sábado, 11 de octubre de 2014

"La esposa de la canción" de Gustavo Martín Garzo ("El País")


Santa Teresa”, escribe Cioran, “era una esposa de la canción, un corazón traspasado, el misterio del solitario, de una pasión divina imparcial, la misma fuerza, lo mismo... Todo su tambaleo en un trance de éxtasis es la esposa del Cantar que deambula y no encuentra, es todo el embebecimiento sabroso, es la esposa de la canción que ha logrado su propósito, o que ha sido secuestrada por sorpresa”. Una esposa en busca de su amado, que sigue su rastro en la oscuridad, que se adentra con él donde nadie puede verles.
El Dios en el que cree Santa Teresa no es una entidad abstracta, como el dios de las grandes religiones, sino que tiene una dimensión humana. No solo habla con él sino que llega a describirlo físicamente: habla de su cuerpo, de sus gestos, del color de sus ojos. Habla de él como la esposa del Cantar lo hace de su amado. Y, como la esposa, también ella busca un lugar escondido y secreto, donde recibirle, pues todo ese mundo de visiones, arrobamientos y gozos inefables, ese mundo de hermosos desatinos de los que ella da cuenta en sus escritos solo habla del cuerpo transfigurado por el amor.
Los pasajes en que nos cuenta sus raptos no tienen nada en común con los delirios de un psicótico. Un delirio es un sueño que no se puede compartir, que solo le pertenece al que lo tiene, que no cabe abandonar. Y los delirios de Santa Teresa lejos de apartarla del mundo la hacen soñar con una comunidad de iguales, una comunidad de mujeres. En realidad, tan pronto se encuentra con Dios corre a reunirse con sus monjas para contárselo. Y como prueba de ello ahí está el Libro de la vida, que es sin duda uno de los libros más extraordinarios, inclasificables y deleitosos que se han escrito en nuestra lengua. Una Sherezade celeste es lo que Santa Teresa soñaba ser.
Santa Teresa no se limita a hablar con Dios sino que lo ve, y se ve atravesada por él. Este es el famoso pasaje en que Santa Teresa describe uno de esos encuentros: “Vi a un ángel cabe mí hacia el lado izquierdo en forma corporal... No era grande, sino pequeño, hermoso mucho, el rostro tan encendido que parecía de los ángeles muy subidos, que parece todos se abrasan... Veíale en las manos un dardo de oro largo, y al fin del hierro me parecía tener un poco de fuego. Este me parecía meter por el corazón algunas veces y que me llegaba a las entrañas: al sacarle me parecía las llevaba consigo, y me dejaba toda abrasada en amor grande de Dios. Era tan grande el dolor que me hacía dar aquellos quejidos, y tan excesiva la suavidad que me pone este grandísimo dolor que no hay desear que se quite, ni se contenta el alma con menos que Dios. No es dolor corporal, sino espiritual, aunque no deja de participar el cuerpo algo, y aun harto. Es un requiebro tan suave que pasa entre el alma y Dios, que suplico yo a su bondad lo dé a gustar a quien pensare que miento... Los días que duraba esto andaba como embobada, no quisiera ver ni hablar, sino abrasarme con mi pena, que para mí era mayor gloria, que cuantas hayan tomado lo criado”.
Se trata de un rapto consentido, la escena de una amante arrebatada en la noche por el ser que ama. Estamos en el reino de la adoración, y adorar algo es abandonar el reino del yo, del sujeto, y desaparecer en esa noche de la que hablan las canciones de alba. Los amantes, en esas canciones, no quieren que la noche termine, no quieren que amanezca porque eso supone encontrarse con aquellos que eran antes de conocerse. “El cuerpo del amor se vuelve transparente”, escribe José Ángel Valente en uno de sus poemas. Y añade: “No busca el alba, no amanece el cantor”. Es de ese espacio sustraído a la identidad, a la razón, al alba, de lo que habla Santa Teresa en sus trances.
“La poesía”, escribió Lorca, “no quiere adeptos sino amantes. Pone ramas de zarzamoras y erizos de cristal para que se hieran por su amor las manos que la buscan”. Santa Teresa es una de esas amantes, por eso sufre constantes trastornos y llega a enfermar una y otra vez en ese camino de perfección. Se ha hablado de crisis epilépticas, de problemas histéricos, de trastornos derivados de unas fiebres reumáticas mal curadas y de otras dolencias reales o imaginarias. Pero su cuerpo es el cuerpo de todos los seres heridos de los cuentos.
Los cuerpos heridos por la pena o el desprecio de los demás, que no fue sino lo que ella misma tuvo que sufrir a causa del origen judío de su familia y de su condicion de mujer. Es la ley de los cuentos, que nada esté completo, por eso su mundo está poblado de seres y lugares rotos. Seres a los que les faltan los brazos, que no pueden ver o andar, que viven presos en torres que nadie visita, que han perdido la voz o que tienen que realizar las tareas más complicadas o visitar los reinos más extraños.
Santa Teresa siempre cumple con esas tareas y regresa de esos reinos. Como el trapecista, vuela a lo alto, pero sabe que tiene que descender, ocuparse de sus monjas, de su escritura, de sus compromisos con el mundo y con su propia fe. Por eso quiere reformar el Carmelo, para hacer frente a esos compromisos. Para ella, un convento es un lugar donde vivir. De ahí su humor, la ironía que desprenden sus escritos. La ironía transforma el templo en una casa.
“No era grande, sino pequeño”, escribe del ángel que la visita. Ese ángel es una metáfora preciosa del amor, porque el amor, como el juego de los niños, es el reino de lo pequeño. La celda en que escribía Santa Teresa era un lugar diminuto. Escribía sentada en el suelo, poniendo el papel sobre el duro jergón, ya que apenas había espacio para más. Es curioso señalar a este respecto la importancia que tienen los diminutivos en el Libro de la vida. Se ha hablado de su valor afectivo, y de cómo esa forma gramatical expresa el estado de pobreza espiritual del alma que empieza su camino de perfección, pero su verdadero significado es otro.
“Casa de trece pobrecillas, unos trabajillos envueltos en mil contentos, una triste pastorcilla, estas maripositas de las noches...”, todos esos diminutivos son su manera de mantenerse en ese reino de lo pequeño esencial. Lo pequeño es el símbolo de lo que está en el umbral, lo abierto a otras formas de realidad, al lugar donde viven los deseos. Su mundo es el mundo de graciosa afectividad de los villancicos y las canciones populares.
Pero ¿no es la escritura también una forma de hacerse pequeña, de desaparecer en ese silencio que es su sola razón de existir? Santa Teresa no escribe porque se lo hayan pedido sus superiores, pues de ser así ¿cómo sus palabras tendrían esa gracia, estarían tan llenas de deseo? Escribir para ella es relacionarse con lo que desconoce. La búsqueda de un interlocutor providencial que le haga decir lo que no sabe explicar; la espera, en suma, de la gracia. Una respuesta a preguntas que no nos habíamos hecho, eso es la gracia para ella. Tal es el misterio de Santa Teresa, y lo que hace que cinco siglos después de su nacimiento podamos seguir leyéndola con gozo: transforma la religión en poesía. Porque religión y poesía no siempre son lo mismo (y esta es la desgracia de las religiones). La religión nos ofrece respuestas; la poesía nos enseña a amar las preguntas aun sabiendo que no pueden ser contestadas.

