sábado, 22 de diciembre de 2018

"Guerra al calco anglicista" por Carlos Mayoral


La guerra del siglo XXI será lingüística o no será. Son numerosos los frentes abiertos alrededor de esta confrontación gramatical, que lo mismo incluye una tilde en un adverbio que una coma entre sujeto y verbo. Entre ambos fuegos se sitúa el castellanohablante, que ve cómo las balas sobrevuelan su cabeza, sin saber si será un proyectil en forma de imperativo o de posesivo el que se adentre en su corazón podrido por las clases de Lengua. No habrá paz hasta que los nazis gramaticales perezcan, ni fumaremos de su pipa hasta que los anarquistas ortográficos acaten la ley. Pero tranquilo, españolito que vienes al mundo. El día que una de las dos ortografías deje de helarte el corazón, solo podrá ser por dos motivos: o se ha extinguido la raza humana, o alguien con criterio le ha pegado fuego a la torre de Babel. Ya se ha dejado caer por el párrafo que el castellanohablante tiene más frentes abiertos que las potencias del Eje durante la Segunda Guerra Mundial. Bien, pues de entre todos esos frentes hay uno con el que debe tener especial cuidado si no quiere perecer en el campo: la llegada descontrolada del calco semántico procedente del inglés. Decía Unamuno que la llegada de nuevas palabras debe servir para añadir nuevos matices e ideas al idioma… cuán equivocado estaba el viejo.

El problema de esta llegada irracional de nuevos términos originarios de la lengua de Shakespeare es que, a menudo, no aportan nada. ¿A qué se puede deber entonces este desembarco masivo de anglicismos innecesarios? Primero, a que España siempre ha observado las islas británicas con admiración. Desde que Fraga volvió de Londres con bombín hemos colocado a Dickens por encima de Galdós; a Clapton por encima de Paco de Lucía; a Churchill por encima de Hernán Cortés; a Beckham por encima de Raúl. Por otro lado, nuestro acomodo en el autobús capitalista ya es un hecho, y conducimos a gusto sobre esta american way of life mientras entonamos canciones de Rihanna a todo trapo. El anglófono ha colonizado nuestra otrora lengua dominante, y solo nos queda doblar la cerviz servilmente para no quedarnos atrás en este mundo globalizado.

Ahora bien, una cosa es dejar la puerta del préstamo lingüístico abierta para enriquecer nuestra lengua con novedades llegadas allende los mares, y otra muy diferente es que en esta guerra se cuele un término como «bizarro». Sí, el horror. Según la RAE, este palabro ya puede utilizarse para referirse a la «rareza». Hasta hace no mucho, la Academia decía esto: «En español significa “valiente, esforzado” […] debe evitarse su uso con el sentido de raro o extravagante, calco semántico censurable del inglés bizarre». Sucumbimos a la moda anglófona y el pueblo ya utiliza «bizarro» para referirse a lo raro cuando antes ya contaba con maravillas como estrafalario, extravagante, esperpéntico, peculiar, estrambótico, insólito, infrecuente, inusual… Todas ellas formas hermosas, con sus pequeños matices. ¿Quién necesita bizarros en esta lengua?

Luego está el asunto informático. Es un hecho que la tecnología nos ha secuestrado las meninges y ha añadido cookies, webs, links, routers, users, passwords, hackers y quién sabe cuántos términos demoníacos más a nuestro imaginario. Sin embargo, cada vez que la palabra «remover» es utilizada con el significado «borrar», en un calco horripilante del inglés to remove, la guerra recrudece, los cañones resuenan estruendosos, las banderas se agitan al aire y el apocalipsis bélico alcanza su cota más alta. ¿Quién demonios decide utilizar «remover» en lugar de borrar, suprimir o eliminar sin que su alma se vuelva negra como el retrato de Dorian en la bodega? ¿De verdad añade algún tipo de matiz esta relación semántica? ¿No le bastaba a «remover» con su sempiterna definición: «Mover algo, agitándolo o dándole vueltas, generalmente para que sus distintos elementos se mezclen»?

Como en toda guerra, el asunto sexual tiene mucho peso en el correcto desempeñar de los quehaceres bélicos. Troya fue arrasada por una mirada de Helena, la Península fue ocupada por los musulmanes gracias a un lío de faldas y todos sabemos cómo acabó Egipto después de que el Senado de Roma se hartara de los favores que Marco Antonio le dispensaba a Cleopatra. En esta guerra ortográfica, el sexo también tiene mucho que decir. ¿En qué momento de la línea cronológica del castellano, alguien decidió que podemos «tener sexo»? Parece que este calco horrible (del inglés to have sex) no sabe que todos tenemos sexo, a menos que alguien haya perdido sus órganos genitales por mutilación o malformación, o quizás nos tomen a todos por maniquíes de la calle Preciados, con nuestra entrepierna difuminada por el pudor. Menos tener sexo y más follar, castellanohablantes, o habrán ganado ellos la guerra sin paliativos.

