCEL (Último capítulo)


                    Reclusos republicanos en el monasterio de San Miguel de los Reyes en Valencia

De la celebración del juicio, de los 20 años y un día de condena, del traslado a trabajos forzados al pantano de Benagéber y posteriormente a la cárcel de San Miguel en Valencia. De la libertad de Ricardo García, tras pasar encerrado seis años, dos meses y tres días. 

Mi juicio se celebró por fin en noviembre de 1943. Comparecieron los acusadores y se me conmutó la pena de muerte. Se firmaron 30 años en el juicio y el 23 de noviembre vino la confirmación del capitán general de 20 años y un día. Pocos días después soy llamado ante el médico para reconocimiento con el fin de llevarme a trabajos forzados.
El día dos de diciembre me apartan para ir al trabajo. Había hecho gestiones para poder ir a Benagéber (construcción del pantano), mejor que a ninguna otra parte. El día 28 de dicho mes me llevan allí. Los dos meses primeros en Benagéber me los tiré trabajando en el río en muy malas condiciones: en el agua y la mitad de la jornada de noche, con un frío que fastidiaba. A los dos meses, gracias a la intervención del amigo Henares con don Manolo, me trasladaron a la fábrica de cemento y luego a los talleres, donde pasé el resto del tiempo. Muy a gusto, por tener media libertad y ganar algunas pesetas trabajando horas extraordinarias. 
Durante el tiempo que estuve en el trabajo, salió el decreto de revisión de las condenas para 30 años, luego los denegados, y por fin para los de 20 años y un día. Me hice ilusiones, pero al pedir informes de mí, se opusieron a que se me concediera la libertad condicional. Muchos se marcharon de Benagéber, pero a mí me tocó continuar hasta el día 11 de octubre de 1944. Debido a la entrada de algunos maquis por la frontera de Francia, empiezan a fugarse algunos compañeros y determinaron llevarnos de nuevo a la cárcel de San Miguel. El día 11 entré en esa prisión, que me gusta más que La Modelo por no tener que hacer la vida en la celda. Además, el ambiente es muy diferente porque no había tanta población reclusa y el trato es mejor. El personal lo componían personas mayores y en su mayoría políticos. San Miguel, dichoso santo, mi libertador. Después de pasar por tantas prisiones y todas tan malas.
El día 30 de mayo de 1945 estaba yo sentado para comer cuando me llamó mi amigo Emilio Pérez para darme la noticia de que había doce telegramas y uno iba dirigido a mí. Suponía que eran los edictos de libertad, porque hacía ocho meses que no había salido nadie. Yo seguí dudando porque creía que nunca me iban a liberar. Pasé la tarde y la noche sin dormir y, al día siguiente, al terminar la misa del día del Corpus, nombraron a los 64 (entre los que estaba yo). Arreglé la salida y a las cuatro y media de la tarde del día 31 de mayo me encontraba libre en la calle. Desde el día 28 de marzo de 1939 hasta el 31 de mayo a las cuatro y media de 1945, se cumplían seis años, dos meses y tres días en la cárcel. A las mil y una noches le había sumado 1267 más en prisión.


lunes, 29 de julio de 2019

LAS MIL Y UNA NOCHES EN PRISIÓN (Capítulo XIV)



De la esperanza en la victoria de los aliados en la guerra mundial, una vez cumplidas mil y una noches en prisión, con la angustia de que la muerte se presente al amanecer. Del destino incierto de Ricardo García.