miércoles, 8 de octubre de 2014

"La religión y otros chistes increíbles" de Miguel Iríbar


La religión, ese asunto tan “serio” que a menudo los cómicos evitan porque “la gente es muy sensible” es, justamente por eso, uno de los tópicos más apasionantes que pueden tratarse en un monólogo. Como ateo practicante, celebro cada intento de cuestionar la religión de forma seria a través del humor, delatando el fraude de ese invento tan antiguo, que aún tiene fuerza, seguidores y una casilla en la declaración de la renta.
Miles de explicaciones intentan justificar que haya tantas religiones y todas ellas sean respetables: es algo presente en todas las culturas, ayuda a la gente a soportar la dureza de la vida, forma parte de nuestra esencia interior, etc. Cuando uno se atreve a decir que cualquier religión es simplemente un cuento y una invención, algo obvio a poco que uno investigue el origen de todas ellas, parece que está socavando la integridad moral de todos los creyentes. Ser creyente es una especie de carta blanca que te permite no dar explicaciones por las flagrantes estupideces que salen de tus labios, no hacer transfusiones a tu hijo, creer que Dios te regaló un trozo de tierra, amputar el clítoris de tu hija, apedrear a una chica por ir con un tipo en un coche o llamar puta a la vecina del quinto. Ser creyente te permite mirar por encima del hombro a millones de personas que viven en pecado y no van a salvarse, aparte de considerar que el refrito de tus valores morales es mejor que el refrito de cualquier otra persona, especialmente si esa otra persona no cree en ningún dios. Desde los megalómanos faraones de Egipto hasta los zumbados aztecas, pasando por las Cruzadas, el fundamentalismo islámico y una serie casi infinita de religiones, siempre ha habido unos cuantos elegidos que habrían arrasado al resto de la humanidad sin piedad alguna, sabiendo que hacían el Bien. Desde luego, hay pocas que no lo hayan intentado. No hay ningún tipo de ateísmo que tenga la caradura de pedir esos u otros derechos por el hecho de no profesar ninguna creencia, y por supuesto no existe ningún estado con leyes que se lo permita.
Guste o no guste, esto se está terminando. Puede que sea así, en gerundio, es un proceso largo y no podemos permitirnos el lujo del participio, pero la ciencia, las comunicaciones, y el creciente espíritu crítico de una mayoría suficiente de cabezas pensantes acabarán con esta etapa supersticiosa y crédula del ser humano. Quizá no suceda en este siglo ni en el próximo, pero las horas están contadas, y en la parte que concierne a este blog, muchos cómicos, sobre todo americanos, llevan mucho tiempo metiendo el dedo en la llaga.
Justamente en Estados Unidos, ese país repleto de creacionistas afines al Tea Party, de antiabortistas asesinos, de retrasados con estudios que creen que Obama es el Anticristo y donde la frase “In God we trust” corona cada billete de dólar, se produce la mejor comedia antireligiosa del mundo. Para empezar, un “básico” que seguramente ya conozcan pero que no está de más repasar: George Carlin.

https://www.youtube.com/watch?v=s1MdRzZWQMo

Todos tenemos gente conocida, querida, que cree en cosas que nos parecen absurdas. Hay grandes peleas en torno al fútbol, a la política o al modo de alimentarnos. Al menos sabemos que, para bien o para mal, la política, el fútbol y el tofu existen. No ocurre lo mismo con la idea del “Más allá” que cada religión vende a sus fieles. En todo caso, y aceptando lo intangible de su pensamiento y de la irrefutable prueba interior que funda cada fe personal, uno tiene la sensación de que en el fondo del corazón de cada creyente hay una gran duda inasumible. Y a ellos, sobre todo a los más flexibles, a los que critican al Papa pero siguen yendo a misa, a los que detestan la condena del Vaticano al preservativo en África y apuestan por la religión de base y los misioneros, ignorando lo que hacen sus jefes en Roma, y en definitiva, a todos los que modelan una religión a su medida, va dedicado este fragmento de Doug Stanhope.

Siguiendo con el entrañable Doug, añadamos este vídeo de apenas un minuto sobre el Papa, uno de los mejores gags que he escuchado en los últimos meses.

Hace poco se estrenaba The Master, una supuesta recreación de la vida de L. Ron Hubbard, padre de la Cienciología. Aparte de lo que les parezca como película esta historia de Paul Thomas Anderson, que tampoco ha querido hacer un trabajo exhaustivo ni documental sobre el tema, la trama se centra en un aspecto interesante: la creación de una nueva religión es algo muy complicado, que a menudo se confunde con la estafa. La Cienciología, que muchos llaman secta, cuando en el fondo cualquier religión es una secta venida a más, es otro cuentecito más, un nuevo fraude moderno. De ella, del cristianismo, de los mormones, y de muchas más cosas, nos habla Bill Maher, tal vez el cómico y presentador actual más concienciado con el tema religioso al otro lado del Atlántico. Cuando tengan tiempo, busquen su documental Religolous en Youtube. Mientras tanto, disfruten de estos seis minutos y medio de verdades como puños.
Sorprende, aun sabiendo que se trata de una minoría en su país, ver que el público aplaude y vitorea cada crítica a las religiones, cada referencia al sentido común. En España cada vez es más habitual tratar estos temas y sentir que la gente agradece cierta irreverencia, aunque habría que fletar cincuenta autobuses y hacer cinco castings para juntar a mil personas que reaccionaran así. Muy recomendables son también los grandes bloques de Rick Gervais, Bill Hicks, Dara O’Briain, Lewis Black y un largo etcétera de cómicos, sobre todo angloparlantes, que tienen por costumbre destripar las falacias de la religión. Y si reclaman algo más serio, lean Dios no es bueno, de Christopher Hitchens, o El espejismo de Dios de Richard Dawkins, tipos brillantes que no escatiman en sentido del humor. Hitchens, que murió hace poco más de un año, iniciaba una conferencia diciendo: “Ok, no sé si realmente me tomará diez minutos refutar la existencia de Dios”. Dawkins impulsó una célebre campaña a favor del ateísmo, colocando carteles en los autobuses del centro de Londres, con la frase que encabeza esta entrada del blog.
Criticar la religión puede ser incómodo, pero no es gratuito. Si algo ha caracterizado a las religiones a lo largo de la historia, es su odio al sentido del humor. Nunca te matan por llorar por algo, pero sí por reírte de ese algo. Está bien recordar que muchas religiones, cuando podían, cuando eran fuertes, exterminaban a quienes se reían de sus creencias. Y lo siguen haciendo en muchas partes del mundo. El resto viene con la sonrisa amable, con el chupito gratis de la caridad, con el flyer del amor al prójimo y el dos por uno de la Salvación, pero su local sigue lleno de represión, supersticiones y deseo de poder. Aprovechemos que ahora es nuestro turno, y consolémonos con el célebre “quien ríe el último, ríe mejor”.