En este mismo plano también habrá que censurar la aparición del adjetivo «excitante» cuando alguien quiere referirse a algo emocionante, apasionante, emotivo, conmovedor… Este calco del inglés exciting le roba la identidad a nuestro viejo verbo «excitar», que cuenta con definiciones tan maravillosas como «Ocasionar o estimular un sentimiento o pasión» y «Despertar deseo sexual». Definitivamente, cuando en las series americanas un padre encuentra «excitante» la actuación de su hijo en el último partido de béisbol del curso, no se está refiriendo al mismo tipo de excitación que hemos conocido aquí durante todos estos años de paz lingüística hoy quebrantada. Fuera del terreno del sexo, empiezan a surgir por el campo de batalla aquellos que, sin morir al cometer semejante atrocidad, se deciden por el término «colapsar» para referirse al verbo «derrumbar» (to collapse). Para derrumbe o, esperen, que voy a lucirme, derribo, demolición, destrozo, destrucción, hundimiento o ruina, ya tenemos este idioma que se oculta famélico detrás de las trincheras. No sé si colapsado, pero seguro que sí harto de ver cómo se despersonaliza en favor de la lengua global. Otro crimen se produce cuando en cada capítulo de CSI los científicos encuentran «evidencias» en lugar de «pruebas». El detective Pepe Carvalho se revolverá en su tumba previendo que serán evidencias y no indicios, pistas o señales aquello que marque sus novelas. Lo único que evidencia este batiburrillo de calcos, dicho sea de paso, es que pronto terminará la guerra y dará con nuestros huesos en el calabozo.

Otro asunto, este ya desde el frente sintáctico, es la utilización de «esperar por» en vez del castellanísimo «esperar a». Este calco, triunfo del anglicista wait for, consigue que ahora espere por ti en lugar de esperarte a ti, que es como se ha esperado aquí toda la vida desde que Sara Montiel esperara fumando quién sabe a quién en alguna película de los años cincuenta. La preposición «por» en esta construcción hace tanto daño que casi obliga a retroceder hasta la fortaleza buscando víveres. Algo parecido ocurre con el verbo «aplicar». Verbo transitivo donde los haya (el DRAE aporta hasta siete acepciones diferentes, todas ellas transitivas), de un tiempo a esta parte se ha ido utilizando de manera intransitiva, calco del inglés apply. De esta forma, los castellanohablantes se inclinan por decir, ahora, que tal o cual cosa no aplica. Solo queda, cielo nublado mediante, beber té sobre una pradera del Saddleworth. En este mismo plano, no es menos humillante el último de los calcos. Ya me he encontrado varias veces con pancartas dirigidas al corazón del idioma en las que puede leerse «Vota Rajoy» o «Vota Pdro», en lugar de la clásica construcción sintáctica «Vota por Rajoy» o «Vota a Pdro». Ni siquiera en la política, vicio inmutable que el hispano carga sobre sus espaldas, nos mantenemos originales.

Al otro lado del fuego, la guerra sigue. El calco continúa avanzando y sus ráfagas se sienten en el frente cada vez con más fuerza. Es muy probable que pronto gane la batalla y el ejército pureta, cautivo y desarmado, vea cómo las tropas anglicistas alcanzan sus últimos objetivos militares. Solo queda esperar (no sé si aquí cabe «esperar por») que en el resto de frentes la cosa vaya mejor. Porque la guerra del siglo XXI será lingüística o no será.

domingo, 16 de diciembre de 2018

"La meditación" por Rafael Narbona

Meditar no es un ejercicio de relajación, sino de tensión. El que medita busca el límite, no la armonía. No se escala una cumbre para descansar, sino para contemplar el abismo. En el mundo actual, nos mueve el ansia de no perder el tiempo, de llenar cada minuto con una actividad productiva, de no enredarnos en menudencias que produzcan horas muertas. Ignoramos que esas horas muertas tal vez son la forma más humana de existir. En ese tiempo presuntamente desperdiciado se halla la semilla de la meditación, que nos enseña a convivir con los estratos más profundos de nuestra conciencia. Meditar es aprender a estar con uno mismo, sin rehuir el sufrimiento. Pablo d’Ors ha explicado su experiencia con la meditación en Biografía del silencio (2012), después de explorar en su propia mente y en su propia carne una técnica que se desconoce o malinterpreta. En la meditación no hay calma ni paz interior, sino riesgo e intensidad: “El dolor es nuestro principal maestro”. Meditar es un acto de despojamiento, que relega al yo a segundo término. Se parece a respirar, pero sin la abrumadora conciencia de ser un individuo escindido del todo. No es un estado de placidez, sino un abandonarse a las cosas, una apertura a la realidad que profundiza nuestra percepción. No se persigue una meta racional, sino una epifanía. La meditación se rebela contra el sentido práctico. Bajo la perspectiva de la utilidad, unas viejas botas campesinas sólo son un cachivache inútil. En cambio, el que medita descubre que esconden una historia. Las botas hablan de la siembra y la cosecha, de la espera y el fruto, de lo incipiente y la plenitud. Meditar es pensar poéticamente, trágicamente.

