jueves, 11 de octubre de 2012

"Crónicas del turco" (III)


JORNADA III: "Lisesi, té y danza turca"

La jornada de recepción en el instituto turco nos deja con la boca abierta: el despacho del Director Chemal se abre ante nosotros como el de un ejecutivo de postín. Nos sentamos en sillones de lujo y se nos ofrece té mientras seguimos babeando ante la solemnidad de la sala. Para contrarrestar el exceso de formalismo, Chemal nos muestra en la pantalla de su ordenador una colección de fotos de su visita a España. Entra una alumna con uniforme impoluto y le hace una reverencia a Chemal. Se dirige a él como si se tratara de Solimán el Magnífico. Todo transcurre entre la parsimonia relajada de los actos sociales orientales y la sesión fotográfica de un pase de modelos acogotados por la confusión.
En el acto de acogida, suenan los himnos como piedras indigestas. El ritual se viste de negro cuando aparecen en escena los gerifaltes de la ciudad: personajes de cartón piedra con pelo de muñeco de ventrílocuo. A las bailarinas del folklore turco les brilla el entusiasmo bajo el casquete y los abalorios que cuelgan sobre sus frentes. El grito estridente que marca los pasos brota de una garganta adolescente plena de alegría.
En las aulas se respira un aire de silencio disciplinado, extraño para nosotros. Los pupitres de madera antigua y los uniformes de los muchachos resudan un aroma de marcialidad. Las pizarras electrónicas contrastan con ese ambiente de colegio antiguo que tanto recuerda a los españoles de posguerra. Se confirma la sensación cuando paseamos por los inmensos corredores oscuros, repintados y decorados con enormes cartelones que glorifican a los héroes de la patria.
En la comida se mezclan sabores españoles, rumanos y turcos con algún plato extraño salido de lo más hondo de los infiernos. Un aguardiente rumano camuflado como agua atraviesa el esófago y nos descubre la sensación del aparato digestivo con fuego revelador.
Cena turca de bienvenida. Otra vez esa extraña disposición de lo formal: los directores en mesa a parte para señalar distancia con respecto al resto de los mortales. Esas pequeñas hamburguesas turcas aparecen por todas partes, las regamos con agua y con vino rancio rumano. Todo el formalismo se deshace en cuanto suena la música turca y todos salimos a gozar de su espíritu jovial y hospitalario. Cogidos de las manos o con los brazos en aspa, imitando el vuelo de buitres torpes, giramos en torno a una columna. Las mujeres a un lado; los hombres, al otro. Los pies se cruzan levemente con pasos rítmicos que a algunos nos resulta imposible seguir. A otros, en cambio, no. Estos sudores del baile se agradecen y nos sirven para comunicarnos a los que no gozamos del don de las lenguas. La calidez oriental, el regocijo del banquete, nos hace mullida la estancia y nos va instalando con comodidad en el regalo de nuestros compañeros homéricos. Largos son sus brazos para mecernos.

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