domingo, 5 de octubre de 2014

'Leyendawski' de Juan Bonilla


Es bien sabido que con la figura del perdedor han hecho su fortuna muchos triunfadores. Uno de los más significativos es Charles Bukowski, que cuando ya vivía en un chalet de dos plantas y conducía un BMW de miles de dólares pagados al contado, escribió: Esto es mucho mejor: vivir: donde vivo ahora/ escuchar/ el consuelo/ la bondad/ de esta inesperada/ sinfonía del triunfo: una nueva vida"  Los versos parecen dar a entender que "la vieja vida" fue terrible, y, de hecho, el 'héroe bukowskiano', con insolentes rasgos autobiográficos, es reconocido por ser un marginal que se gana la vida como puede, disparando poemas a revistillas que los pagan mal y tarde o con trabajos de poca monta en los que es humillado a cambio de una paga que se va mayormente en litros de cerveza y montañas de putas. Borracho, mujeriego, bronquista y jugador: así es el personaje principal erigido por Bukowski a través de muchos relatos, muchísimos poemas y unas cuantas novelas que, convenientemente barajadas, pueden hacer las veces de autobiografía: La senda del perdedor, se titula precisamente el volumen en el que revisita una infancia marcada por la dureza del padre y por los padecimientos de la xenofobia y aliviada por el descubrimiento de un lugar seguro desde el que vengarse del mundo y su realidad: la soledad, la literatura. De hecho el componente autobiográfico es uno de los encantos de Bukowski, esa alquimia mediante la cual la vida verdadera de un perdedor se transformaba en el oro de la literatura de alguien que, ajeno, aparentemente, al mundo literario, enemigo de la pedantería, martirizador de intelectuales, parecía entender el poema o el cuento como un lugar en el que caerse muerto. Esa imagen de poeta entregado a la vida -que iba al fango de la vida para extraer los materiales con los que levantaba sus poemas y sus cuentos y sus artículos y sus novelas- era la que nos fascinaba de chavales. Ay aquellos libros blancos de la colección Contraseñas de Anagrama con títulos tan elocuentes comoLa máquina de follarErecciones, eyaculaciones exhibiciones, Escritos de un viejo indecenteSe busca una mujerFactotum, Lo que más me gusta es rascarme los sobacos...
Bukowski era cualquier cosa antes que un literato. Su mal gusto era desafiante. Su manera de hundirse en la mala vida, auténtica rebeldía ante un orden social para autómatas. Ah, qué jóvenes éramos. De hecho, siempre me ha parecido que Bukowski es un gran autor de literatura juvenil, que si hubiera alcanzado ese mundo suyo ya adulto hubiera mirado para otra parte o me hubiera tapado la nariz o lo hubiera discutido viendo auténtico conformismo en esa vida de perros que llevaban sus agónicos personajes. Pero habérmelo encontrado de adolescente me convirtió en un hincha, es decir: en alguien que no atiende a razones. Bukowski era nuestro enviado especial a un infierno del que él volvía envuelto en carcajadas, en suficiencia, en poesía brutal, en el sosegado nihilismo de quien ya antes de hundirse estaba muy convencido de que no había nada que hacer. Su personaje principal -Chinaski- nos mejoraba porque se las arreglaba para alcanzar algunos paréntesis de plenitud en medio de la cochambre y porque, a pesar de su pegajosa incapacidad para llevar una vida normal, a pesar de sus frecuentes derrotas, conservaba el pulso suficiente como para, aliviada la resaca y antes de entrar en la siguiente borrachera, contar algo de sí mismo, fijar sus experiencias por mediocres o patéticas que fueran, elevarlas mediante la literatura. Una literatura que pugnaba por alcanzar la naturalidad. El compromiso del escritor era un árbol de pega cuyo único fin era que no se viera que no hay bosque alguno, en afortunada frase de Juan Corredor. Al fin y al cabo eso es ficción: lo que hacían los alfareros con el barro, darle forma para conseguir algo útil. Bukowski nos resultaba muy útil a los adolescentes de los 80. Y se lo sigue resultando a los adolescentes posteriores si he de creer las preferencias declaradas de algunos poetas de poco más de 20 años que lo citan en el panteón de los venerables de quienes reciben algún tipo de influencia.
Charles Bukowski. Retrato de un solitario (Editorial Renacimiento) de Juan Corredor es un excelente estudio del autor de Factotum. Se propone, y consigue, retratar a un escritor que consiguió subirse a un pedestal hecho de tópicos que podían fácilmente desmentirse o al menos ser corregidos y muy matizados: no era Bukowski un escritor que desdeñara los corredores del mundo literario, antes bien, sabía moverse por ellos con singular celeridad, ambicionaba recorrerlos creando al hacerlo su propio público, un público que iría en aumento desde que empezara a llamar la atención en revistas marginales y editoriales con escasa difusión.Un público que parecía interesarse tanto o más que por sus poemas y cuentos y columnas, por sus circunstancias: es decir, un público al que le intrigaba si aquello que se contaba en poemas y cuentos y columnas era verdad o no, como si no les bastara la calidad y la personalidad de los textos. Bukowski era capaz de convertir sus fracasos en éxito: de hecho una de sus primeras ventas es una historia acerca de las cartas de rechazo que colecciona un escritor. Detalladamente, con muy buena prosa, Corredor va desnudando a Bukowski, o al menos, la leyenda Bukowski: se ve en todas las páginas del libro que también es un hincha, pero al contrario que los chavales que fuimos, es capaz de razonar sin que sus argumentos quiten mérito alguno al escritor.
Bukowski construyó una leyenda -como Salinger, como tantos otros- y despistó a los críticos que se le acercaban más por ser leyenda que por ser escritor de una obra tan personal e influyente. El personaje era indispensable para que el escritor destacara, para potenciarlo: el lector medio, sobre todo los jóvenes, agradecía que tras textos intensos y descarados y -a veces- geniales (como ese gran cuento titulado Deje de mirarme las tetas, señor, un relato que por otra parte no tiene nada de autobiográfico) hubiera un tipo tan singular, una biografía tan difícil como la que vendía Bukowski. Si, como quieren algunos, la misión esencial de un escritor -en la jungla de escritores que es la literatura- consiste en alcanzar una voz personal y reconocible no cabe duda de que Bukowski es de los que alcanzaron la meta. Lo malo de alcanzar esa meta es que pueden darte por leído quienes ni siquiera han pasado de escuchar unas cuantas cosas sobre ti: quienes se agarran a unas pocas etiquetas y se dejan llevar por ella, como si las etiquetas no mintiesen casi siempre y como si no fueran las etiquetas lo primero que hay que quitarle a las cosas para empezar a utilizarlas. No hace falta haber leído a Bukowski para tener ciertas nociones sobre él: prosa ligera, diálogos llenos de palabrotas, escenas violentas, cierto aire melancólico, borracheras, sexo a tutiplen y de pago la mayor parte de las veces, desdén por el mundo cultureta, resacas, todo eso, asco de vida.