La meditación se parece a la búsqueda espiritual de los místicos. Santa Teresa de Jesús deambula por las moradas de un castillo interior. San Juan de la Cruz peregrina hacia el Monte Carmelo, huyendo de la noche oscura. Ambos desean ver “con los ojos del alma”. Ambos “pierden el tiempo”, pues saben que ese aparente abandono es el preámbulo de una verdad inasequible a la razón. Su intención es trascender la rueda del tiempo cotidiano, impulsada por la impaciencia, la futilidad y lo efímero. Su hambre de eternidad nace del silencio, de la escucha, de la soledad. Como advierte Santa Teresa en El Libro de la Vida, “ya se ve que, si el pozo no mana, que nosotros no podemos poner el agua. Verdad es que no hemos de estar descuidados, para que, cuando la haya, sacarla”. ¿Existe algún lugar donde el agua mane en abundancia, reconfortando al alma con su frescor? Pablo d’Ors responde que en “el desierto”. Solo la experiencia del desierto hace posible que escuchemos “lo que el desierto quiere decirnos a nuestro pesar”. Edmond Jabès opina algo semejante: “Toda claridad nos viene del desierto. […] Del alma, el desierto es el despertar”. El desierto se parece a la estepa castellana. En mi caso, es mi paisaje cotidiano. De joven, casi niño, no entendía que los poetas se emocionaran con los campos de Castilla. No advertía nada poético en esas llanuras infinitas, que contemplaba mientras viajaba en coche o tren hacia tierras de Levante. Verano tras el verano, el paisaje siempre era el mismo: campos roturados por la siembra, que enseñaban sus entrañas esponjosas; matas y jaras que manchaban de verde y amarillo lomas y cerros; rebaños de ovejas con pastores protegiéndose del calor con sombreros de paja; hileras de árboles delatando la presencia de un arroyo. Y, de vez en cuando, un pueblecito, con sus casas bajas, sus mujeres enlutadas, sus perros famélicos y su espadaña, una torre que sobresalía entre los tejados como el ciprés de un cementerio.

En los años sesenta, los viajes se hacían interminables. En muchos tramos, las carreteras ni siquiera se hallaban asfaltadas y los coches circulaban lentamente, levantando nubes de polvo. Era inevitable pensar en las diligencias, con sus balanceos de animal viejo y enfermo. La sensación de fatiga y de relativa inmovilidad se convertía en júbilo cuando el mar revelaba su cercanía, con su olor a brisa y salitre. El corazón se agitaba al sentir la inminencia de algo grandioso. A veces se escuchaban las olas, rompiendo detrás unos pinos jóvenes, que sombreaban una tierra tan árida como Castilla, pero con el mar lamiendo sus bordes. Cuando por fin surgían las gaviotas y sus pequeños barcos de vela, sentía que dejaba atrás un sombrío páramo para adentrarme en la palpitante claridad del Mediterráneo, con sus olas suaves y sus playas blancas. Ahora pienso que la estepa y el mar no son tan diferentes. Los dos se caracterizan por la luz, el espacio, el vacío. De hecho, los campos de trigo y cebada se bañan en el mismo sol fenicio. En esa quietud, manda el silencio, que nos conmina a observar la vida y a mirar más allá de la vida. Esa mirada nos descentra, nos hace diferentes. Escribe Jabès: “En el desierto uno se vuelve otro”. La meditación nos enseña a salir de uno mismo, a amar el silencio, a no temer la soledad, a coexistir con el dolor, a lidiar con la disonancia y el vértigo, a bajar hasta lo más hondo. Algunos se topan con Dios; otros, se reconcilian con la finitud. Meditar es anticipar la nada o la eternidad. Sea como sea, merece la pena un viaje para el que no hacen falta alforjas, sino afán de aventura y humildad.

jueves, 6 de diciembre de 2018

Teatro en el aula


Cuelgan del techo citas de Aristóteles, Rousseau, Ortega y Gasset... Es el aula de filosofía. Sartre y Nietzsche miran hacia las ventanas con un puro en la boca. Unas máscaras de cartón, en las estanterías, atestiguan que en las aulas todo es histrión, todo es comedia y representación teatral. 
El público (primero de bachillerato) es espontáneo y sincero: alborota o se duerme cuando el espectáculo es tedioso; escucha y participa cuando la obra interesa. Una diferencia importante respecto al público teatral es que los alumnos asisten a seis representaciones diarias y están obligados a no abandonar sus localidades, por muy malos que sean los actores o por muy pobre que sea la obra.
Los argumentos no los eligen las compañías de cómicos, vienen dictadas por los empresarios. No es plato de buen gusto representar a Ionesco si tu formación es la de un actor de teatro clásico. Tampoco es muy conveniente representar más de cuatro obras al día, pero los empresarios teatrales no tienen en cuenta las dificultades de enfrentarse a un público difícil y de duro criterio. A nuestro empresario teatral (como a todos los empresarios) solo le preocupa el dinero. Si se solicitan más actores o más medios, se suelen negar por motivos pecuniarios.   
El oficio de actor pedagógico no está mal pagado, pero son muy pocos los que aprecian la labor de un buen histrión. A muy pocos les interesa realmente el teatro. Se habla de él y de sus representantes a la ligera, con juicios peregrinos emitidos desde el desconocimiento, como se sentencia en la actualidad sobre cualquier otro gremio con trascendencia social.
Es el aula de filosofía, pero podría ser cualquier otra. El público sale alterado por la incomodidad de las butacas, por la sexta representación del día y por el examen que les he clavado. Solo quería comprobar si siguen al actor con atención. Ellos se lo han tomado muy a pecho. Espero que hayan reconocido a Sófocles, un maestro de la tragedia.  

lunes, 3 de diciembre de 2018

"¿Invisibiliza nuestra lengua a la mujer?" por Álex Grijelmo


Una corriente feminista muy presente en los medios asegura que la mujer se siente excluida del llamado “masculino genérico”. Algunas de sus promotoras (sociólogas, juristas…, raramente las filólogas) consideran machista este rasgo de la lengua española y propugnan que en una artificial “lengua cultivada”, certera denominación de Juan Carlos Moreno Cabrera (Diversidad lingüística y diversidad cultural, 2011), se pronuncien duplicaciones como “ciudadanos y ciudadanas”, “españoles y españolas”, “todos y todas”, a fin de evitar la “invisibilidad” de la mujer.

