Moby Dick es un clásico porque aborda los grandes temas que nunca han dejado de preocupar al ser humano: la amistad, la educación, el tránsito hacia la madurez, la lucha entre el bien y el mal, la existencia —o ausencia— de Dios, la política y el orden social, el conflicto entre civilización y naturaleza. Moby Dick es la historia de un frustrado deicidio. La gesta del Pequod anuncia la pérdida definitiva de la confianza en la providencia divina. Ajab es un nuevo Adán, pero no representa un comienzo, sino el ocaso de la esperanza, el fin de las certezas, la hegemonía del polvo sobre la vida, de la nada sobre el ser. Moby Dick no es el mal, sino ese Dios que ha abandonado al hombre a su suerte, acordándose únicamente de él cuando se atreve a desafiarlo. Imbuido en la lectura de la Biblia, Esquilo, Shakespeare, Milton, Goethe y Carlyle, Herman Melville recurre al mito de los dragones y monstruos marinos que encarnan las fuerzas del caos, citando en los “Extractos” preliminares al profeta Isaías: “Aquel día el Señor castigará con su espada, feroz y poderosa, a Leviatán, serpiente huidiza, a Leviatán, serpiente tortuosa, y matará al dragón que vive en el mar” (27, 1). Melville invierte la profecía bíblica. Ajab es esa espada feroz y poderosa, pero el Leviatán no es el demonio, sino Dios mismo. Tal vez el caos no es fruto de la Caída, sino de la desidia del creador, cuyos actos son tan incomprensibles como el jeroglífico más hermético.
Melville fundió los mitos del Viejo Mundo (Perseo, san Jorge) con el espíritu del Nuevo, sin tradición de literatura épica, pero con una ilimitada confianza en su destino como faro y espuma del porvenir. El capitán cuáquero del Pequod desprende la misma grandeza y fatalismo que los héroes de las tragedias de Shakespeare. Ismael no es una figura especialmente seductora, tal vez porque su personalidad se forja durante la caza de la Ballena Blanca. Testigo y único superviviente de la tragedia, establecerá un estrecho vínculo de amistad con el arponero Queequeg, el buen salvaje. El joven marinero y el caníbal entablarán una relación tan íntima que se convertirán en “gemelos inseparables”. Se puede decir que encarnan la doble faz de Melville: por un lado, la inquietud por aprender, el deseo de crear, el afán de aventura, y, por otro, la inmediatez de la vida natural, la inocencia del hombre primitivo, la libertad de vivir sin dogmas filosóficos o teológicos. Melville soñaba con una comunidad de espíritus con una mente elevada y creativa. Sintió que se acercaba a esa meta durante su amistad con Nathaniel Hawthorne, pero en los años compartidos con los indígenas de las Marquesas también apreció grandeza. El propósito de Melville de superar la perspectiva occidental, opresiva y alienante, quizás explica la tripulación del Pequod, compuesta por negros, orientales, mestizos y proscritos. Ismael afirma que no ha sido pirata. ¿Podemos asegurar que no miente?
El capitán Bildad y el capitán Peleg son cuáqueros. No se embarcan, pero reclutan la tripulación. Es imposible simpatizar con ellos: autoritarios, solemnes, hipócritas, inflexibles, avariciosos. Sucede lo mismo con los oficiales: Starbuck, sensato y resuelto, pero con miedo a lo extraordinario; Stubb, con un valor que nace de su imaginación deficiente, incapaz de reparar en el peligro; Flask, ignorante, inconsciente y sin una brizna de sensibilidad. Por el contrario, no hay que esforzarse demasiado para apreciar a los tres arponeros: Queequeg, un caníbal con el rostro espectralmente tatuado, pero con “un corazón simple y honrado”; Tashtego, un piel roja con la sangre impoluta de sus orgullosos antepasados; Daggoo, un negro corpulento y majestuoso que suscita involuntariamente en sus compañeros un sentimiento de “humildad física”. Melville profesa la religión del “gran Dios democrático”, donde las diferencias raciales están abocadas a fundirse en una llama de fraternidad.