Escarbando en su vida, el retrato de Bukowski que nos presenta Corredor matiza cada una de las etiquetas que con harta facilidad se le colgó al personaje: ciertamente en toda su obra hay muchos trallazos contra la literatura pomposa y contra autores a los que consideraba "escritores para escritores o para profesores", pero, por mucho que en declaraciones y algunas columnas Bukowski tratara de dar la impresión de que la literatura y la poesía le importaban bastante menos que las botellas que iba a beberse esa tarde, lo cierto es que era un gran lector, que siempre fue un  gran lector, dotado de una aguda capacidad para amortajar grandes nombres con un epigrama o con un elogio. Tampoco es cierto que fuera un inmenso pasota al que la suerte de sus escritos se la trajese floja: habrá pocos escritores que hayan dado tanto la brasa por conseguir que le publicasen aquí o allá, que escribiesen tantas cartas a sus editores, que colaborasen tanto con revistas de medio pelo para ir erigiendo su propia estatua. Ello no dice nada bueno ni malo del escritor, de sus textos, sólo de lo poco que tenía que ver lo que el escritor decía de sí mismo, cómo se presentaba ante sus lectores, con la verdad. Desde muy joven Bukowski ambicionó ser alguien y serlo en la poesía norteamericana. Y lo consiguió, primero porque se lo merece, y segundo porque en pocas cosas gastó más energía que en esa empresa.
Su obra, por otra parte, enlaza claramente con la novela picaresca: su héroe no deja de ser de la estirpe de Lázaro de Tormes, alguien que conoce bien los bajos fondos y tiene que aviárselas para vivir como se pueda, hermanándose con espontáneos iguales que serán olvidados a la vuelta de la esquina, donde otros iguales le esperan para seguir el camino hacia ninguna parte. A pesar de que en un cuento de uno de sus grandes libros, Hijo de Satanás, hay una pieza en la que se intuye la necesidad de una revolución de los parias de la tierra -con un ejército de mendigos apropiándose de un supermercado- no hay muchas páginas de Bukowski donde se revele una conciencia de clase que se ve obligada, dado su aplastamiento, a declarar una guerra: lo que hay más bien es una conciencia de solitario que está en guerra con el mundo, sin distingos de clase, y esa conciencia a lo máximo que llega, la mayor parte de las veces, es a mandar a tomar por culo a un jefe que quiere pasarse de explotador o a ajustarle las cuentas a un idiota que quiere hacer uso de su posición de poder porque es el que firma los cheques. Poco más. Bukowski detesta al prójimo, sea burgués o pensionista. Si el paraíso es el lugar donde uno puede sentir la cercanía del prójimo sin temor alguno, en frase feliz de Walter Benjamin, el único paraíso sobre la tierra en los cuentos de Bukowski es la habitación de la pensión donde el héroe está solo, a salvo del mundo, fumando y bebiendo y tecleando en su máquina. "Yo era un hombre que me alimentaba de soledad: sin ella era como cualquiera privado de agua y comida. Cada día sin soledad me debilitaba. La oscuridad de mi habitación era fortificante para mí como la luz del sol para los otros. Le di un trago a la botella", se lee en Factotum. El héroe de Bukowski parece haberse tatuado en la corteza del alma aquella frase de Ibsen según la cual "el hombre más grande es aquel que está más solo".
También la leyenda de que llevó una dura vida que se sostenía gracias a trabajo de poca monta se lleva un varapalo aquí: lo cierto es que era funcionario de Correos y lo fue durante un montón de años y sólo se salió de la administración cuando hizo cuentas y vio que podía vivir de la escritura. Tuvo mucho que ver con ello el gran ángel de la guarda de Bukowski, el editor John Martin, que se hizo editor para publicar a Bukowski, que fundó la mítica Black Sparrow Press después de vender su colección de primeras ediciones de D.H. Lawence, que le ofreció un sueldo mensual a Bukowski -como Carmen Balcells a Vargas LLosa- para que dejara cualquier ocupación que no fuese escribir. Y a esa pasión se entregó frenéticamente -porque ya estaba entregado antes, eso hay que decirlo en su honor- y empezó a abrírsele el cielo de la fama, no sólo en Norteamérica sino sobre todo en Europa. Como había que alimentar al mito sus recitales, multitudinarios, siempre llevaban algún regalo espectacular. Había que complacer a la hinchada. Una hinchada en la que figuraban las sucesivas amantes que iban a certificar su fama de mujeriego, chicas jóvenes enamoradas de un mundo siniestro y de su arrasado creador, al que elocuentemente se proponían salvar de un fango ficticio. Las mujeres -que daban título a una de sus novelas- son también importantes en el retrato del solitario que propone Corredor. A pesar de la fama de misógino inveterado de Bukowski, parece necesitarlas como a la propia escritura. No era una cosa sólo de follar y hasta otra, no: hay en Bukowski un romántico irredento con peligrosa facilidad para enamorarse. Se diría que no hizo otra cosa, una vez llegada la fama y la atención de las multitudes y el ejército de groopies, que vengarse de una adolescencia complicada y solitaria en la que su rostro arrasado por las marcas de acné no resultaba muy atractivo para las chicas a las que quiso conquistar.
Una de las grandes virtudes del libro de Corredor es que, presentándonos a un Bukowski mucho más real que el mítico Bukowski que se inventó a sí mismo, invita a meterse en el mundo de Bukowski, en la literatura de Bukowski, en sus poemas largos y narrativos y sus cuentos cortos y poéticos, duros, sucios, vivificadores y enérgicos. No sé si yo lo haré, porque me tengo prohibido volver a visitar los libros que me resultaron importantes en la adolescencia, por el riesgo de  no ver en ellos ahora nada de lo que entonces me resultó importante. Ya digo que para mí Bukowski es el más grande de los escritores de esa parcela que conocemos como literatura juvenil y, lamentablemente, aunque Bukowski siga siendo el mismo que cuando me lo bebí, yo ya no soy el que era y tampoco quiero corregir el recuerdo que tengo de su admirable e indecente escritura.