Para aportar nuevas reflexiones sobre este asunto, con otro punto de vista, partiremos de la diferencia entre “significado” y “significante”.

Lo mismo sucede con expresiones como “Estatuto de los Trabajadores” o “Congreso de los Diputados”. Los significantes femeninos “trabajadoras” y “diputadas” no se hallan presentes ahí, pero sí se activan sus significados. Porque, igual que al oír “casa” pensamos en ventanas, conocemos que la legislación laboral afecta del mismo modo a las trabajadoras y que en los escaños se sientan también las diputadas, aunque ni unas ni otras se mencionen. Los contextos compartidos completan, pues, los significados. El significante “casa” (es decir, la palabra “casa” pronunciada o escrita) nos hace pensar en la imagen (el significado) de un edificio con puertas y ventanas, tal vez también con chimenea. Al pronunciarse el significante “casa” no se expresan los significantes “ventana”, “puerta” y “chimenea”; sin embargo, todos los conceptos que ellos representan vienen a nuestra mente en el significado cuando oímos o leemos la palabra “casa”. La ideación activada por el significante “casa” incluye esos elementos porque están en nuestra memoria de una casa. Por tanto, el significante “casa” son unas letras o unos sonidos. Y el significado, la idea que tenemos de una casa. Las ventanas y la puerta no están en el significante, pero sí en el significado.

Por todo ello, como explican las investigadoras feministas en el uso del lenguaje Aguasvivas Catalá y Enriqueta García Pascual (Ideología sexista y lenguaje,1995), no hay que confundir ausencia con invisibilidad. Es decir, no se debe confundir “ausencia del género femenino” en el significante con “invisibilidad de las mujeres” en el significado.

Así pues, al analizar el significado de una palabra conviene observar a la vez su sentido (entendemos aquí el sentido como “el significado más el contexto”). Veamos. La palabra “copa” se vincula a bote pronto en una conversación familiar con un recipiente de cristal; pero con un trofeo en la conversación entre futbolistas, o con la parte superior de un árbol si habla un grupo de ingenieros forestales. El contexto de cada caso influye en el sentido que activa el significante en nuestra mente.

El sistema lingüístico del español acoge fenómenos similares en algunos otros supuestos. Por ejemplo, cuando el singular representa al plural del mismo modo que el masculino representa al femenino. Si hablamos de que “este año se ha adelantado la caída de la hoja”, el significante “la hoja” se expresa en singular, pero la representación mental nos hace imaginar una pluralidad de hojas. Lo mismo sucedería con una oración como “tiene mucha afición al naipe” (ante la cual nadie imagina que se experimente tal inclinación por una sola carta).

Estamos aquí ante lo que los filólogos llaman “automerónimos”. Victoria Escandell, una de los grandes especialistas españoles en pragmática (el estudio del sentido más allá de los significados exactos), compara el caso del genérico masculino con ejemplos como “noche” y “día” (Reflexiones sobre el género como categoría gramatical, 2018). Cuando decimos que alguien “tardó tres días en llegar”, en ese periodo se sucedieron la noche y el día durante tres fechas. El término “noches” no ha figurado en el significante, “días”, pero esa idea no está ausente de lo que se entiende al oír “tres días”. Así pues, “día” engloba “noche” y “día”, del mismo modo que “los trabajadores de la empresa” engloba a los trabajadores y a las trabajadoras. En todos estos casos, una palabra puede abarcar a su opuesta conjuntamente o sólo a sí misma por separado. El contexto lo descifra con facilidad.

El dominio social masculino

Quienes entienden que el masculino genérico “invisibiliza” a las mujeres ponen en juego factores emocionales legítimos, basados en una realidad injusta, y proyectan sobre la lengua algunos problemas y discriminaciones que se dan en ámbitos ajenos a ella. De ese modo el dominio masculino en la sociedad se presenta como origen del predominio masculino en los géneros gramaticales.

Esa relación de causa-efecto (es decir, que el dominio social masculino provocó el masculino genérico) puede parecerse a la teoría de los dos relojes formulada hace siglos (con otro propósito) por el holandés Arnold Geulincx: Dos relojes de pared marchan perfectamente. Uno marca la hora y el otro da las campanadas, de modo que si miramos al uno y oímos al de al lado podría pensarse que el primero hace sonar al segundo.Se trata de una traslación fácil, que parece de cajón. Sin embargo, nos hallamos ante “una hipótesis científicamente indemostrable” (María Márquez Guerrero, Bases epistemológicas del debate sobre el sexismo lingüístico, 2016), aunque la veamos como probable con nuestros ojos de hoy. Pero, repetida tantas veces sin discusión, hasta se hace difícil contradecirla, por la influyente presión general y porque quienes la sostienen están defendiendo una lucha justa.

