miércoles, 29 de noviembre de 2017

"El poeta y lo divino" por Rafael Narbona



La poesía es revelación, aurora, epifanía. Revelación de lo extraordinario, aurora de lo inesperado, epifanía del misterio. La palabra del poeta descubre lo inaudito en lo cotidiano, el prodigio en lo insignificante, lo maravilloso en lo supuestamente banal e insípido. Gómez de la Serna descubrió que “a las tijeras le sacaron los ojos otras tijeras”, que “un reloj no existe en las horas felices” y que “la X es el corsé del alfabeto”. Unas tijeras, un reloj y una letra del alfabeto son mucho más de lo que aparentan, pero sólo la intuición poética es capaz de multiplicar sus significados mediante analogías, contrastes, elipses, metáforas, paradojas, repeticiones, simetrías, hipérboles. “Nadie ha dicho que las cosas vivan: las cosas sueñan”, apunta Gómez de la Serna, componiendo una antítesis perfecta. Supuestamente, las cosas son pura inercia, objetos que ocupan un lugar en el espacio y soportan calladamente el paso del tiempo, sin manifestar ningún signo de vida interior. No sueñan; padecen. Sin embargo, el ingenio de Ramón -que nunca transigió con los convencionalismos, ni con la autocomplacencia del lugar común-, nos hace ver que las cosas realmente sueñan y que sus sueños rebasan los diques de la razón, transformando un agujero en inquietante mirada; un reloj, en paradójica ausencia; y una letra, en prenda que alimenta fantasías eróticas. Lo ordinario esconde maravillas que sólo el poeta puede desvelar, utilizando la pirotecnia del lenguaje. La greguería es un matiz, pero un matiz silvestre, imprevisible, espontáneo, que le da la vuelta al idioma y descoloca nuestras expectativas, insinuando que nuestra forma de ver el mundo, sólo es un burdo tapiz tejido por una hilandera ciega. La greguería nos abre los ojos; la razón, los llena de barro y legañas.

Si “las cosas sueñan”, los cuerpos bailan en la cuerda de lo impensable. Lezama Lima nos enseña en su poema “El abrazo” que un abrazo es “tierra descifrada”, donde los amantes pueden “sudar como los espejos” y presentir que “los pellizcará una sombra”. En el abrazo, “dos cuerpos desaparecen” y “giran / en la rueda de volantes chispas”, hasta que “se unen en el borde de una nube”. Después de estas filigranas, “los dos cuerpos ceñidos, / el rabo del canguro / y la serpiente marina, / se enredan y crujen en el casquete boreal”. Los cuerpos pueden realizar estas proezas –que subvierten las nociones más elementales de la lógica- porque vencen a la muerte, porque resucitan, porque se adentran en el misterio, en lo imposible, en lo incondicionado. Al igual que Platón en sus diálogos, Pablo de Tarso recurre a la imaginación poética para justificar la expectativa de la eternidad. El hombre es como el grano. Nuestra carne es semilla que sólo conocerá su plenitud, tras superar el letargo de la muerte. Escribe San Pablo en su Primera Epístola a los Corintios: “Se siembran cuerpos corruptibles y resucitarán incorruptibles; se siembran cuerpos humillados y resucitarán gloriosos; se siembran cuerpos débiles y resucitarán llenos de fuerza; se siembran cuerpos puramente naturales y resucitarán cuerpos espirituales. Porque hay un cuerpo puramente natural y hay un cuerpo puramente espiritual” (15, 42-44). Por el contrario –advierte Lezama Lima, católico impregnado de orfismo y neoplatonismo- “el árbol y el falo / no conocen la resurrección, / nacen y decrecen con la media luna / y el incendio del azufre solar”. El abrazo preludia la eternidad, el regreso a la unidad original; la soledad, en cambio, desemboca en la muerte, en la dispersión, en el no ser. El árbol y el falo son metáforas del deseo que solo percibe al otro como objeto, no como complementario, como alteridad que salva nuestra identidad y posibilita su trascendencia.

No se puede ignorar la dimensión mística de la palabra poética, sin rebajarla a mera función lingüística. Cuando Pablo de Tarso afirma que “el último enemigo en ser destruido será la muerte”, no denigra o menosprecia la materia, sino que exalta la vida en toda su complejidad. La derrota de la muerte significará la consumación de la unidad del ser, la reconciliación entre el cuerpo y el espíritu, la naturaleza y la historia. José Ángel Valente ya señaló que “no hay experiencia espiritual sin la complicidad de lo corpóreo”, especialmente en la “mística cristiana, en cuya extrema aventura espiritual ha de situarse la aventura extrema del cuerpo, del cuerpo resurrecto, el escándalo de la resurrección” (La piedra y el centro, 1982). La encarnación del Verbo convierte el cuerpo en morada de lo divino. Cuando en el Libro de la Vida Teresa de Ávila refiere cómo un ángel atraviesa su corazón con “un dardo de oro largo”, señala que la criatura tenía “forma corporal”, que “no era grande, sino pequeño, hermoso mucho, con el rostro tan encendido…”, que “era tan grande el dolor que me hacía dar aquellos quejidos”, que “no es dolor corporal sino espiritual, aunque no deja de participar el cuerpo algo, y aun harto”. El cuerpo de Teresa de Ávila es inseparable de su peripecia mística, centro y cenit de su existencia. Primero, una grave enfermedad la sitúa al borde de la muerte, cuando su vocación es débil y poco exigente; después, la vía ascética abre el camino al impulso reformista, que engendrará escritos y fundaciones, concertando la vida interior con la intervención en el mundo. Por último, la restitución de la regla primitiva del Carmelo creará las condiciones para las iluminaciones y las levitaciones, que implicarán a los sentidos. En esas experiencias “no hay sentir, sino gozar sin entender lo que se goza”.

No hay que interpretar las experiencias místicas de Teresa de Ávila como hechos objetivos, sino como vivencias extraordinarias que evidencian los límites del lenguaje. La imagen del corazón atravesado por una flecha era un recurso habitual en las novelas de caballerías -que tanto deleitaron a la reformadora en su adolescencia-, las novelas picarescas y el teatro clásico. Es indudable que el ángel armado con un dardo de oro largo es una versión del romano Cupido. Se puede decir que el ángel de la carmelita descalza es una metáfora, pero no una invención o una elaboración neurótica. Fue real y afectó al cuerpo y al espíritu, pero se recreó literariamente, conforme a la herencia cultural y las posibilidades del idioma. Como observa Joseph Pérez, poco aficionado a dislates y exageraciones, “entre los místicos, las metáforas son, pues, modos imperfectos de decir lo que es indecible; se imponen cada vez que no hay medida común entre la palabra y la sensibilidad, cuando se experimenta fuertemente un sentimiento, pero no se encuentran palabras para decirlo” (Teresa de Ávila y la España de su tiempo, 2007). Pérez completa su explicación con una cita de Antonio Machado, pues sabe que lo indecible no es materia de historiadores, sino de poetas: “Si entre el hablar y el sentir hubiera perfecta conmensurabilidad, el empleo de las metáforas sería no solo superfluo sino perjudicial a la expresión” (Los complementarios, 1957). La poesía se hace epifanía al enfrentarse con lo que apenas puede expresarse, pero no cesa de convocarnos: la muerte, el ser, el amor, lo infinito. Son ideas que pasean por el filo del lenguaje, límites infranqueables que no producen conocimiento objetivo, pero que nos proporcionan un saber más esencial. Un saber poético que se alimenta de intuiciones, visiones, premoniciones, correspondencias, antinomias, ambigüedades, incongruencias, aberraciones lógicas. La transverberación de Teresa de Ávila nace de una visión, pero el cuerpo del ángel que atraviesa su corazón quizás sólo fue una herida de Amor divino perpetrada por la palabra poética. En su más alta acepción, la palabra poética es un cuerpo que hace posible lo imposible, que “hace existir lo indecible en cuanto tal” (Valente), rescatándolo de su oscura ininteligibilidad. Lo indecible es una forma de referirse a lo divino, que casi siempre se manifiesta de forma oscura, hermética, como sucedía en el santuario de Delfos, cuya pitonisa hablaba de forma enigmática. Sócrates escuchó sus palabras y las descifró, asumiendo que su éxito hermenéutico no era obra de su buen juicio, sino de su daimon o voz interior.