sábado, 4 de octubre de 2014

Draganov y las mallas de colores



Ni el falsete de los Bee Gees (dice Draganov) provoca tantos escalofríos como la horda de mujeres y hombres maduros que llenan los gimnasios y los salones de baile de Varna. Esas mallas de colores chillones y esas camisas de festival de Eurovisión son tan provocadoras como Putin en tanga con un kalashnikov entre las manos. Sin embargo, ellos y ellas se ufanan disfrutando de su tercera juventud, flirtean como adolescentes y se refriegan como mandriles en celo. Desde fuera se juzga patético su comportamiento y su aspecto, pero ellos no se muestran como pavos reales con artritis para impresionar al público asistente, sino para recuperar algún pliegue perdido de su juventud o para compensar una frustración matrimonial o por la melancolía de haber perdido sus mejores años amamantando criaturas o atendiendo la ventanilla de un banco. Detrás de las cintas en la frente, de los pantalones ceñidos, de las depilaciones pectorales y de los baños de tinte, existe un deseo desesperado de recuperar el tiempo perdido, un ansia por agarrarse al borde del precipicio a costa de perder el esmalte de uñas y los pantalones en el intento.
Draganov no ve más dignos ni menos patéticos a los que alardean de seriedad y madurez, a los que se pliegan sin chistar a las obligaciones que les imponen las convenciones. Si al ver los colores fosforescentes de los "viejóvenes", le escuecen los oídos; al asistir a esos actos rituales en los que las madres hacen de madres, los padres de padres, los hijos de momias ejemplares y los profesores, políticos y escritores de recios sustentadores de la tradición, la bilis le llena el paladar y un olor a armario cerrado le nubla los sentidos hasta provocarle la misma sensación desagradable que una digestión pesada...
Draganov navegó entre las dos vertientes antes de meterse a intelectual. Hablaba con conocimiento de causa. Aún circulan en su país algunas fotos comprometedoras del escritor en un concurso de valses. Destaca del resto por su frac rosa, su chistera nevada de oro y sus bermudas de topos amarillos.      

viernes, 3 de octubre de 2014

Sintaxis para 2º de bachillerato C





Para que sigamos gozando a tope del maravilloso mundo de la sintaxis (en el que seguro que habéis disfrutado mucho durante la primera parte de la evaluación), aquí os dejo unas oraciones para hacerlas en casa (como os dije en clase). Revisad vuestros errores con el modelo corregido que podréis recoger en conserjería. Os serán muy útiles de cara al examen del martes. Con siete candados están guardadas sus soluciones. Intentad abrirlos y obtendréis lo que ya consiguió la dueña de este artilugio: el placer de dar con la clave de lo desconocido. Os dejo las soluciones de las tres oraciones en conserjería, por si alguno quiere comprobar la habilidad de su llave.

1. Es una evidencia que veintiún alumnos en una clase de 2º es el número perfecto para comenzar a disfrutar de la lengua.

2. Las delicias de realizar un comentario de texto en un fin de semana no se pueden comparar con las de gozar de un botellón a la orilla del río.

3. Cuando empecemos los temas de literatura, viajaremos por toda España y visitaremos más conciencias de las que nunca hayáis tenido noticia.