Dicho de un modo más rural: sabemos que el canto de los gallos no hace que salga el sol.

Si el dominio del sexo masculino en la sociedad fuera la causa inequívoca del predominio del género masculino en la lengua, eso habría de ejecutarse en todo tipo de condiciones, del mismo modo que dos y dos son cuatro en cualquier clase de problema.

Todos podemos observar, sin embargo, que con una misma lengua se dan sociedades machistas y sociedades más próximas a la igualdad. Unos idiomas tan extendidos como el español o el inglés ofrecen muchas posibilidades al respecto.

Por otro lado, si se cumpliera esa relación entre el predominio social masculino y el uso del genérico masculino en el idioma, las sociedades que hablan lenguas “inclusivas” deberían ser menos machistas. Por ejemplo, el idioma magiar no tiene género, de lo cual debería deducirse que la sociedad húngara es más igualitaria que la sociedad española. Y lo mismo sucede con el turco, un idioma con escasísimas palabras dotadas de género. Y con el farsi (o persa), la lengua que se habla en Irán. Si la sociedad iraní no ha dado lugar a un idioma de predominio masculino, eso habría de estar relacionado con la supuesta realidad de una sociedad menos masculina que la española.

Y otro tanto pasa con el quechua, empleado por una sociedad que fue poligámica y donde funcionaban los harenes (Araceli López Serena. Usos lingüísticos sexistas y medios de comunicación).

También se hablan en el mundo algunas lenguas que tienen el femenino como genérico (varias caribeñas, entre ellas el guajiro; además del koyra en Malí y el afaro en Etiopía), y no se corresponden precisamente con sociedades ni igualitarias ni matriarcales. Por ejemplo, el zaise o zayse es hablado por 30.000 etíopes que forman una “marcada organización social patriarcal” (Bárbara Marqueta, ‘El concepto de género en la teoría lingüística’; en la obra colectiva Algunas formas de violencia. Mujer, conflicto y género, 2016).

Sin embargo, otras lenguas con femenino genérico, como el mohawk o mohaqués (ahora 3.000 hablantes en EE UU y Canadá), sí se dieron en sociedades con notables rasgos matriarcales.

Dos tipos de dobletes

Asimismo, si el supuesto dominio masculino del idioma español hubiera respondido a un impulso machista o patriarcal, este habría dominado todos los aspectos de la lengua, y no solamente algunos. El mismo sistema que no activó durante siglos “juez” y “jueza”, ni “corresponsal” y “corresponsala”, ni “criminal” y “criminala” o “mártir” y “mártira” sí permite “bailarín” y “bailarina” o “benjamín” y “benjamina”.

Y en efecto, el genérico “niños” engloba a niños y niñas; pero el masculino “yernos” no engloba a las nueras; ni “curas” engloba a las monjas. No podemos decir “mañana vienen mis yernos” si en el grupo hay nueras. Eso sí sería lenguaje no inclusivo. Y habría de afirmarse por tanto “mañana vienen mis yernos y mis nueras”; del mismo modo, una reunión de curas y monjas no se puede definir como “una reunión de curas”. Ni una asamblea de hombres y mujeres como “asamblea de hombres”.

Si hubiera existido algún día esa directriz machista original y duradera, el mismo masculino que se impone en los dobletes morfológicos (es decir, “los niños” para nombrar a “niños” y “niñas”) se habría impuesto también al femenino en todos los dobletes que no son de carácter morfológico sino léxico (“toro / vaca”, “jinete / amazona”, “dama / caballero”, “marido / esposa”…).

Asimismo, esas teorías que aquí cuestionamos deberían considerar más igualitario el laísmo castellano (con su desdoblamiento “la dije” a ella / “le dije” a él) que el uso general en español (“le dije” tanto para ella como para él). Sin embargo, ese laísmo igualitario sería rechazado seguramente por la mayoría de las hablantes. Eso no sucede, como señala Victoria Escandell, cuando la referencia a varones o mujeres, o machos y hembras, está lexicalizada. Así pues, añade, la oposición masculino-femenino se neutraliza en unos casos, pero no en otros.

De todos estos ejemplos se puede deducir, si así se desea, que no existe una relación comprobada de causa-efecto entre la sociedad y la lengua en cuanto al dominio masculino.

Plantear esa relación como si fuera cierta y tenaz equivale a ver el problema en un plano (la desigualdad real) y poner la solución en otro (la gramática).

Hipótesis inversa (falsa)

Es cierto que la mujer sufre una discriminación insoportable, y eso dispara los juicios y los prejuicios contra el genérico masculino una vez que éste ha sido erigido como símbolo de la dominación del varón. Lo curioso es que si la sociedad discriminara al hombre (lo cual planteamos solamente a efectos dialécticos, pues sabemos que no sucede así) unas hipotéticas (y absurdas) organizaciones masculinistas tendrían también argumentos (o falacias) para culpar al lenguaje. Es decir, podrían plantear sus propios relojes de Geulincx.