Los arponeros no odian a las ballenas que cazan, tal vez porque nunca han pensado que viven bajo la protección de un Dios padre. Por el contrario, Ajab se deja arrastrar por una “venganza audaz, inextinguible y sobrenatural” porque ha descubierto la indefensión del hombre ante el cosmos. Su monomanía nace de un despecho infantil que Ismael llegará a compartir. Ambos son huérfanos, criaturas insignificantes en el baile del ser, donde la vida y la muerte se suceden sin propósito ni finalidad. Dios ha desamparado al hombre, pero le sigue maltratando con su ira. La homilía del padre Mapple, escuchada por Ismael en la Capilla de los Balleneros antes de embarcar, recorre los mares, evidenciando que lo sagrado no es algo benévolo, sino terrible e implacable. El padre Mapple predica desde un púlpito con forma de proa, proclamando que la eternidad solo pertenece a Dios. El reino del hombre es la muerte. Las palabras del sacerdote son ambiguas e imprecisas. Si se interpretan con cierta audacia, podría pensarse que Dios está enfermo, casi moribundo, y no tolerará que el hombre le sobreviva.
Melville no se conforma con narrar la contienda entre el bien y el mal. Nos quiere transmitir el alma de la titánica pugna, lo cual exige ser exhaustivo y meticuloso. Si Moby Dick careciera de digresiones, sería una novela infinitamente menos valiosa. Su médula no es la intriga, sino la vocación de abarcar el universo. Es la misma ambición que inspiró la Ilíada o la Comedia de Dante. Entre el polvo y la vida, emerge la palabra, luchando por menoscabar el imperio de la muerte. Sin embargo, la espada no vence al monstruo. La Ballena Blanca destruye el Pequod. ¿Significa eso que Melville culmina su canto con un terrible fracaso? No, pues hay un superviviente, Ismael, que regresa del último círculo del infierno. En cambio, Melville envía a Ajab al fondo del océano. Es una forma de exorcizar sus demonios interiores, de aniquilar el resentimiento y la insatisfacción. Ismael no pretende ser un nuevo Adán, como Ajab, sino un hombre libre y reconciliado con la finitud. La sensación de vacío que nos causa la muerte solo puede ser combatida con la energía creativa de la vida. Ajab no es Prometeo, sino un vulgar Otelo. Se ha reprochado a Melville sus digresiones, que supuestamente acreditarían su ineptitud narrativa y su pedantería de maestro de escuela, ansioso de exhibir sus conocimientos. ¿Hay otra explicación para justificar sus prolijas explicaciones sobre la caza y descuartizamiento de los cetáceos, acompañadas de minuciosas taxonomías? ¿Convendría expurgar estos capítulos de la lectura? Indudablemente no, pues desfigurarían la obra. Melville se propuso cartografiar el cosmos. Dada su vastedad, escogió el mar, un microcosmos con apariencia de totalidad. En un universo caótico y sin sentido, el conocimiento es la única espada que puede derrotar al mal o, al menos, mitigar sus devastaciones.
D. H. Lawrence afirma que Moby Dick “es un símbolo. ¿De qué? Dudo mucho que ni siquiera Melville lo supiera con exactitud. Eso es lo mejor de todo”. Es una hipótesis abierta y fecunda, pues no excluye ninguna lectura, pero yo me atrevo a aventurar que Moby Dick es una rama del árbol de la ciencia. Probar su fruto no nos convierte en dioses, pero nos recuerda que vivimos a la intemperie. Desamparados, pero libres. Melville fue un hombre desdichado. No conoció la gloria. Quizás perdió la fe en su obra. No dejó de escribir, pero lo hizo con la congoja del creador al que se le escatima el reconocimiento. Probablemente no sospechaba que Moby Dick le abriría las puertas del olimpo reservado a genios como Esquilo, Shakespeare, Milton o Goethe, a los que tanto admiraba. Cuando pienso en Melville, lo imagino en el mástil más alto del Pequod, desempeñando la función de vigía, cien pies por encima de nuestras cabezas, labrando una ruta por la que navegarían nombres como James Joyce, William Faulkner, Hermann Broch y Kafka, herederos —a veces sin saberlo— de su pluma visionaria.