martes, 30 de septiembre de 2014

"¿Por qué leer a los clásicos?" de Pablo Hernández Blanco


«Clásico». La palabra en sí ya impone. Al escucharla es inevitable sentir un temor casi reverencial, un máximo respeto: nos vienen a la mente libros de naturaleza colosal, tan irreductibles en apariencia como el Caballo de Troya o Moby Dick, libros que han contribuido a esculpir el mundo con el vigor de sus inmortales palabras.Muchos han sido los autores y pensadores que, con mayor o menor exactitud, han tratado de precisar lo que es un clásico, llegar a su núcleo duro para poder por fin dar con una respuesta definitiva mediante la que solventar una problemática duradera. En efecto, la cuestión de qué requisitos debe colmar un libro para ser considerado como tal ha sido una constante en la historia de la literatura y la crítica y, si bien hay muchos factores a tener en cuenta, no necesariamente acumulativos, decir que existe un único patrón definidor es más bien discutible. Resultará evidente que si nos seguimos preguntando acerca de qué es un clásico y, por ende, por qué leerlos, solo puede indicar que nadie lo sabe a ciencia cierta: ni el lector común ni el literato más versado. Que la pregunta siga siendo relevante únicamente significa que todos estamos, para bien o para mal, igual de confusos en torno a la cuestión.
Con esa acidez tan suya, Mark Twain escribió que un clásico es un libro que la gente elogia pero no lee; un libro, en suma, que todo el mundo quiere haber leído y nadie quiere leer. Es fácil acomodarse respecto a un clásico, de ahí la triste mordacidad con la que Twain se expresa: precisamente porque permean nuestra cultura desde tiempo inmemorial, darlos por sentado es algo que puede ocurrir sin dificultad alguna. Esto es un gran error, pero es que, para muchos, «clásico» es con frecuencia sinónimo de todo lo que un clásico no debe ser. En ocasiones asociamos el término con aquellos libros que profesores sin clemencia imponen a reticentes estudiantes, libros cuya temática y significado se analizan hasta la saciedad por parte de académicos vestidos con chaquetas de tweed, etc.; en definitiva, asociamos a los clásicos con aquellos libros muertos, polvorientos y aburridos cuyo hábitat natural parece ser el intelectualismo más rancio o el rincón más recóndito de una estantería olvidada. Pero no nos equivoquemos: más allá de estas percepciones, tan comprensibles como equivocadas, es necesario que nos enfrentemos a los clásicos sin miedo alguno y, sobre todo, con mucha normalidad. Un clásico, al fin y al cabo, no deja de ser un libro, con todo lo que eso entraña.
Hace tiempo, escuché decir a alguien o quizá lo leyese que únicamente leía libros de autores fallecidos. En principio puede parecer una postura exagerada, pero dicha afirmación tiene también cierta trascendencia puesto que, de algún modo, es una gran manera de seleccionar qué leer y qué no leer. El tiempo, crítico literario por excelencia, nos hace el gran favor de separar el trigo de la cizaña, dictando sentencia cual juez imparcial en cuanto a la verdadera calidad o importancia de algo. Lo que queda, lo que siempre permanece, son los clásicos, fuente inagotable de calidad, conocimiento y, ante todo, humanidad. Me gusta pensar que si seguimos leyendo aShakespeareDostoievski o Lorca en la actualidad es por algún motivo en concreto.
Pero, ¿qué es un clásico y por qué debería importarnos? ¿Debe importarnos acaso? En su magnífico libro Por qué leer los clásicos, Italo Calvino comienza su tesis personal proponiendo algunas definiciones de lo que constituye un clásico, dentro de las cuales la más conocida y citada quizá sea aquella que sostiene que «los clásicos son esos libros de los cuales se suele oír decir “Estoy releyendo…” y nunca “Estoy leyendo…”». Un clásico es un libro que se presta a incesantes revisiones e interpretaciones; un libro, en palabras del propio Calvino, que nunca termina de decir lo que tiene que decir, de ahí que su potencial recorrido se antoje infinito.
Sin embargo, mientras que el genial autor italiano tituló su ensayo como una contundente afirmación justificada por multitud de razones, prefiero formular el asunto como un interrogante: esto es, en lugar de «Por qué leer los clásicos», mejor «¿Por qué leer los clásicos?» Ante todo, porque el tema no debe abordarse como si de una rotunda aseveración se tratara, sino, en cambio, como una pregunta huidiza, fundamental cuyas respuestas son tan variadas como opinables.
Porque en serio, ¿por qué leer los clásicos? ¿Debemos leer los clásicos en absoluto? ¿Qué le puede aportar a usted una epopeya en verso de hace milenios o una novela gótica sobre una joven huérfana que se enamora perdidamente del taciturno Rochester? ¿Podemos aprender algo de el Quijote que no sepamos ya? En definitiva, ¿por qué debería perder el tiempo leyendo un clásico si, en su lugar, puede dedicarse a leer otras cosas más recientes y novedosas o, mejor aún, a no leer siquiera? Los clásicos no le curarán ese horrible dolor de espalda, ni le aliviarán de sus cargas económicas, ni pondrán fin a guerras, ni solucionarán todos los problemas del mundo. Los clásicos no son útiles; los clásicos, realmente, no sirven para nada.
Mark Twain escribiendo en la cama. Foto: Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos (DP)