Los grandes poetas son grandes místicos, como Teresa de Ávila o Juan de la Cruz. O como William Blake, Lautréamont, Rimbaud o Artaud, místicos de lo insondable y lo terrible. O como Rilke y Antonio Machado, que experimentaron la inminencia de una revelación. Machado se preguntaba si hablaba solo porque esperaba hablar a Dios un día, y Rilke presumía que la muerte representaba el punto de encuentro con lo divino: “Dios, que se nos escapa en el cielo, volverá a nosotros desde el seno de la tierra”. La poesía apunta al corazón de lo divino, pues ahí está su origen y su destino. Una poesía que le dé la espalda a lo sagrado en todas sus formas –amables o terroríficas- es una higuera estéril, palabra desarraigada y perecedera, incapaz de captar la vibración más profunda del cosmos.

domingo, 26 de noviembre de 2017

"Madrid, todo un género literario" por Juan Bonilla



Podría ocupar toda la extensión de este texto con una lista de novelas a las que Madrid les haya prestado sus escenarios, pues como toda gran ciudad, Madrid ha sido muy cantada, muy contada, muy trastornada en ficciones, muy retratada. Dicen, con un punto de exageración imbatible, que si un día Dublín desapareciese, podría reconstruirse siguiendo el Ulysses de Joyce. Si algo semejante se puede decir de una novela sobre Madrid, seguramente todos estaríamos de acuerdo en que esa novela sería Fortunata y Jacinta, la obra maestra de Pérez Galdós, que hizo de Madrid uno de sus personajes más memorables.

La propia dicotomía que ya refleja el título de su novela en cuatro tomos, sacude toda la obra: de un lado los vestidos de colores neutros y buen gusto de las damas de la burguesía; del otro, más allá de la Cava de San Miguel, los colores chillones de las mujeres del pueblo. De un lado, el acento castellano con los participios sin perder una «d», del otro, el acento madrileño que es mezcla del deje andaluz de los soldados y el ímpetu aragonés y acabará contagiándose hasta en los barrios de élite. Los pisos amplios de la efervescente clase media-alta de un lado, los pequeños pisos con muebles a punto de quebrarse del otro. El Madrid de Pérez Galdós es una ciudad pequeña, es cierto, una ciudad que se puede recorrer caminando en poco tiempo, un Madrid que por cierto es ya ruta turística. Como para uno de los personajes de la novela, no es Madrid si no se pueden escuchar los estrépitos de los coches correo a todas horas, y el aliento mercantil de la calle Pontejos, donde tienen su residencia los Santa-Cruz. Apenas se asomará Pérez Galdós al Manzanares, un extrarradio que sí será protagonista de las vivas estampas enlazadas de La lucha por la vida, la trilogía de Baroja, en la que la ciudad es más lo que queda a las puertas de la ciudad que la ciudad misma. Sobre el Madrid de ambas novelas hay un excelente y minucioso artículo de Olga Kattan en la página del Cervantes virtual. A Baroja los golfos le interesaban mucho más que a Pérez Galdós, que sin embargo historia con mucha mayor destreza las convulsiones del Madrid que cruza el siglo XIX. Se fija elocuentemente en la vida de café que hace el madrileño bien. Baroja presta más atención a las violencias del arroyo, y su destreza eléctrica gana en pintura lo que pierde en cohesión narrativa. Pero ambos ofrecen un espejo, obedeciendo la consigna de Stendhal, para reflejar cada uno su Madrid.

El Madrid literario podría buscarse, naturalmente, en Luces de bohemia, tachonada de frases memorables: y aunque el propio Valle-Inclán dijera que su inspiración eran los espejos deformantes del callejón del Gato, la verdad es que la realidad que trataba tampoco necesitaba de muchas deformaciones a tenor de lo que leemos en otro gran libro sobre aquel Madrid bohemio que empezaba a latir en cafés y redacciones a medianoche: La novela de un literato, de Rafael Cansinos Assens. Es un libro tan populoso, lleno de tanta vida y tanto nombre propio, que se ha tomado a menudo por un índice onomástico salpicado de anécdotas que sólo pueden interesar a los estudiosos de la época. Y sin embargo, por debajo de su interés para eruditos y buscadores de nombres olvidados, la obra, publicada póstumamente, es un gigantesco, hercúleo homenaje a la vocación artística, a la ambición -tantas veces tarada- de quienes alcanzan la certeza de que expresar la vida, encapsularla en una obra, es más importante que vivir. ¿Dónde estará toda esa vida que perdimos en vivir?, podrían preguntarse todos ellos con T.S. Eliot, cuyo verso, Unreal city, valdría para definir ese Madrid que tan bien retrató Cansinos a través de una prosa rápida, de anotación, que no tenía nada que ver con la orfebrería de la que gustaba servirse en su obra publicada.

Otro gigante de la época que hizo de Madrid una musa constante fue Ramón Gómez de la Serna. Sus libros Pombo, La Sagrada Cripta,Toda la historia de la Puerta del Sol, están llenos de un Madrid vivo, galopante, enérgico. También el Madrid de los bajos fondos le inspiró su quizá mejor novela: La Nardo. Pero si hay un lugar ramoniano por excelencia en Madrid, es el Rastro, al que le dedicó un libro importante. En este podio de escritor del Rastro, sólo puede competir con él, y aventajarle, Andrés Trapiello, que ha dedicado al lugar y toda la vida destilada en él, inolvidables páginas en su Salón de Pasos Perdidos.

Los vanguardistas también hicieron de Madrid lugar para hacer circular sus fantasías: ahí tenemos La Venus mecánica de José Díaz Fernández, o Hermes en la vía pública de Antonio de Obregón. También la vanguardia política hizo de Madrid escenario: Tea Rooms de Luisa Carnés.

Pero cualquier intento realizado en los años 20 por los nuevos escritores de saltarse la realidad o ponerla contra las cuerdas en favor de la fantasía o directamente lo inverosímil -como en el caso de López Rubio, Jardiel Poncela y otros discípulos de Ramón- se fue al garete con el crecimiento de la tensión política, el golpe de estado contra la República y la Guerra Civil. El Madrid de la guerra también produjo obras sustanciales, tanto de los que quedaron aprisionados en él -Madrid grado, de Francisco Camba- como de quienes vieron desde el lado republicano cómo iba cayéndose en pedazos. Ahí es importante destacar dos de las más significativas recuperaciones de estos últimos tiempos: Celia en la Revolución, de Elena Fortún, y A sangre y fuego, de Manuel Chaves Nogales.

Siguiendo en lo que puede a Valle-Inclán, pero también a Pérez Galdós si ello hubiera sido posible, Foxá empezó unos Episodios Nacionales con Madrid de corte a cheka, que no alcanzaron a ver el segundo volumen: Salamanca, cuartel general. Pero si he de destacar una sola novela sobre el Madrid de la Guerra Civil, me quedo con el Diario de Hamlet García, escrita en el exilio mexicano por Paulino Masip.

Haciendo pie en el Manhattan Transfer de John Dos Passos, Cela logró su mejor novela con La colmena: un retrato múltiple del miserable Madrid de la posguerra. También ese Madrid es protagonista de Tiempo de silencio, la novela de Martín Santos que con tanta fuerza retrata la injusticia, la mediocridad, el atraso y la mezquindad de la época.

El lento camino de modernización del país podría seguirse comparando esas novelas con las obras del gran, y me parece que demasiado preterido, novelista de la ciudad en los 50 y 60: Juan García Hortelano. En Nuevas amistades retrata a la burguesía del barrio de Salamanca pero también, a su través, a un país entero, aunque sólo fuera porque descargaba el protagonismo en la juventud (acomodada, ciertamente, pero por ello mismo forzada a hacer visibles sus contradicciones).