Durante el año cuarenta teníamos la convicción de que la guerra mundial no sería larga. Nuestra libertad dependía de la guerra, a pesar de la combinación de decretos y otras circunstancias. Sobre todo cuando en abril de 1941 se publica el decreto para los que tenían hasta doce años de condena. Salieron casi todos, aunque luego devolvieron a la mayoría a prisión.
Cuando Alemania declaró la guerra a Rusia y el conflicto tomó más envergadura, se nos levantó la moral por creer que sería muy favorable para la ayuda de los ingleses. Después de la gran ofensiva alemana, en la que toman mucho territorio ruso, no se pierde la confianza de triunfo, por creer que sería menos fácil vencer a dos potencias que a una sola, a pesar de tener en cuenta la fortaleza de Alemania. Pero Rusia también es fuerte e Inglaterra es dueña de los mares. Ahí comprendimos todos que la guerra sería larga y dura y que la perderían con seguridad los países totalitarios.
Pocos meses después nos sorprende la noticia que tanto deseamos desde que se inició la guerra en Europa: la declaración de guerra de América contra el fascismo. Empezaron a pegarse con el Japón y a consecuencia de esto, las tres potencias se ponen de acuerdo para luchar contra el mundo entero fascista. Unidas las tres potencias, Inglaterra, Rusia y Estados Unidos, teníamos la seguridad de que triunfarían y se opina que en el año 43 se liberará Europa entera del régimen totalitario fascista.
Por estas razones tenemos el convencimiento de que, hasta que la guerra no termine, las cárceles en España no se verán vacías. Esa es mi ilusión en la prisión de El Puig.
En esos últimos dos años no lo pasé mal del todo porque mi primo Martín se dejaba caer por allí de vez en cuando con cien pesetas y mi hermano el cojo también algunas veces. Él y Martín me salvaron de los momentos más apurados. Nunca podré olvidar el sacrificio de la tía de mi mujer y su hija. Desde el momento en que llegué a esta prisión se sacrificaron por mí aunque no fue mucho el arreglo de mi situación.
Como la protagonista de Las mil y una noches, sufrí, desde el primer día de mi reclusión, la angustia diaria de esperar una orden de ejecución. Por casualidad o suerte, las he pasado, y continúo dispuesto a pasar otras tantas, con la diferencia de que ya no temo tanto esa orden desagradable que tantas noches me ha quitado el sueño. Esa tragedia de contar los días y las noches (que aunque son para dormir, se convertían en días) por creer que el próximo podría ser el de mi fusilamiento.
Y aún, después de todo este tiempo, continúo en la prisión de El Puig (en condiciones muy mejoradas respecto a las de años anteriores). Hoy, 18 de mayo de 1942, todavía espero el juicio y no tengo ningún conocimiento de la fecha exacta en la que se celebrará. Supongo que me trasladarán de nuevo a la Modelo.


sábado, 27 de julio de 2019

Veranos viajeros: hoy, turismo de aventura por el interior de España



El turismo moderno está hecho para viajeros intrépidos a los que no les importa asomarse al abismo de la aventura. Al turista moderno no le hace falta otra cosa que un móvil para perderse en la maraña procelosa de lo desconocido y enfrentarse a los peligros de un país tan agreste como España. 
Viajamos a una ciudad del interior, donde no sabemos con qué tipo de peligros o alimañas nos podemos encontrar. Conectamos el móvil al coche para que nos indique cuál es la ruta más corta para llegar a nuestro destino: primer riesgo e importante, ya que nunca antes hemos visitado dicha ciudad y podemos aparecer en cualquier rincón desconocido de la geografía española, plagada de bandoleros y conejos.
Por suerte, después de tomar tres desvíos equivocados, llegamos a nuestro destino. Nos alojamos en un hotel que previamente habíamos reservado por internet, con el riesgo de que no exista o de que los empleados no tengan la FP de Hostelería y Turismo. 
El primer día exploramos la ciudad, en concreto el casco viejo. Buscamos en el móvil alguna ruta interesante. La encontramos, conectamos el GPS y seguimos al muñequito. Es muy complicado atender a las indicaciones del aparato y ver los edificios significativos del lugar, no obstante, hemos sido capaces de hacernos una foto en cada uno de los puntos marcados por la ruta del móvil. Y todo esto sin guía y ante el acecho de chinos y vendedores de rosas y bolsos, apasionante.
Es hora de comer y, para no dejarlo todo a la improvisación, buscamos en Trip Advisor la clasificación de los restaurantes de la zona. Elegimos el primero en la lista, volvemos a poner el GPS y el muñequito nos guía, aunque es difícil seguirlo. En un primer intento, vamos a parar a una era en donde un lugareño practica "tractoring". Rectificamos y llegamos al sitio indicado. Cerró hace dos años, por lo que tenemos que dirigirnos al segundo clasificado de la página. Exhaustos y faltos de líquidos, no reparamos en la carta ni en consultar otra aplicación del móvil. Entramos sin más, arriesgando el presupuesto y en cierta manera nuestros estómagos, pero el turismo de aventura hay que entenderlo así, amigos. Pedimos un arroz de marisco de "Paellador" (siempre es mejor lo malo conocido, no hay que caer en la temeridad) y un postre típico de la zona, tiramisú (nos arriesgamos). 
En la sobremesa, volvemos a consultar el móvil para ver qué podemos hacer hasta la hora de la cena. Descubrimos que hay un museo de Gigantes y Cabezudos y una exposición de cuadros con miga de pan de las amas de casa, no será el Prado, pero, seguro, mucho más excitantes. Si nos sobra tiempo, lo dedicaremos a contestar guásap y a actualizar nuestras redes sociales, siempre y cuando las actuaciones folclóricocallejeras del verano y los peligrosos vendedores de la ONCE nos dejen hacerlo. Aún nos quedarán unos minutos para colgarnos de una de las almenas del castillo y hacernos un selfi de impacto. Por la noche ni siquiera tendremos que buscar sitio para cenar, son los beneficios taponadores del "Paellador", además, habrá que recargar el móvil.  
No es turismo para todos, amigos, solo para los más arriesgados, lo sé, pero hay que salir de nuestra zona de confort de vez en cuando para empatizar con el espíritu de Frank de la Jungla.