                                                         Mark Twain. Foto: Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos (DP)
En un ensayo publicado en Le Constitutionnel, el 21 de octubre de 1850, el crítico Charles Augustin Sainte-Beuveescribió que lo importante de un clásico es que «nos devuelve nuestros propios pensamientos con toda riqueza y madurez [...] y nos da esa amistad que no engaña, que no puede faltarnos y nos proporciona esa impresión habitual de serenidad y amenidad que nos reconcilia con los hombres y con nosotros mismos». En «Sobre los clásicos», ensayo incluido en Otras inquisicionesBorges escribió que un clásico es aquel libro que una nación o un grupo de naciones o el largo tiempo han decidido leer como si en sus páginas todo fuera deliberado, fatal, profundo como el cosmos y capaz de interpretaciones sin término». Acaba diciendo que un clásico es «es un libro que las generaciones de los hombres, urgidas por diversas razones, leen con previo fervor y con una misteriosa lealtad». Los clásicos, en consecuencia, ayudan a proporcionarnos unos cimientos muchas veces necesarios para aprender a discernir lo bueno de lo meramente oportuno.
Los clásicos cuentan con su privilegiado estatus por acometer una tremenda hazaña, aquella consistente en perdurar durante largo tiempo en la memoria colectiva como algo de significativa importancia. Así, su principal atributo quizá sea su marcada universalidad, una universalidad que, dadas sus cualidades intrínsecas (la Real Academia Española define el adjetivo «universal» como aquello «que pertenece o se extiende a todo el mundo, a todos los países, a todos los tiempos»), ha logrado pervivir a lo largo de los años. El clásico de verdad, sin embargo, no es aquel que se resiste al devenir del tiempo por su ya descafeinada influencia, por su supuesta importancia literaria o debido a sus rompedoras innovaciones estilísticas de antaño. Antes bien, clásico es, sencillamente, aquel libro que continúa transmitiendo su mensaje con tanta o más fuerza como lo hizo el día de su publicación: un clásico no es un libro de una sola voz, sino de una ilimitada pluralidad de voces.
De nada sirve un libro si hoy en día no tiene nada que decir; por eso los clásicos tienen que saber transformarse. Un Clásico con mayúsculas nunca se mantiene quieto, nunca reposa en su vieja gloria sino que se renueva continuamente conforme a las exigencias de cada época. Es un libro que, a base de una férrea voluntad, se niega a desaparecer: en un intento desesperado por sobrevivir, alentado por el cometido de ser recordado, sus páginas se fuerzan a un movimiento constante con el fin de nutrirse de su entorno y renovar la fuerza de sus palabras, manteniendo intacto su valor originario, incluso acrecentándolo, y logrando de esa manera llegar a nuevos lectores a los que sorprender. Un libro hermético, un libro cerrado y ensimismado, es un libro sin valor alguno; un libro estático es más cadáver que libro.
Los clásicos, por tanto, deben aspirar a ser una opera aperta, como diría Umberto Eco: en su caso, su rol de receptor es tan crucial como el de emisor. Solo así podrán leerse en clave contemporánea, solo así podrán permanecer relevantes. El clásico de verdad es el que dice tanto del mundo presente en que vivimos nosotros los lectores como del mundo pasado sobre el que escribió su autor. Tal y como escribió Azorín, en los clásicos nos vemos a nosotros mismos e, idealmente, ese «nosotros» nunca cambia. Un clásico no es un libro definido por su tiempo, sino un libro que define a su tiempo; de ahí que muchas veces digamos que por ellos no pasa el tiempo, porque son ellos los que transcurren plácidamente con él. Al releer el pasado ese pasado sobre el que tanto se ha escrito sucede que, en muchas ocasiones, estamos en realidad leyendo acerca del presente, sobre el que tanto queda por escribir.
Pero ¿puede un clásico dejar de serlo o, por el contrario, se trata de un estatus tan excepcional como inmutable? De la misma manera que hay clásicos que aparentemente surgen de la nada, creo que otros pueden ir desapareciendo lentamente con el paso del tiempo al perder relevancia, por cualquier motivo. Así opinaba Borges, al mantener que «las emociones que la literatura suscita son quizá eternas, pero los medios deben constantemente variar, siquiera de un modo levísimo, para no perder su virtud. Se gastan a medida que los reconoce el lector. De ahí el peligro de afirmar que existen obras clásicas y que lo serán para siempre». Ningún clásico, por tanto, tiene la eternidad asegurada: algunos, de hecho, tienen fecha de caducidad.
Sylvia Plath. Foto: DP.
Sylvia Plath. Foto: DP.
Sea como sea, no temamos a los clásicos. No tengamos miedo de la palabra en sí, ni para aceptarla ni para usarla. Y, sobre todo, no nos engañemos: no es necesario que transcurran siglos para que un clásico en potencia sea un clásico en toda regla. Si algo nos ha enseñado el siglo XX es que la literatura moderna está repleta de ellos, gracias a novelas como El gran Gatsby, El ruido y la furia, Lolita o Cien años de soledad; poesía como la de Antonio MachadoT. S. Eliot o Sylvia Plath; o relatos cortos como los escritos por Flannery O’Connor, Mario Benedetti o Raymond Carver. La lista es interminable. En definitiva, no esperemos a que los demás digan que un libro es un clásico para atrevernos a decirlo nosotros mismos: sin ir más lejos, en lo que llevamos de siglo hemos podido leer joyas como Las asombrosas aventuras de Kavalier y Clay, de Michael ChabonLa carretera de Cormac McCarthyAusterlitz de W. G. SebaldMiddlesex de Jeffrey Eugenides y un largo etcétera. Estemos tranquilos, porque clásicos habrá siempre.
De las catorce definiciones que hizo Calvino, puede que la más reveladora si no la más poética sea la undécima, mediante la que ubica la esencia de los clásicos en el plano subjetivo del lector mismo: «tu clásico es aquel que no puede serte indiferente y que te sirve para definirte a ti mismo en relación y quizás en contraste con él». Así pues, un clásico de verdad, al margen de cánones y de aprobaciones oficiales por parte de las autoridades literarias, es aquel que nos cambia irremediablemente, aquel que se convierte en parte íntegra de nuestro ser desde su lectura en adelante, un libro, en definitiva, que, más allá de la última página, nos acompaña como un fiel amigo al que siempre podemos consultar en situaciones de crisis. Un clásico es un libro del que podemos depender ciegamente, lo cual es algo de un valor inconmensurable.
No obstante, los clásicos únicamente deben actuar como meros puntos de referencia, no como objetos de obligatoria lectura y admiración; no hay nada más despreciable que una lectura forzada. Leer un clásico debe suponer un acto placentero, producto de la libertad más absoluta, y no un via crucis que nos hunda sin misericordia en la desazón intelectual. A los clásicos hemos de llegar por nuestra cuenta, sin prisa pero sin pausa; y, si uno no le convence, enhorabuena. Eso significa que tiene criterio propio, pilar esencial en el que ha de apoyarse todo buen lector.
Así las cosas, es posible que un clásico no sea un clásico porque todos están de acuerdo en que es lo es, sino porque nos habla a nivel personal a cada uno de nosotros los lectores: al que lee en su cuarto a las dos de la mañana bajo la luz de la mesilla de noche, al que abre el libro nada más entrar en el vagón del tren, al que lee en silencio mientras su familia ve la televisión, a todos sin excepción, de manera individual. Si un libro clásico o no no le dice nada, sencillamente no es un buen libro. Calvino nos advierte: «si no salta la chispa, no hay nada que hacer: no se leen los clásicos por deber o por respeto, sino solo por amor», razón por la que afirma que, en consecuencia, no nos queda más opción que la de inventarnos nuestra biblioteca ideal de nuestros clásicos. Aunque a priori parezca contradictorio, reconocer que no todos los clásicos han de serlo (es decir, admitir sin que nos tiemble la mano que hay «clásicos» aburridos y mediocres) es el primer paso para alcanzar la libertad como lector. Los clásicos han de liberarnos, pero a veces también pueden amordazarnos a su merced en contra de nuestra voluntad. No todos los clásicos son capaces de hablarnos a todos por igual: en vez de los clásicos, por tanto, quizá sea más apropiado hablar de «mis clásicos».
Es probable que todas estas observaciones, en vez de proporcionar respuestas concluyentes, no hagan sino dar pie a más preguntas todavía, suscitadas todas ellas por ese intangible halo de misterio del que los clásicos se alimentan. A la pregunta inicial, pues, de «¿Por qué leer los clásicos?», respondería que, a decir verdad, no lo sé del todo: me imagino que se reduce a que, en último término, es preferible leerlos a no leerlos siquiera, pero esto es una impresión más intuitiva que racional. En todo caso, si algo está claro es que los clásicos nos hacen más humanos y, por ello, más libres como personas; y que, con toda probabilidad, será en los clásicos donde, algún día, pueda materializarse esa preciosa frase de Cervantes:
En algún lugar de un libro hay una frase esperándonos para darle un sentido a la existencia.

domingo, 28 de septiembre de 2014

"Ficciones convenientes" de Antonio Muñoz Molina (en "Babelia")


El Dios del Antiguo Testamento es quizás el personaje más inquietante que ha inventado nunca la literatura, el más desmedido, el más aterrador. Este Dios bíblico pertenece al linaje de los grandes varones iracundos, como el rey Lear y el capitán Ahab. Igual que ellos es tiránico y celoso de la lealtad de sus súbditos, y su omnipotencia le conduce a provocar catástrofes y a idear castigos mucho más que a proveer de felicidad a sus fieles. La ecuanimidad no es uno de sus atributos.
El Dios bíblico acepta sin explicación unas ofrendas y rechaza otras, atormenta a quienes más fielmente le sirven, despierta a conciencia en los seres humanos impulsos que él mismo se ocupará después de castigar. A Dios le complace el olor del humo de los sacrificios que hace en su honor Abel, pero le desagradan los de Caín, y su visible rechazo provoca en el hermano desfavorecido un resentimiento que lo empujará al crimen. Como un déspota caprichoso y angustiado de la literatura, Dios crea a la especie humana y luego se arrepiente de lo que hizo, al ver las iniquidades de los hombres, y decide acabar con ella desatando el Diluvio.