Esa visión igualmente desenfocada (aunque en distinto grado) daría lugar a hipotéticas razones como éstas (que serían en realidad unas cuantas sinrazones):

1. La circunstancia de que un mismo significante sirva para el genérico masculino y también para el masculino específico (del mismo modo que el significante “día” abarca el significado del día y de la noche) priva a los hombres de un género propio e individualizado como sí tienen las mujeres. Los hombres deben compartir su género, pero las mujeres no.

Veamos este ejemplo que recogen las mencionadas Catalá y García Pascual,según el cual John Major era (en un texto tomado de EL PAÍS del 15 de diciembre de 1990) “el primer representante varón del Reino Unido en una cumbre comunitaria desde hace 11 años”.

El término “varón” hace falta ahí porque el masculino no se basta a sí mismo para identificar a un hombre si el contexto implica que se incluye a mujeres (como sucedía claramente en ese caso, pues en aquellas fechas era de general conocimiento que Margaret Thatcher había precedido a Major).

Si en esa noticia se suprimiera el término “varón”, Major quedaría como “el primer representante del Reino Unido en una cumbre comunitaria desde hace 11 años”, lo que resultaría falso (pues no era la primera vez que el Reino Unido estaba representado ahí). Así pues, la necesidad de añadir “varón” demuestra que el genérico masculino incluye objetivamente a las mujeres.

2. Por otro lado, el genérico masculino excluye supuestamente a las mujeres de las acciones meliorativas (aquellas en las que se suele pretender la visibilidad), pero también de las peyorativas: Veamos esta afirmación: “Han entrado unos ladrones y se lo llevaron todo”. Siguiendo las teorías de una parte del feminismo, con esa afirmación se excluye la posibilidad de unas ladronas; a pesar de que se desconoce la autoría del latrocinio. Un sistema lingüístico construido para beneficiar a los hombres habría impedido eso. Y en una hipotética situación de inferioridad social masculina, esta circunstancia gramatical habría podido usarse para reforzar (absurdamente) sus reivindicaciones.

El contexto cambia el significado

En cualquier caso, en el debate sobre lenguaje inclusivo se suelen analizar las palabras aisladas, como en un laboratorio. Y el lenguaje sólo se entiende en su uso, en su aplicación concreta.

Como hemos visto, ante la palabra “casa” construimos nuestro significado a partir del contexto que conocemos (y por eso imaginamos las ventanas). El contexto, en efecto, rige el sentido de lo que expresamos.

Imagine usted, atento lector o atenta lectora, que lee esta oración:

“Hernández es representante de España en la ONU y una estrella de la diplomacia”.

¿Ha pensado usted en un hombre o en una mujer? Seguramente en un hombre, porque eso es lo que proyecta el contexto compartido. Pero no hay ninguna marca de género masculino en esa oración (al contrario, se cuentan más palabras en femenino). Si su conocimiento de la realidad le permitiese saber que “Hernández” es una mujer, pese al predominio de diplomáticos varones, la interpretación habría sido la contraria incluso con esa misma frase.

Entonces, podemos pensar si no será mejor actuar sobre la realidad que sobre el lenguaje. Cuando la realidad cambie, el contexto alterará el significado de las palabras sin necesidad de alterar su significante, del mismo modo que el término “coche” mantiene sus letras pero ha cambiado con el tiempo la representación mental que provoca (desde los coches tirados por la potencia de los caballos a los caballos de potencia que tiran ahora de los coches).

Por todo ello, al observar el supuesto machismo del lenguaje no se pueden analizar los significantes y los significados en ausencia del contexto que les aporta el sentido.

Pero ante este problema también compartimos la propuesta que formulan las ya mencionadas Catalá y García Pascual: Que las mujeres se apropien de los genéricos, en vez de excluirse de ellos.

Hay precedentes. Por ejemplo, una mujer puede recibir un “homenaje” porque las mujeres se han apropiado de esa palabra de forma que ya nadie recuerda que dentro de tal vocablo se encuentra la raíz home (“hombre”, en el occitano de origen). Del mismo modo, las mujeres tienen “patrimonio” y “patria potestad”; porque a lo largo de los años se han apropiado de esos términos de raíz masculina (pater) en vez de sentirse excluidas de ellos; como han hecho a su vez los homosexuales varones con la palabra “matrimonio” (de mater), de la que también se han apropiado venturosamente.

Si dijésemos (tomo un ejemplo que aporta Escandell) “Margarita ganó la plaza de catedrática”, eso implicaría que sólo podían presentarse mujeres. Pero si Margarita gana la plaza de catedrático, en ese momento invade felizmente el ámbito del genérico masculino. Se apropia de él.

Si las mujeres se adueñan de los genéricos “trabajadores” o “mineros”, o “policías”, o de “la diplomacia”, porque el contexto activa tal ideación, se estarán apropiando de los significados y del sentido del discurso, para dejar a los significantes en su papel residual de simples “accidentes gramaticales” (María Ángeles Calero, Sexismo lingüístico, 1999), portadores de conceptos que van cambiando sin alterar la palabra que los nombra.

Todo eso no impide (y la lengua lo permite) que se usen fórmulas como “señoras y señores”, “amigos y amigas” si así lo desea quien habla. Ya estaban en el Mio Cid (siglo XII): “Exien lo ver mugieres e varones, burgeses e burgesas por las finiestras son”.