Umbral le sacó también mucho partido al Madrid de la posguerra, en plan cronista poético, pero más que en sus retablos narrativos -como Trilogía de Madrid-, oímos el latido de la ciudad en sus novelas -Travesía de Madrid- o libros autobiográficos -La noche que llegué al Café Gijón-. El Madrid de los últimos años del franquismo puede buscarse en la espléndida Romanticismo de Manuel Longares, y no hay que olvidar que Rafael Chirbes situó La caída de Madrid en el día antes de que se supiera que el dictador había muerto. El Madrid de la movida puede rastrearse en Madrid ha muerto, de Luis Antonio de Villena, en cuyos dos tomos de memorias hay también mucho Madrid. También en esa novela coral que es Solo se vive una vez, de José Luis Gallero. Y el vértigo de finales de los 80 o comienzos de los 90, con el acelerador pisando a fondo en la Castellana, y las meninges llenas de cocaína, sigue atronando en las Historias del Kronen de José Angel Mañas. Un Madrid en el que «el único problema es que hay que reírse demasiado», como pasa en Ya queda menos, de Miguel Albero, donde este Madrid de los 90 también queda retratado a través de las peripecias de un «genial mediocre» que busca algún tipo de hazaña que lo convierta en héroe y donde la estupidez campa a sus anchas. Madrid, Distrito Federal, en fin, como rezaba el título de la novela de J.J. Armas Marcelo, ya que, como dije al principio, este artículo hubiera podido ser una lista de títulos y autores, porque en definitiva es mucho Madrid el que se ha contado, como es mucho Madrid el que seguirá contándose.

lunes, 13 de noviembre de 2017

Las barras de los bares


Se deshace el tiempo y los hielos
en los licores
que los bares sirven con palabras refrescantes.
En el aroma distendido de una barra
sin espinas
se llegan a tratar asuntos decisivos:
la vida y sus misterios,
el hombre y sus caprichos,
la hembra y sus deseos.
En las tardes y noches de plácido letargo,
los socios de bar
animan a los negocios
más intrascendentes.
Se abren las puertas de un paraíso sin dioses,
entre vapores de cerveza y nubes de cristal,
espumados por la conversación
que se crea a sí misma,
como un hígado de aventura
que te agarra de la mano
y te conduce a las vísceras más inciertas.
Hierve el cerebro entre pensamientos sabrosos,
escucho las voces de mis socios de barra
y me alegro de estar vivo.
Me sumerjo en la espuma de ideas
disparatadas,
en la elección de canciones 
que erizan las burbujas de los hielos.
Se anima la concurrencia
y nosotros con ella.
Abrimos vientres de evasión y júbilo.
Atrás queda la rancia espina de la vida,
colgada de los despachos 
y en los archivos de ordenador.
La alejamos con un sorbo de ginebra,
la disolvemos en tragos de camaradería.
A veces las juergas son más intensas
y aparece el rubio manjar de la inconsciencia.
Se desvanece hasta la piel que nos destruye
y vemos nuestras arterias palpitar 
como torrentes,
hasta ahogarnos de locura.
Al día siguiente, uno no recuerda nada,
la piel vuelve a tapizar nuestros cráneos 
de crápulas
y nos ofrece el papel para contar... ¿qué?

sábado, 11 de noviembre de 2017

"De erotismo y literatura" por Natalia Carbajosa



Escribir un relato erótico no es difícil. ¿Quién no ha contado alguna vez un chiste subido de tono y lo ha aderezado con detalles de su propia imaginación, buscando la exactitud verbal, anticipando con cuidados indicios el desenlace y vertiendo con estudiado mimo el dramatismo y la comicidad? De ahí a ponerlo por escrito no va tanta distancia. Escribir un relato erótico que no contenga nada más tampoco parece cosa del otro mundo. Novelas hay, y voluminosas, de esas que se llaman «de ingredientes», en las que los autores van dosificando convenientemente los elementos: un tanto de sexo, un tanto de violencia… claro está que hay que saber escribir o, mejor dicho, redactar, para poder hacerlo. Pero otra cosa muy distinta es ubicar uno o varios episodios eróticos en un contexto más amplio, en el que dichos episodios se relacionen con naturalidad con el resto de preocupaciones de la existencia humana: el amor, la muerte, la vida, que diría el poeta; la soledad, la ambición, los sueños no cumplidos, la nostalgia, el rencor, la amistad, el poder… y mezclar en todo el humor y el drama sin renunciar a un ápice de empatía; esto es, consiguiendo que el lector no deje de sentir como suyas las vicisitudes de los personajes, que no los vea de pronto ajenos a sí mismo porque el escritor, por pereza o por falta de talento, le haya reducido al papel de voyeur. Escribir así, con Eros formando parte de la vida, es hacer literatura.

La narrativa española de las últimas décadas cuenta con un volumen de relatos de Marina Mayoral, felizmente reeditado ahora, que cumple con creces las condiciones recién mencionadas. Su título, tomado del arranque de un poema de Kavafis («Recuerda, cuerpo»), constituye un apropiado resumen de los doce cuentos que componen el volumen: la educación o, más bien, la ausencia de educación sentimental y sexual de una sociedad —la de la España predemocrática— en la que nadie, y menos aún las mujeres, podía expresar sus deseos íntimos. El poema de Kavafis, citado al comienzo del libro, dice así:

Recuerda, cuerpo, no solo cuánto fuiste amado,

no solamente en qué lechos estuviste,

sino también aquellos deseos de ti

que en los ojos brillaron

y temblaron en las voces —y que hicieron

vanos los obstáculos del destino […]

Aunque pueda resultar extraño, a quien esto escribe, los versos de Kavafis le trasladan sin esfuerzo al «Recuerde el alma dormida» de las Coplas a la muerte de su padre de Jorge Manrique. En ellas, el imperativo «recuerda» mantiene la acepción del verbo medieval «acordar», es decir «despertar» («despierte el alma dormida»); mientras que en los versos del poeta de Alejandría se mantiene la etimología del latín «re-cordare», o sea, volver a traer al corazón. Esta deliberada confusión semántica que aquí se propone viene a cuento porque, precisamente, el mandato que reciben los personajes de los cuentos de Marina Mayoral, en un contexto en el que todo lo referente al cuerpo ha de permanecer soterrado y por supuesto separado de lo que, en la cultura occidental, hemos dado en llamar su contrario (el alma), parece no ser otro que «despierta, cuerpo»: cuerpo que es también corazón («cor, cordis»), receptáculo que, a su vez, solemos identificar con el alma.

Y así, de ese mandato al que, en mayor o menor medida, todos los personajes responden, porque nadie puede sustraerse a lo que algún otro escritor ha descrito como «la fuerza de la sangre», surgen encuentros inesperados con extraños que cambian para siempre el rumbo de una vida. O bien la vida cotidiana continúa discurriendo al calor de una nueva sabiduría física, dejando al descubierto una parte de cada criatura que a ellas mismas, hasta entonces, les resultaba ajena o permanecía vedada e inaccesible. Curiosamente, el erotismo resultante de estas experiencias, a veces tamizado de melancolía no reñida con la comicidad, explícito a la par que elegante, sensual y lleno de ternura, asimétrico en cuanto a las clases sociales implicadas y abordado desde muy variados puntos de vista narrativos, se convierte en un poderoso foco que arroja luz sobre esas zonas oscuras del alma que nunca antes habían aflorado en toda su limpidez y plenitud. En otras palabras: el alma jamás habría despertado del todo, de no ser por la oportuna/inoportuna irrupción del cuerpo en la escena. Se trata, pues, de un verdadero ejercicio de fusión, reunión o reunificación de lo que, en primer lugar, no debió separarse, con el permiso de Platón y del cristianismo.

Por otro lado, la sabiduría adquirida a través del cuerpo deja en los personajes una aceptación de la incoherencia insalvable en la que les coloca esa nueva consciencia de la piel. Los ejemplos abundan: un conquistador empedernido cuya virilidad queda a salvo en manos, literalmente en las manos, de una desconocida; una mujer que piensa devotamente en su marido cuando tiene relaciones con otros hombres; un apuesto sacerdote que posee todos los instintos de un depredador Casanova; una abnegada hija y maestra que acepta el extraño equilibrio de su doble vida… El conflicto que para todos ellos abre la llamada de la carne es a la vez su redención: la belleza y el placer del cuerpo los vuelve más complejos y, por ende, más humanos, aun cuando en público escrutinio pudieran ser duramente censurados. Únicamente los dos últimos cuentos, «La última vez» y el que da título a la colección, «Recuerda, cuerpo», quizá más traspasados por la ternura y la nostalgia que los demás sin llegar a caer en el sentimentalismo, se desvían un tanto de la tónica general. El primero, por estar narrado no desde el punto de vista de quien ha adquirido la experiencia del placer físico, sino de quien sufre sus consecuencias y se debate en la incertidumbre del saber y no saber del todo; el segundo, por constituir una versión magistral del clásico «lo que pudo haber sido y no fue», eso que confiere a las historias de amor frustrado su carta de inmortalidad.

Si bien el tema erótico establece el hilo conductor, en mayor o menor grado, de todos los relatos que conforman el libro, es el estilo lo que le da su tono característico, a pesar de la variada participación de distintas voces. En un lenguaje directo a la vez que cuidado, no exento en ocasiones de ciertos guiños metaliterarios al lector, Marina Mayoral va construyendo personajes sólidos y creíbles en situaciones insólitas que, no obstante, nunca resultan estridentes ni pierden su naturaleza literaria para convertirse en mera anécdota o chiste, lo que hubiera sido fácilmente el caso en manos menos expertas. Sin menospreciar en absoluto la novela, además, debemos tener presente que el cuento es un género muy complejo justamente por su concisión, es decir, por tener que presentar en cuatro pinceladas situaciones y ambientes que, en este caso, aluden a lo que no está a la vista ni resulta socialmente aceptable. Por otra parte, en los libros de cuentos sucede como en los de poesía: al margen de cada unidad compositiva en sí, se requiere una labor de ensamblaje que relacione unas piezas con otras, que las haga dialogar entre ellas.