El Dios del Antiguo Testamento atestigua
la extraordinaria
capacidad de la mente humana para las historias infundadas
Dios elige como suyo al pueblo judío, pero se ofende tanto por sus brotes de idolatría o de impiedad que no tiene el menor escrúpulo en enviarle ejércitos exterminadores de enemigos que arrasan sus ciudades y sus campos y lo someten a la cautividad. Algunas noches, como un rey aburrido e insomne, como Stalin cuando llamaba por teléfono a las tres o a las cuatro de la madrugada a un pobre súbdito aterrado, el Dios de la Biblia murmura en el oído de un patriarca o de un profeta para despertarlo e impartirle alguna orden. Según los salmos de David, Dios se regocija en el espectáculo de los recién nacidos de los idólatras estrellados contra una roca o un muro, en el calor de una batalla.
Que este Dios sea tan ostensiblemente una invención literaria no desacredita su poder ni reduce su importancia. El Dios del Antiguo Testamento es una de esas figuras que atestiguan la extraordinaria capacidad de la mente humana para inventar historias infundadas que sin embargo adquieren una importancia decisiva en el funcionamiento de la vida colectiva. A los escritores se les suele mirar con algo de condescendencia, quizás con un desdén amable, por ocupar su tiempo en tareas superfluas, a diferencia de esos conciudadanos prácticos que se consagran enérgicamente al manejo de la realidad, a la política o al dinero, a levantar puentes, a reparar motores, a fumigar cosechas. Pero resulta, si uno se para a pensarlo, que el gran edificio de la civilización se asienta sobre un cierto número de ficciones, o más bien flota precariamente por encima de ellas, como esos personajes de los dibujos animados que seguían corriendo en línea recta al llegar a un precipicio, y solo se caían al mirar hacia abajo y descubrir que avanzaban sobre el vacío. Centenares de millones de personas basan su conducta moral en los mandamientos dictados por ese personaje literario de la Biblia o del Corán; la economía entera del mundo se basa en la atribución del todo arbitraria de valores fijos a rectángulos de papel de diversos colores o, más intangiblemente aún, a cifras que se deslizan en rápidos parpadeos por pantallas de computadoras; y un número incalculable de matanzas y de jubilosas celebraciones colectivas tienen su origen en las historias en gran parte inventadas de entidades ficticias a las que se da el nombre sagrado de patrias.
Las patrias, el dinero, los dioses son igualmente irreales: pero su fantasmagoría no es un obstáculo para su influencia escalofriante sobre la realidad y sobre las vidas de todos nosotros. Lo explica con claridad magnífica Yuval Noah Harari en Sapiens, que aquí se ha titulado De animales a dioses, un repaso absorbente de la peripecia humana, escrito con rigor e irreverencia ilustrada, aunque también sin el proselitismo a veces antipático de militantes como Richard Dawkins, tan ocupados en denostar la religión que no se fijan en las muy poderosas razones para su existencia y su arraigo perdurable.

Nuestro cerebro ‘sapiens’ requiere dioses ante los que arrodillarse, estrellas que rijan el destino, patrias a las que sacrificar la vida
Harari examina las ventajas que permitieron al Homo sapiens, desde hace unos setenta mil años, imponerse sobre todas las demás especies —algunas de ellas igualmente humanas— y llega a la conclusión de que lo decisivo no fue el tamaño del cerebro, ni el uso del lenguaje, ni la capacidad de razonar. Otras especies, los neandertales incluidos, han tenido cerebros mayores. Otras han sido también capaces de comunicarse mediante sonidos articulados y de cooperar en grupos más o menos numerosos, regidos por el parentesco. Lo que nos distingue a nosotros, dice Harari, no es que podamos dar nombres a las cosas y por lo tanto invocar lo que no está presente y contar lo sucedido, sino que somos capaces de urdir ficciones: de crear seres imaginarios e inventar historias que nunca ocurrieron: dioses que crearon el mundo y dieron leyes a los hombres, y exigen sacrificios y obediencia; héroes que fundaron linajes y reinos; demonios y enemigos exteriores a los que es prudente temer y a los que es lícito echar las culpas de los males que nos afligen; pueblos elegidos por los dioses y originados por los héroes y destinados a perdurar a través de los siglos y a reclamar la posesión de territorios que solo les pertenecen legítimamente a ellos; historias colectivas de sufrimiento y redención, de expulsión y regreso.
Todas ellas cumplen una función imprescindible y, en ocasiones, terrorífica: crear lazos de lealtad y cooperación mutua que abarcan más allá de la cercanía inmediata del parentesco y la tribu. Una banda de neandertales, con cerebros más grandes que los sapiens y mayor fortaleza física, podía unir sus fuerzas para cazar un mamut: pero solo la creencia en un dios, en un origen heroico o en un destino común puede hacer que actúen en común varios miles o incluso millones de desconocidos entre sí, que obedezcan una misma ley y en caso necesario decidan expulsar a los calificados como indignos o exterminar a los forasteros o a los infieles.
A Carlos Martínez Shaw, en la reseña del libro que publicó en estas páginas, le molesta con razón que Harari incluya los derechos humanos en su catálogo de ficciones colectivas, junto a las religiones, las patrias, las mitologías y el dinero. No todas las ficciones son lo mismo, desde luego, y la gran ventaja de la democracia como organización colectiva es que reduce al mínimo la necesidad de dioses, patrias y enemigos exteriores. Los ilustrados de otras épocas creían que el avance del pensamiento científico volverían superfluas las explicaciones sobrenaturales de las cosas e inmunizarían a los seres humanos contra la tentación de lo irracional. Pero, como dice el verso de T. S. Eliot, la especie humana no sobrelleva bien la realidad. Nuestro cerebro sapiens requiere dioses ante los que arrodillarse, estrellas que rijan el destino, patrias a las que sacrificar la vida, preferiblemente la vida de otros. Tal vez la literatura, que se basa no en la creencia, sino en la suspensión transitoria de la incredulidad, nació como un antídoto contra las abrumadoras ficciones colectivas, como un recordatorio de la conciencia solitaria y del mundo real que esas ficciones usurpan.