Una moderada duplicación —sobre todo en la “lengua cultivada”, en la actuación lingüística concreta— servirá legítimamente hoy como símbolo de que se comparte esa lucha por la igualdad; siempre que esto no implique considerar machista a quien use el genérico masculino por creerlo igualmente inclusivo.

Tampoco está de más evitar masculinos “genéricos abusivos” (en expresión de María Márquez) y decir “la persona” en vez de “el hombre”, o huir de usos asimétricos como “mi señora” o “mi parienta” (puesto que no se emplean “mi señor” ni “mi pariente”); o evitar el elogio de llamar “machada” a una hazaña deportiva, entre otros consejos válidos que suelen partir de filólogas feministas.

Con este mismo sistema de lengua (el sistema es una cosa y los usos son otra) se puede construir una sociedad más justa si nos aplicamos a ello, si desterramos la violencia machista, la brecha salarial o la publicidad sexista, si aplicamos una enseñanza igualitaria o si corregimos el tratamiento de la mujer en los videojuegos, entre otros muchos asuntos.

Cuando todos esos problemas estén resueltos (ojalá pronto) y la igualdad sea completa, el género gramatical perderá seguramente toda la trascendencia que ahora se le otorga. La realidad habrá cambiado los contextos; los contextos habrán transformado el sentido, y los genéricos masculinos se convertirán en una mera convención porque habrán sido asaltados por las mujeres, como ya ocurrió con “homenaje” o “patrimonio”.

Cuando ese momento llegue, quizás a nadie le importe ya la gramática. Pero mientras tanto, es entendible que el genérico masculino siga pagando los platos rotos.

sábado, 1 de diciembre de 2018

Idiocia colectiva



La idiocia es una deficiencia mental adquirida en la niñez y generalmente de origen congénito. Siempre ha existido una idiocia colectiva, una idiocia contraída por contagio social más que por herencia. Arrastra a una comunidad a comportarse como un ente ciego, sin raciocinio. La idiocia colectiva es capaz de aupar al poder a un imbécil, a un inepto y hasta a un psicópata para que rija los destinos de la sociedad. En el siglo XXI, con el acceso fácil a la información y a la cultura, esta idiocia colectiva se tendría que haber atenuado, pero no. La idiocia colectiva sigue vigorosa. Ha llevado a muchos de sus campeones a gobernar países poderosos: Trump, Putin, Bolsonaro, Salvini... Personas que deberían ser tratadas de su dolencia firman tratados y manejan armamento. 
Si bajamos a nuestra cotidianidad, comprobamos que la idiocia colectiva ha aupado a necios declarados en medios de comunicación, cargos empresariales, dirección de hospitales, rectoría de las universidades, en la cabeza de los partidos políticos, en los órganos de decisión de los institutos de enseñanza, de las guarderías, de los clubes deportivos... Es espeluznante ver a los incapaces mentales, a los menguados en cargos de gobierno, enredados en el complejísimo arte de organizar una colectividad. Y lo mejor es que los hemos elegido nosotros, víctimas de una idiocia contagiosa que nos hace votar como si no rigiera la razón en nuestros actos, sino el interés particular, la insania y la irresponsabilidad. 
En nuestros casos domésticos, esta nueva idiocia colectiva se agrava con nuestra atávica propensión a la envidia y a la soberbia. Nos molesta ver a un sabio, a una persona trabajadora, a una mujer competente, a un hombre honesto, dirigirnos, porque nos resulta más complicado criticarlos o arremeter contra ellos. Porque comprobamos, angustiados, que nosotros no podríamos hacerlo mejor. Nos puede la perversión de elegir a un incompetente, a un necio, a un menguado, a un gandul, para tener la sensación malsana de que su papel lo podría hacer uno mucho mejor. Para regodearnos en el barro de su fracaso, que aunque también es el nuestro, sobre todo es el suyo. 
Todo comienza cuando al lelo o al gamberro lo elegimos delegado de clase, para reírnos de él o para provocar conflictos innecesarios (ellos tienen perdón, están sin cultivar). El problema es que el personal de presunta "alta cualificación" es tan propenso a la idiocia colectiva como los infantes. La ética se pierde por los agujeros de los bolsillos (apolillados por los intereses) y la razón se abandona en pro del espectáculo del lelo gobernando asuntos que maneja con dificultad el sabio. Qué eufónica palabra, idiocia, y qué peligrosa.

miércoles, 28 de noviembre de 2018

Diario de jefatura: escatología


Los días de jefatura de estudios están llegando a su fin, pero mientras quede uno, siempre habrá esperanza para la sorpresa y la escatología. La mañana no había ido mal, incluso se podría hablar de calma chicha, que siempre presagia tormenta. No se hizo esperar.