En el caso de Recuerda, cuerpo, son muchos los elementos lingüísticos y referencias a lugares y personajes los que nos remiten a un universo compartido, pero entre todos ellos destaca la belleza y poesía de los títulos: «Aquel rincón oscuro», «Adiós, Antinea», «El dardo de oro», «Los cuerpos transparentes»… Y, por supuesto, «Recuerda, cuerpo», excelente colofón para un libro que, por cierto, no ha perdido un ápice de vigencia en los veinte años transcurridos entre su primera edición en 1998 y la más reciente. Y es que, aunque cambien las circunstancias y los usos sociales, y a pesar de la liberación sexual, los deseos humanos y los conflictos de nuestro yo con nuestro propio cuerpo, no menos que en su relación con otros, siguen siendo universales. Su lugar en la psique sigue siendo, como refiere acertadamente el primer cuento, «aquel rincón oscuro», por cuanto nos obliga a relacionarnos con el mundo desde un plano ignoto, si no ya por escrúpulos morales o religiosos, porque abre la puerta a una parte de nuestro ser que nunca terminamos de conocer.

Por otro lado, con humor y con memorable comprensión de la fragilidad humana está contada la admiración que todos sentimos por la armonía física y de carácter en «La belleza del ébano». Ese es el apropiado título del cuento en el que con más claridad, a mi entender, se contrapone el elogio de aquel donde cuerpo y alma encuentran, por fin, acertado equilibrio («Era el ideal clásico: la inteligencia, el talento, en un cuerpo bello, deseable y que sabe hacerse desear») con la mirada amorosa que suple lo que falta, con muy buena voluntad, en una hechura menos armoniosa: «un arquitecto famoso que para hacer el amor se quitaba antes que nada los pantalones y después el calzoncillo, y se quedaba con los faldones de la camisa flotando en torno a algo que apenas se entreveía, sobre unas piernas magras y blancas, más blancas aún por el contraste de los calcetines negros […] Pero ella lo quería, quería a aquel tipo bajito, que había echado tripa y había perdido el pelo a su lado y que tenía talento, eso no se lo negaba nadie». A este respecto, tuve la suerte de conversar con la autora, quien me explicó la concepción neoplatónica que sostiene la trama del cuento; y es que, cuando nos enamoramos de alguien en la juventud y el amor perdura a lo largo de los años, seguimos anteponiendo la imagen de ese momento inicial, esa primera pulsión (como dice la canción de Serrat: «recuerde —¡sí, recuerde!— antes de maldecirme / que tuvo usted la carne firme / y un sueño en la piel / señora»), a la decadencia física que a todos nos va transformando en otra cosa. Así, gracias a ese complejo mecanismo psicológico que hace del ojo un almacén de la memoria antes que un órgano visual, podemos responder con dignidad a nuestros hijos cuando nos preguntan: «¿Pero por qué te casaste con papá, si tiene barriga, y está calvo, y está hecho un cascarrabias y un hipocondriaco, etc., etc.?». Ay, que poco saben ellos todavía de las tres heridas, la del amor, la de la muerte, la de la vida…

Algunos de estos relatos poseen resonancias clásicas (don Juan, King Kong, Safo, el rey Midas) o están situados en la mítica ciudad de Brétema, tan cara a toda la literatura de Marina Mayoral. Sin embargo, la «mitología» que, en mi opinión, los preside con más fuerza que el resto de elementos, aunque estos se hallen perfectamente integrados en las distintas tramas, es precisamente ese canto a la belleza del cuerpo, a su poder transformador y su reivindicación de los sentidos, tanto para ser despertado en la plenitud de sus facultades, como para ser recordado el resto de la vida a través del velo amable de aquella primera imagen. «Cómo temblaron por ti, en las voces, recuerda, cuerpo», a decir del poeta. Pues eso. Que el cuerpo sea voz, y que viva el erotismo hecho literatura.

lunes, 6 de noviembre de 2017

Adolescens VII: "T, el primer TDAH"


T está diagnosticado como TDAH y medicado. Lo vemos muy a menudo por jefatura. Es pequeño, fibroso, los nervios le devoran la grasa, con gafas y muchos granos, muchos, muchos granos de adolescente. Tiene una gracia natural y se comprende a sí mismo como pocos. En ese aspecto no parece un chico de su edad. Lo traen a jefatura porque se ha levantado de la silla varias veces sin el permiso del profesor. Cuando suena el timbre para asistir a la siguiente clase, nos dice que prefiere quedarse con nosotros porque “se conoce”, porque sabe que en cuanto llegue al aula no va a poder contenerse y se va a mover y va a hablar con el compañero y no va a parar. Cuando no se toma la medicación, no se fía de sí mismo y prefiere aislarse para que no le pongamos más apercibimientos. Es un rara avis. Siempre está sonriendo, incluso cuando lo traen al despacho de jefatura. No puede evitarlo, es superior a su naturaleza. Aún no ha perdido la ilusión. Sabe que no debería comportarse como lo hace, pero algo bulle dentro de él que no puede detener. Por eso nos pide que lo retengamos en el despacho, porque en el aula, con la algarabía de los compañeros, no podrá contenerse. 
¿Es posible que sea un síntoma de que nuestros métodos educativos van contra natura, de que nuestro único objetivo es castrar la naturaleza juvenil para que no dé fruto o para que no nos den la lata? ¿Es posible que este muchacho canijo, con granos y sonrisa permanente, sea una alarma de que nos tendrían que medicar a nosotros por ahogar la espontaneidad de manera sistemática? Él no quiere ir a clase porque el cuerpo le pide no parar, porque su naturaleza es contraria a lo que imponemos: disciplina, sumisión y silencio. ¿No sería posible aprovechar esa energía explosiva para imprimir nuevas ideas? Pienso que sí, pero sería muy incómodo para nosotros, los muertos.

domingo, 5 de noviembre de 2017

Romance del prisionero (versión belga)

Por noviembre es, por noviembre,
cuando sigue la calor,
cuando se separa España
y está Cataluña en flor,
cuando rebuznan los jueces
y se busca a Puigdemont,
cuando los españolitos
leen con fe La Razón.
Salvo yo, triste y cuitado,
que vivo en esta prisión,
que ni sé si soy un líder
o un proyecto de clown.
Rezaba yo a una estelada
que ondeaba en un balcón,
quemómela un mal gallego
dele Dios mal galardón.

sábado, 4 de noviembre de 2017

"El signo de admiración" de Antón Chéjov

En la noche de Navidad, Perekladin, secretario colegiado, se acostó molesto e incluso ofendido.
-¡Déjame en paz, mujer del diablo! -rugió contra su esposa, cuando esta le preguntó por qué tenía una cara tan desencajada.
El motivo era que acababa de regresar de una visita donde se habían dicho muchas cosas ofensivas y desagradables contra él. Se comenzó hablando de los beneficios de la educación en general. Luego, con falta de sensibilidad, se pasó a hablar del grado de educación de la cofradía de los empleados; a propósito de lo cual hubo muchas lamentaciones, muchos reproches, y hasta burlas a causa de su bajo nivel. Y entonces, como suele ocurrir cuando se reúnen unos cuantos rusos, de las materias generales pasaron a las acusaciones personales. 
-Tomemos, por ejemplo, a usted mismo, Perekladin -dijo un joven- . Usted ocupa un puesto bastante importante...., ¿y qué educación ha recibido?
-Ninguna. A nosotros no se nos exige -respondió con suavidad Perekladin-. Basta escribir con corrección, eso es todo...
-Pero, ¿dónde ha aprendido usted a escribir con corrección?
-Es cuestión de hábito... En cuarenta años de servicio se te acostumbra la mano... Sí, claro, al principio era difícil, cometía faltas, pero luego me acostumbré... y no me ha ido mal...
-¿Y los signos de puntuación?
-Tampoco se me dan mal los signos de puntuación... Los pongo como se debe...
-¡Hum!... -el joven quedó confuso-. Pero la costumbre es algo muy distinto a la educación. No basta poner correctamente los signos de puntuación... ¡no basta! ¡Hay que ponerlos a conciencia! Usted pone una coma y ha de saber por qué la pone... ¡sí! En cambio, esa ortografía suya, inconsciente... refleja, no vale nada. Es un producto mecánico y poco más. 
Perekladin había callado y hasta había sonreído con modestia (el joven era hijo del consejero de Estado y tenía estudios superiores), pero al acostarse dio rienda suelta a su indignación y a su ira.
"He servido cuarenta años -pensaba- y nadie me había llamado tonto, y ahora, pues vaya, ¡menudos críticos me han salido! ¡Inconsciente... refleja... producto mecánico! ¡Que el diablo se lo lleve! ¡Seguro que sé yo más que él sin haber pisado todas esas universidades!" 
Después de haber insultado al crítico mentalmente con todos las injurias que conocía y de haberse calentado bajo la manta, Perekladin comenzó a tranquilizarse.
"Ya sé... comprendo... -pensaba medio adormilado-. No voy a poner dos puntos donde hace falta una coma, lo que demuestra que tengo conciencia de lo que hago, que comprendo. Sí... así es, jovencito. Primero hay que vivir un poco, prestar algún servicio, y después podrás juzgar a los viejos..."
En los ojos cerrados de Perekladin, que se estaba quedando dormido, a través de nubes oscuras y sonrientes, voló una coma de fuego, como un meteoro. Tras ella, otra; una tercera, y pronto, todo el oscuro fondo sin límites que se extendía ante su imaginación se cubrió de montañas de comas volantes...
"Tomemos por ejemplo estas comas... -pensaba Perekladin, notando que sus miembros iban quedando dulcemente entorpecidos por el sueño que avanzaba-. Las comprendo perfectamente... Si quieres, puedo encontrar un sitio para cada una de ellas... y... y conscientemente, no porque sí... Examíname y lo verás... Las comas se colocan en sitios diferentes, en unos hacen falta, en otros no. Cuanto más confuso sale un papel, tantas más comas se necesitan. Se colocan delante de "el cual" y delante de "que". Si en el papel se enumeran los funcionarios, a cada uno de ellos hay que separarlo con una coma... ¡Lo sé!"
Las comas doradas se arremolinaron y desaparecieron volando hacia un lado. En su lugar llegaron volando puntos de fuego...
"Los puntos se colocan al final del papel... Donde es necesario hacer una pausa larga y mirar al que escucha, también se coloca un punto. Después de todos los trozos largos, hace falta un punto para que el secretario, cuando lea, no se quede sin saliva. En ningún otro sitio, se coloca el punto..."
De nuevo llegan volando comas... Se mezclan con los puntos, ruedan, y Perekladin ve una turbamulta de puntos y comas y de dos puntos...
"También conozco a esos... -piensa-. Donde una coma es poco y un punto es mucho, allí hay que poner un punto y coma. Delante de "pero" y de " en consecuencia", siempre pongo punto y coma... Bueno, ¿y los dos puntos? Los dos puntos se colocan detrás de las palabras "se ha acordado", "se ha decidido".
Los puntos y comas así como los dos puntos se apagaron. Llegó el turno de los signos de interrogación. Estos saltaron de las nubes y se pusieron a bailar el cancán...
"¡Vaya una cosa, el signo de interrogación! Aunque hubiera mil, a todos les encontraría sitio. Se ponen siempre que se ha de hacer alguna pregunta o, supongamos que se pregunta por algún papel: "¿Adónde ha sido llevado el resto de las sumas del año tal?", o bien: "¿No encontrará posible, la dirección de policía, transmitir la presente a Ivanov y demás?..."
Los signos de interrogación sacudieron sus ganchos en señal de conformidad y al instante, como una voz de mando, se alargaron en signos de admiración...
"¡Hum!... Este signo de puntuación se emplea con frecuencia en las cartas. "¡Muy señor mío!", o bien "¡Su Excelencia padre y bienhechor!..." Pero, ¿cuándo se pone en los documentos?"
Los signos de admiración aún se alargaron más y siguieron esperando...
"En los documentos se colocan cuando... esto... eso... ¿cómo es? ¡Hum!... En realidad, ¿cuándo se colocan en los documentos? Espera... Que Dios me dé memoria... ¡Hum!..."
Perekladin abrió los ojos y se volvió sobre el otro costado. Ni tiempo había tenido de volver a cerrarlos cuando, sobre el fondo oscuro, volvieron a aparecer los signos de admiración.
"Maldita sea... ¿Cuándo hace falta usarlos? -pensó, esforzándose por arrojar de su imaginación a los inoportunos huéspedes-. ¿Es posible que lo haya olvidado? O lo he olvidado o bien... no los he puesto nunca..."
Perekladin empezó a hacer memoria del contenido de todos los papeles que había escrito durante los cuarenta años de servicio; pero, por más que pensó, por más que arrugó la frente, en su pasado no encontró ni un signo de admiración.
"¡Esta sí que es buena! Me he pasado cuarenta años escribiendo y no he puesto ni una sola vez un signo de admiración... ¡Hum!... ¿Cuándo se coloca a ese diablo larguirucho?"
Por detrás de la fila de signos de admiración de fuego, apareció riendo maliciosamente el hocico del joven crítico. Los propios signos se sonrieron y se fundieron en un gran signo de admiración.
Perekladin sacudió la cabeza y abrió los ojos.
"El diablo lo entiende... -pensó-. Mañana he de levantarme para rezar maitines y este satanás no se me va de la cabeza... ¡Fu! Pero... pero, ¿cuándo se usa, demonios? ¡Bonita costumbre la tuya! ¡Bonita manera de que la mano se familiarice! ¡En cuarenta años, ni un signo de admiración! ¿Eh?"
Perekladin se santiguó y cerró los ojos, pero en seguida volvió a abrirlos: sobre un fondo oscuro, seguía aún alzándose un gran signo...
"¡Uf! Así no te vas a quedar dormido en toda la noche."
-¡Marfusha! -exclamó, dirigiéndose a su mujer, que se jactaba a menudo de haber acabado los estudios en su internado-. ¿No sabes, querida, cuándo se coloca el signo de admiración en los documentos oficiales?
-¡Solo faltaría que no lo supiera! No en vano estudié siete años en un internado. Recuerdo de memoria toda la gramática. Este signo se coloca en las invocaciones, en las exclamaciones y en las expresiones de entusiasmo, de indignación, de alegría, de cólera y de otros sentimientos.
"Eso... -pensó Perekladin-. Entusiasmo, indignación, alegría, cólera y otros sentimientos..."
El secretario colegiado se puso a reflexionar... Llevaba cuarenta años escribiendo papeles, los había escrito a millares, a decenas de millares, pero no recordaba ninguna línea que expresara entusiasmo, indignación o algo por el estilo...
"Y otros sentimientos... -pensó-. Pero, ¿es que en los documentos oficiales son necesarios los sentimientos? También alguien que no sienta los puede escribir..."
El hocico del joven crítico echó de nuevo una ojeada por detrás del signo de fuego y se sonrió con malicia. Perekladin se incorporó y se sentó en la cama. Le dolía la cabeza, un frío sudor le brotaba de la frente... En un rincón, alumbraba débilmente una mariposa; los muebles, limpios, tenían aire de fiesta. En todos se respiraba el calor y la presencia de una mano de mujer. Sin embargo, el pobre empleadillo tenía frío, experimentaba una sensación de incomodidad, como si hubiera enfermado del tifus de repente. El signo de admiración no se alzaba ya dentro de los ojos cerrados, sino ante él, en la alcoba, junto al tocador de la mujer, y le hacía unos guiños burlones...
"¡Máquina de escribir! ¡Máquina! -susurraba el espectro, lanzando sobre el funcionario un frío seco-. ¡Madero sin sentimiento!"
El funcionario se cubrió con la manta. También debajo de ella vio al espectro. Pegó el rostro contra la espalda de la mujer y, por detrás, allí estaba de nuevo... Toda la noche se estuvo torturando el pobre Perekladin y tampoco por el día lo dejó en paz el espectro. Perekladin lo veía por todas partes: en las botas que se estaba calzando, en el platito de té, el la condecoración de san Estanislao...
"Y los otros sentimientos... -pensaba-. Es verdad que no ha habido ningún sentimiento... Iré ahora a casa del superior a poner mi firma... ¿acaso eso se hace con algún sentimiento? Así, por nada... Una máquina de felicitaciones..."
Cuando Perekladin salió a la calle y llamó a un cochero, tuvo la impresión de que, en vez del cochero, se le acercaba un signo de admiración.
Cuando llegó a la antecámara del superior, en vez de portero, vio el mismo signo... Y todo le hablaba de entusiasmo, de indignación, de ira... El mango de la pluma con el plumín también parecía un signo de admiración. Perekladin lo cogió, mojó el plumín en la tinta y firmó:
"¡¡¡Secretario colegiado Efim Perekladin!!!"
Y al colocar esos tres signos, se entusiasmó, se indignó, se alegró, montó en cólera.
-¡Toma! ¡Toma! -balbuceaba presionando la pluma.
El signo de fuego se quedó satisfecho y desapareció.        

viernes, 3 de noviembre de 2017

Atenas, la de brillantes ojos. Cuarto día en Grecia.


Helios nos descubre por cuarto día la costa de Xilocastro. Eos, la de rosáceos dedos, nos recibe otra vez con brisa cordial y huevos cocidos. Desayunamos al borde del mar. Solo el pescador advierte nuestra presencia, solo él, porque la piel del mar sigue dormida, en calma. En el horizonte, las altas montañas amurallan la bahía entre neblinas, como un escenario de ópera abandonado. 
Salimos hacia Atenas en el mismo autobús, cargado de las mismas sirenas estridentes. Solo hay una novedad, una guía rubia que nos ilustra a través del micrófono con leyendas antiguas que enmudecen a la turba. No hay trayecto en la Argólida que no se tiña de mitología. Llegamos al canal de Corinto. Los romanos ya intentaron convertir el Peloponeso en una isla. Nerón ordenó un proyecto que presentaba serias dificultades. Se abandonó por decisión del emperador, pero se introdujo un método para atravesar el istmo con los barcos. Un artefacto rodante servía para pasar las naves de una orilla a la otra. El precio del transporte resultaba muy elevado, lo que provocó que algunos comerciantes prefirieran tener un barco en cada orilla. Todo esto y mucho más nos lo cuenta Yoana, la guía griega. Habla y habla sin parar. Y ha conseguido lo imposible: enmudecer los cantos regionales de los muchachos. 
Bajamos a admirar el canal de Corinto, una herida profunda, un tajo seco del que brota, en el fondo, la vena turquesa del mar que nos sigue fiel en nuestro camino. 
Más historias a través del micrófono entretienen el viaje. Yoana es un manantial constante de etimología clásica: Peloponeso, Corinto, Atenas..., todos los topónimos tienen vida y genealogía propia. 
La primera parada en Atenas es el estadio Panatinaikós, la sede de los primeros juegos olímpicos modernos. Fotos, calor y carreras por la pista, poco más.
La subida a la Acrópolis nos va acercando a esos dioses que surgen sin parar de la boca de la guía. En los adoquines resuenan los cascos de Pegaso, a pesar del trasiego de los turistas de crucero que suben y bajan ajustando el resuello. Los murmullos de las musas anuncian entre los pinos la cercanía del Olimpo. Desde lo alto del monte, los dioses contemplan la sinrazón de los mortales. Se horrorizan con la fealdad de la ciudad nueva que se extiende como una plaga de mal gusto. Arriba, todo es distinto. En el Odeón se escucha la voz de Orfeo, en el templo de Dionisos queda la marca del vino y del sexo, en el Erecteión continúa la procesión de cariátides animando al culto de la belleza. El olivo protege a la ciudad, aunque parece haber perdido su poder. Y por fin, el Partenón, majestuoso a pesar de las grúas, andamios y casetas de obra. Prometeo, otra vez, intenta robar el fuego sagrado. Las gigantescas columnas rompen el cielo y lo manchan con rastros lechosos de nubes sin lluvia, mientras las ruinas siguen asediadas por el sol y los turistas. La ciudad moderna yace allá abajo, cubierta por una nube de veneno. Atenas, gloriosa patria de los dioses y de la civilización occidental es, desde el Olimpo, un cáncer con metástasis que solo respeta a su pasado en las alturas. 
Descendemos de la Acrópolis, deslumbrados por el éxtasis de la piedra antigua. Y culminamos el viaje a la Grecia antigua en el Museo Arqueológico: cerámica, estatuas y los restos de lo que los ingleses no se llevaron al British. Llegamos a la plaza Sintagma, escenario principal de la crisis de la Grecia moderna. Coches, mendigos y un ruido infernal no apto para griegos clásicos. 
Otra vez nos ataca el souvlika, con yogur, sin yogur, con patatas, sin ellas, con torta, con pan de pita... Esto no era, con seguridad, la ambrosía de la que hablaba Homero. La degeneración ha llegado también a la gastronomía en las grandes ciudades y, pese a todo, el barrio de "Placa" encanta lujurioso, con olor a cuero y anís, con sabor a vieja ramera oriental. Se respira vida agitada y pasional. Sus lugares necesitan reposo y mirada atenta, desvarío y unas copas de "tsipuro". Pero no hay tiempo. Los rostros antiguos de los héroes clásicos aparecen detrás de los mostradores de fruta y en los vendedores de cuero. Este mundo necesita un viaje más reposado. Hay que regresar para conversar con Néstor, Menelao y Alcinoo. Y para encontrar a Odiseo entre el tumulto o, por lo menos, a Eumeo. 
Buscando la entrada al templo de Hefesto, encontramos pandillas de jóvenes rebeldes que han defecado junto a la valla que separa la Atenas moderna del Ágora del Hefesteión. A un lado excrementos y cigarritos de la risa. Al otro, estatuas de Hefesto y Dionisos. A un lado, la vida con todas sus aristas; al otro, la nostalgia de un tiempo y unos dioses aburridos de ser contemplados con la mirada muerta. 
Volvemos a Xilocastro cargados de recuerdos griegos, físicos y espirituales. Una máscara de escayola de Dionisos compartirá maleta con los trabajos de Heracles y con la senda tortuosa de Edipo. El ponto negro como el vino ha removido su fondo y nos muestra su rostro violento. Se adivina la ferocidad de Poseidón que llevó a Ulises a la isla Ogigia para encontrarse con Calipso. Esperemos que Atenea, la de ojos brillantes, nos proteja y no asalte nuestro sueño el acechante Polinictas, dueño del garito que hay frente al hotel, donde se liberan todos los males de Pandora a partir de las doce de la noche. 
Los perros sueltos, sin amo, pasean por la marina buscando a Ulises. El pescador sigue en la orilla, protegido por la oscuridad y por la bóveda celeste, seguro de que algún día una nave de veinte remos lo devolverá a Ítaca.           

"Erial" por JuanJosé Millás

La expresión “como no podría ser de otro modo” ha venido para quedarse. Cualquier político que se precie (o que se deprecie) la repite dos o tres veces a lo largo de una entrevista. Pero no son los únicos. La utilizan mucho también los diseñadores de moda y los entrenadores de fútbol, incluso algunos periodistas. Como no podría ser de otro modo, esto o lo otro, o lo de más allá. Si buscas la frase en las noticias de Google, aparecen 907.000 resultados. Casi un millón de personas que cuando no saben cómo completar un pensamiento, o de qué manera comenzarlo, dejan escapar de entre sus labios el sintagma maldito. Como no podría ser de otro modo. El alma es una canasta de mimbre rellena hasta los bordes de expresiones hechas. Basta que se pudra una para que se pudran todas, como ocurre con las manzanas. De ahí que el “como no podría ser de otro modo” salga muchas veces descompuesto y nos quite las ganas de comer.

Estás viendo en el telediario escenas terribles de ancianas o niños atrapados entre los escombros de un edificio y sigues envolviendo tranquilamente los espaguetis alrededor del tenedor con la ayuda de la cuchara. Pero aparece de súbito la autoridad competente para declarar que, como no podría ser de otro modo, los trabajos de rescate se prolongarán el tiempo que sea necesario y abandonas los cubiertos sobre el plato para irte a devolver al cuarto de baño. Vomitas, claro, como no podría ser de otro modo. La expresión modal va calando poco a poco en nuestras conciencias de manera que incluso aquellos a quienes más asco les da, que deben de ser los poetas, la interiorizan como herramienta de uso corriendo el peligro de deslizarla en uno de sus versos. Mi vida es un erial, como no podría ser de otro modo.

martes, 31 de octubre de 2017

"Así se inventaron las brujas" por Martín Sacristán



Cada vez que imaginamos a una bruja volando en escoba, deberíamos pensar en él. Un monje viejo, ascético y lleno de achaques, que recorre los caminos de la Europa medieval, en dirección a Roma. En las paradas su hábito ha ido llenándose de piojos y pulgas. Su condición de legado papal no le ha servido contra los insectos. Tampoco para impedir ser expulsado por el obispo de su diócesis, en el Tirol. El prelado estaba harto de que lo acosase, día tras día, solo para decirle que existen gentes que adoran al demonio, y lo convocan en sus reuniones nocturnas. Cuentos de campesinos, le responde su superior jerárquico. Estupideces de viejo senil. El obispo ha intentado explicarle las sutilezas de la teología, haciendo hincapié en que la influencia del ángel caído inclina al hombre al pecado, como enseña la Biblia y los padres de la Iglesia. Pero desde luego no se aparece desde el Infierno para pactar con él.

Pero con Konrad de Marburgo todo razonamiento es inútil. Tiene en los ojos la mirada febril del iluminado. Como si aún estuviera entrando en la iglesia de Santa María Magdalena, en Beziers, sur de Francia, y contemplando a las siete mil personas degolladas en su interior. Aquellos herejes cátaros estaban refugiados allí, rezando, para pedir a Dios que les salvara de la salvaje persecución a que estaba sometiéndolos el papado y el rey francés. Pero Dios les había castigado. Él había estado allí, y en el resto de lugares donde se reprimió el movimiento cátaro. Pudo observar cómo Domingo de Guzmán, fundador de los dominicos, ordenaba que a los prisioneros se les sometiera a la cuna de Judas. Desnudos, atados por las muñecas y sostenidos en el aire por una cuerda, eran arrojados contra un saliente de hierro hasta desgarrarles el ano y el perineo. Todos, sin excepción, confesaron su pecado de sodomía. Peor aún, aseguraron que habían predicado a sus fieles que si hacían el amor usando este método, no pecarían. Porque el Señor había hecho el sexo para la reproducción, y sin ella no había pecado. Eran herejes, malvados, personas que querían impedir la salvación eterna de las almas de los cristianos.

La visión de los hechos de Konrad, y de todos lo que participaron en aquella cruzada, está contenida en la crónica de Cesáreo de Heisterbach. En ella se recoge la famosa frase «Matadlos a todos, que Dios en el Cielo distinguirá a los suyos». Es la supuesta contestación del papa Inocencio III a Arnoldo Almarico, inquisidor general y jefe de los ejércitos cruzados, que le preguntaba cómo distinguir a los herejes de quienes habían seguido siendo buenos cristianos, para no matar inocentes. La frase, seguramente, sea apócrifa, lo mismo que el resto de la narración, la cual no es sino un panfleto, hecho con refritos de los juicios inquisitoriales y con continuas alabanzas al exterminio de cátaros. Lo importante no es la verdad o mentira que contiene, sino la idea que la obra transmite: que un conjunto de rebeldes pueda amenazar a toda la sociedad y destruirla con ayuda de Satanás. Tal creencia quedó profundamente arraigada, tanto en la Iglesia como en la sociedad medieval. Fue el origen de la Inquisición como hoy la conocemos, y de las supersticiones que encenderían las hogueras en Europa y en sus colonias. Konrad iba a ser, sin saberlo, su mejor representante. 

Mientras recorría el camino que le separaba de Roma, el monje recordaba esos hechos. Sin ser consciente de que había sido manipulado por una campaña de propaganda. Ideada por el papa Inocencio III y por el rey de Francia Felipe II Capeto. Pretendían detener un movimiento que era a la vez independentista, y contrario a pagar impuestos al papado. La región en que había florecido, Occitania, era rica por su comercio con el Mediterráneo y por su clima benigno que favorecía la agricultura y la ganadería. Contaba además con una lengua propia, diferente de la hablada en París. Incluso con una orden religiosa, la de los cátaros, que había conquistado el corazón de las gentes al predicar la pobreza. Impedían a los sacerdotes cobrar por los sacramentos, librando del Infierno a los más pobres que no podían casarse, bautizar a sus hijos o recibir la extremaunción. Aseguraban que las iglesias tenían que ser modestas, sin adornos de oro ni plata. Y que ningún cristiano estaba obligado a pagar impuestos adicionales al papa.

Lo que vieron Konrad y otros como él no fue este proceso político, sino a una multitud enorme de herejes que en los juicios confesaban haber querido destruir las imágenes de Cristo, de la Virgen, y los santos. Que querían prohibir los sacramentos. Y promover el intercambio de parejas entre matrimonios. Eran adoradores del mismo Satanás. La opinión pública, que se había horrorizado cuando el papa ordenó por primera vez una cruzada contra cristianos, quedó tranquila al conocer los pecados cometidos por los seguidores del catarismo.

Konrad añadió a eso su mito sobre las brujas y los adoradores del demonio. No era un genio, ni un gran inventor de cuentos. Solo había recogido aquí y allá ideas sueltas que pudieran justificar sus delirios. La mayor aportación de una fuente escrita la obtuvo de un canon legislativo reunido por el obispo Burcardo de Worms. Compilada cien años antes, se refería a documentos aún más antiguos. Uno de ellos fechado en el momento en que ciertas tierras del imperio carolingio se hallaban recién cristianizadas. El obispo Burcardo, tomándolo de ejemplo, da por cierto que existe un culto cuyos partícipes se reúnen a la luz de la luna para realizar los «vuelos de Diana». Sus asistentes creen salir volando y entrar en contacto con espíritus malignos. Puede que en el siglo VIII quedasen restos de cultos paganos a la diosa protectora de la naturaleza, y que sea a eso a lo que se refiere el texto. Pero desde luego a principios del siglo XIII, con la Iglesia implantada en todas partes, ya no era posible.

Pero Konrad sí había crecido en una región donde las supersticiones que hoy los etnólogos consideran restos del paganismo seguían presentes. No eran ya más que ritos de buena suerte, transmitidos de padres a hijos, destinados a alejar la desgracia o a favorecer las cosechas y la ganadería. Ideas como cruzar un hacha en la puerta para que las tormentas se partieran en dos, haciendo desaparecer los rayos. O dejar algunas migajas de pan en las rocas de las montañas, porque los espíritus del bosque se aparecían de noche para comérselas. Y así las ovejas y cabras de las gentes engordaban más al pastar, y quedaban libres de enfermedades. Todo serviría para alimentar el mito en la mente del inquisidor.

En cualquier otro momento histórico, e incluso con otro papa en el trono de san Pedro, Konrad hubiera sido echado a patadas de Roma. Pero sus delirantes historias sobre adoradores del diablo eran lo que necesitaba el nuevo pontífice, Gregorio IX. Estaba reuniendo las leyes canónicas en un único código, que iba a ser la fuente del actual derecho canónico. Dentro de sus muchas reformas, se incluía la de la Inquisición. El pontífice quería que fuera permanente, en vez de convocarla cada vez que aparecían herejes, disolviéndola después. Para justificar esta medida consiguió que ciertos teólogos aseguraran que la herejía existía siempre, y por tanto había que perseguirla continuamente.

Gregorio IX escuchó con interés la denuncia de Konrad, hablándole de la injusta expulsión hecha por su obispo, cuando él solo quería cumplir su papel de inquisidor. Y eso le inspiró al papa una idea que pasó a formar parte de las leyes inquisitoriales. A partir de entonces, todo obispo estaría obligado a buscar regularmente en sus diócesis evidencias de herejía. Si no las encontraba, podía ser denunciado por un inquisidor, y apartado de su cargo. De ese modo, un prelado como el del Tirol nunca hubiera podido expulsar a Konrad. Y la autoridad de los inquisidores quedaba por encima de la de los obispos.

Es fácil imaginar que Konrad pudiera haber hecho otra sugerencia al papa. Su tierra de origen era parte del Sacro Imperio Romano Germánico, donde la hoguera se había hecho muy popular como pena máxima a los traidores. Qué mayor traición que la de un hereje a Dios, y qué mejor castigo que las llamas para él. Fruto de su influencia, o de la de la época, lo cierto es que el fuego quedó instaurado como el castigo a los herejes. Y las llamas de la Inquisición arderían en las plazas públicas desde entonces.

Pero la aportación indiscutible de Konrad es la que hoy constituye el segundo gran símbolo de la Inquisición, junto a las llamas. Brujas, aquelarres y adoración del demonio salieron de su prolífica imaginación, y lo sabemos gracias a la Gesta Treverorum, mandada redactar por su amigo el arzobispo de Tréveris. El objetivo de esta crónica era dar relevancia a los hechos llevados a cabo por los obispos de esa ciudad, haciendo especial hincapié en los acontecimientos más modernos. Como las persecuciones contra herejes llevadas a cabo por Konrad, que no tardó en ganarse la fama de admitir como cierta cualquier denuncia, siempre que el motivo de sospecha fuera la brujería o el culto al diablo.

La crónica es escrupulosa al detallarnos las confesiones obtenidas por el monje, convertido en inquisidor oficial por el papa Gregorio IX, y en las que tenía experiencia desde la persecución cátara. Consiguió que sus víctimas afirmasen haberse reunido de noche y dar inicio a su ceremonia quedándose completamente desnudos. Después confirmaban su pertenencia a la secta besando el ano de sus compañeros, sin importar el sexo, como forma de reconocimiento mutuo. Cuando el ritual estaba en su apogeo, se les aparecía un hombre calvo, de piernas muy velludas, que sodomizaba a todos los hombres presentes. Y penetraba hasta la última de las mujeres. Se hacían llamar a sí mismos luciferinos, por adorar a Lucifer, el ángel caído que se rebeló contra Dios.

Puede parecer una imagen manida, pero esta es la primera descripción de un aquelarre en Europa. Incluyendo una mención indirecta a lo que, con el tiempo y la labor de los inquisidores, serían las brujas.

De hecho no hay, ni en la literatura, ni en los documentos oficiales, una sola mención a rituales de brujería como el descrito antes de la Cronica Treverorum, del siglo XIII.

Las últimas ejecuciones en la hoguera de herejes se harían en la Europa del siglo XVIII. España tardaría aún cien años más. En 1823 la política conservadora volvía a instaurar algo llamado Juntas de Fe, revestidas de los mismos poderes que la Inquisición, abolida por los liberales. Francisco de Goya pinta en ese mismo año su segundo aquelarre, el sombrío. Una multitud de mujeres, sobre todo ancianas, están reunidas ante la aparición del demonio en su forma de gran cabrón. La capacidad crítica del artista está en su apogeo, y la deformación de los rostros, lo mismo que el diablo aparecido, son una denuncia de la absurda vuelta atrás que su país estaba viviendo. Una caricatura. A la vez, y sin él saberlo, estaba elevando las delirantes imágenes de Konrad de Marburgo a la categoría de arte moderno, preludiando los lenguajes de la ilustración, la novela gráfica y el cine. Y anunciando algo que pasó tres años después. Un maestro valenciano fue acusado de hereje, ahorcado, y su cuerpo encerrado en un barril pintado con llamas que fue arrojado al río. El tribunal pidió quemarlo, pero no se lo permitieron. Fue la última víctima de la Inquisición, en el tardío año de 1826.

Después de conocer al papa, Konrad regresó a su tierra de origen. Pero ya no llevaba consigo solo sus obsesiones. También unos nuevos poderes, amparados por la ley que daba origen a la Santa Inquisición, y desconocidos hasta entonces. De acuerdo a ellos, un denunciante no podía desdecirse, o era acusado él mismo de hereje. Ahora los testigos se mantenían siempre fieles a su primera declaración, sentenciando al culpable, que además podía ser sometido a tortura si el inquisidor así lo solicitaba. Y desde luego que Konrad lo solicitó.

La Gesta Treverorum asegura que gracias a él fueron quemados doscientos treinta y siete herejes en Stein, y otros ochenta entre mujeres, hombres y niños, en Estrasburgo. Pero no eran unos simples herejes más, sino unos nuevos cátaros. Konrad inventó para ellos un nombre, los luciferinos, adoradores de Lucifer, y el ritual, antes mencionado, de besos negros y sexo bisexual en grupo. Los luciferinos aceptaron que hacían todo eso. Y de este modo, la adoración al diablo y la reunión de brujas obtuvieron su base literaria, que iba a llegar hasta nuestros días.

Obviamente, los delirios de Konrad de Marburgo no hubieran llegado tan lejos de no ser por los manuales que fueron surgiendo para ayuda de los inquisidores, en cada vez mayor número. El primero apareció en 1376, cuando Nicolás Aymerich escribió el Manual del inquisidor, que bebía de las tradiciones iniciadas por Konrad. A su vez, en 1487 se publicó el Martillo de brujas, un verdadero bestseller de su tiempo que fue a la vez una historia de la brujería y un manual para inquisidores, tanto católicos como protestantes. No es casualidad que uno de sus autores hubiera nacido al sur de Estrasburgo, la misma ciudad en que Konrad persiguió a los luciferinos. Allí la tradición heredada de él y de Burcardo de Worms convirtió la imaginación y las tradiciones populares en verdades de fe. Nadie dudó ya, a partir del Renacimiento, de que las brujas realmente existían. Incluso de que se reunían en los términos propuestos en origen por Konrad. Aunque posiblemente jamás hubo un aquelarre real en ninguna parte del mundo. Y cabe suponer que diablos sodomizadores, tampoco.

Umberto Eco, que era no solo un conocedor de la Edad Media, sino que la comprendía de manera magistral, se inspiró en personajes como Konrad para escribir El nombre de la rosa. Debajo de su argumento, la novela esconde claves sobre el ambiente que dio origen a la creencia en brujas y demonios. Precisamente Guillermo de Baskerville, protagonista y monje erudito, de mente abierta, tiene que discutir la herejía de la pobreza, promovida por una rama franciscana, los espirituales. Lo mismo que decían los cátaros, y otros movimientos de la época. Jorge de Burgos, el monje más viejo de la abadía a la que llega Guillermo, representa la mentalidad de los apocalípticos. Religiosos convencidos de que había señales en su tiempo del fin del mundo, y que si esto era así, la presencia del demonio entre ellos era cierta, ya que según el Apocalipsis de Juan su reinado precede al fin. Extraían de un principio teológico un argumento para defender la existencia de fantasías, como Konrad. Finalmente está el inquisidor, Bernardo de Gui, figura clásica del religioso intolerante y más dispuesto a condenar a un hereje que a determinar si lo es o no. Con personajes históricos, que existieron realmente, Umberto Eco nos transmite el sentir de una época, tanto como lo hacen en su contexto histórico la crónica sobre la aniquilación de los cátaros, o la Gesta Treverorum.

En su traslado al cine, la película del mismo nombre tuvo aciertos magistrales en la caracterización de sus protagonistas. El rostro del actor Feodor Chaliapin haciendo de Jorge de Burgos podría ser, sin la ceguera, el del mismo Konrad. Hubo además en el largometraje un cambio de argumento destinado al comercial final feliz. Por eso el inquisidor Bernardo acababa trinchado en unos hierros, lo que no ocurre en la novela. Singularmente, el fin del inventor de las brujas no fue muy distinto.

Los procesos contra los luciferinos habían vuelto al monje inquisidor extremadamente soberbio. Estaba convencido de que su poder inquisitorial estaba por encima de cualquier poder terrenal, y que solo respondía ante Dios. Tanto es así que acusó a un importante noble, Enrique III, conde de Sayn, de participar en orgías satánicas. Después le declaró culpable, condenándolo a morir en la hoguera. El conde apeló a un tribunal superior, y sus obispos, reunidos de Maynz, le liberaron de todos los cargos. Konrad abandonó el juicio entre furibundas acusaciones de traición, y asegurando que dejaban libre a un adorador del diablo.

Horas después, en el camino de vuelta a Marburgo, que recorría acompañado de un monje franciscano, fue asaltado por un grupo de caballeros armados. Tras detenerle, le cortaron las orejas, la lengua, y le arrancaron los ojos, mientras a su compañero se limitaban a matarlo rápidamente. En la mentalidad medieval, las mutilaciones que acabaron con su vida eran el castigo reservado a quienes usaban sus sentidos para mentir sobre otros. No hay evidencias de que el conde Enrique III ordenara su asesinato, aunque todo parece apuntar en ese sentido.

Pero Konrad no había muerto del todo. El papa Gregorio lo declaró paladín de la fe, ordenando ejecutar a sus asesinos, mandato que no llegó a cumplirse. En las tierras germánicas que lo sufrieron su memoria prevaleció cuando ya los papas se habían olvidado de él. Durante siglos fue recordado como el prototipo de inquisidor sádico. Hoy una lápida, dentro de una finca privada, señala el lugar, cercano a la ciudad de Marburgo, donde que fue ejecutado.

En realidad, Konrad sigue con nosotros. Sin saberlo, invocamos su memoria al pensar en brujas montadas en escoba y en adoradores del diablo. La bruja demoníaca se ha plasmado en tantas ramas del arte que incluso ha podido volver al terror inicial que propagó su inventor. Ese miedo a un poder superior, invisible, y peligroso, lo vimos renacer en 1999, cuando El proyecto de la bruja de Blair convirtió a la vieja hechicera en una espeluznante película de terror sicológico. El sentimiento que transmite este largometraje puede ser el mismo que sintió Konrad ante sus herejes luciferinos. Y es algo que permanece muy en el fondo de todos nosotros. La sospecha de que el mal puede cobrar forma y herirnos de manera que no imaginamos. Ayer en forma de hechiceros adoradores de Satanás, y hoy como vacunas que provocan autismo, chemtrails que dejan estéril, enfermedades creadas en laboratorio, o sombríos poderes que lo controlan todo. Y ya quisieran. En el fondo, buscar soluciones fáciles a problemas difíciles es algo tan humano que nunca nos libraremos de ello. Tanto es así que los Konrad de Marburgo han vuelto a aparecer en nuestro tiempo, ahora bajo otros nombres.