 Un chico de FP, mayor de edad, con objetos de ferretería en orejas y narices conduce a dos muchachos de 3º de ESO. Uno de ellos es bastante conocido en jefatura. No por ser mal chico, sino por estar un tanto alelado y caer en medio en muchos de los jaleos que se montan en el instituto. El otro tiene cara de susto (y de bueno). El de FP comienza el relato de los hechos con firmeza: “Estaba yo haciendo de vientre en el váter…” Primer momento de retención (uno no debe reírse en estas circunstancias). “…cuando oí jaleo fuera, en los urinarios. Se oía cómo la hoja de la ventana golpeaba una y otra vez contra la pared… Me limpio, salgo y cae delante de mí el cristal de la ventana. ¿Quién la ha roto?, no te lo puedo decir porque estaba haciendo de vientre, pero estos dos y alguno más estaban fuera cuando he salido”. Me pasma la responsabilidad del muchacho de la ferretería en la cara. Se muestra con más decisión y civismo que muchos de los profesores  del centro, que ante los altercados suelen hacer la vista gorda para no verse metidos en líos. El alumno alelado dice que él solo estaba allí, no ha golpeado la ventana (ya me lo imaginaba). Tiene la virtud de encontrarse siempre en el lugar adecuado, pero él nunca es autor de nada. El otro se confiesa como el último que tocó la ventana (solo la rozó, según él). Debía estar medio rota porque si no, no se explica cómo ha caído, apenas la ha rozado. Entra el alumno de FP otra vez como testigo escatológico. “Cuando yo estaba haciendo de vientre, oí muchas risas y varios golpes de la ventana contra la pared”. Se confirma pues, según el testigo de la causa, que no ha sido solo un roce ni un accidente, sino algo intencionado. Los chicos de 3º miran un tanto asustados y delatan al resto de los implicados en cuanto se lo pido. No les cuesta nada dar nombres y apellidos. Si se comparten culpas, sabe mejor el castigo. El chico culpable sigue con su cara de bueno (un poco menos) y de asustado (un poco más). El alelado continúa con el gesto de siempre, es incapaz de cambiar su suerte. Lo esperamos próximamente. El alumno de FP está satisfecho, por haber cumplido con su deber de ciudadano y por alguna otra cosa, evidentemente.    

martes, 27 de noviembre de 2018

"En la clase de lengua" por Lola Pons Rodríguez


De la larga lista de preposiciones que aprendíamos en el colegio dos me resultaban intrigantes: cabe y so. No recuerdo si alguna maestra se apiadó de nosotros y nos explicó que esas preposiciones ya no se usaban (como sí antiguamente: cabe el monte, so pena), pero igualmente ahí quedaron ambas en la lista, año tras año. Las preposiciones —en la gramática, básicamente palabras que vinculan elementos entre sí: lápiz con goma, libro sobre arte— se convirtieron para el alumnado de mi generación en una cadena de unidades que funcionaban solo en esa lista. Sabérsela era un fin en sí mismo.

Entre los contenidos que los escolares españoles de primaria estudian antes de los nueve años se incluyen conceptos como saber qué es un determinante, qué es la sílaba tónica o qué es un adjetivo. La que firma es una profesora de Lengua a la que esto le parece espeluznante, ya que, en la práctica, supone que al tiempo que se está enseñando a los niños a leer y a escribir, el maestro se ve obligado a explicar (lo dice la normativa, lo pone en los libros) que un adjetivo acompaña al sustantivo y lo explica o especifica según su posición, o a exponer que este y otro son determinantes, o que hay sílabas átonas y tónicas. La hipertrofia del metalenguaje en primaria resulta llamativa en tanto que estos contenidos no resultan particularmente difíciles de entender ni de aplicar en secundaria. Es lógico que los estudiantes piensen que la gramática sigue siendo para ellos un intangible que les causa extrañeza y es lícito que los profesores bufen porque los alumnos ya no recuerdan un contenido que se les lleva enseñando desde pequeños; transmitir ese metalenguaje en edades cortas roba tiempo para lo fundamental: aprender a expresarse, a leer con gusto, a saber hablar en público... Son los otros objetivos que se recogen en los programas y que resultan perjudicados por el peso de la enseñanza teórica: la inflación de contenidos metalingüísticos en las escuelas merma la capacidad de los profesores para enseñar a expresarse.Enseñar la lengua es, claro, enseñar un lenguaje especializado (que llamamos técnicamente metalenguaje, en tanto que usamos las palabras para hablar de las palabras); tecnicismos de la lingüística son etiquetas como sujeto, oración coordinada o la propia de preposición. Este metalenguaje respalda a una teoría que puede ayudar a mejorar nuestra práctica del idioma: saber de metalenguaje, entre otras cosas, sirve para conocer los componentes que usamos al hablar y sus estructuras subyacentes, y puede ser un buen auxilio cuando se aprende una segunda lengua. Nadie niega que este sea un contenido relevante en el proceso educativo, pero viendo cómo están las cosas en nuestros libros de textos y qué conseguimos con ellos en los resultados de nuestros alumnos, a lo mejor es necesario pararse a reflexionar sobre cuánto metalenguaje enseñamos y, sobre todo, cuándo lo hacemos.

Desconfiaríamos de una profesora de flauta que no consiguiera tras un año entero de clases que nuestro hijo tocase al menos una melodía fácil con el instrumento. Pídale a un niño de primaria que explique qué pasó ayer por la tarde en la plaza y verá si es capaz de hacer un discurso coherente, con riqueza léxica y argumentando un punto de vista. Tal debería ser el objetivo de una clase de Lengua impartida a un niño. De su logro se beneficiarían todas las otras materias escolares.

Por supuesto, las sucesivas reformas educativas (o sea, la reforma de la contrarreforma de la enésima ley educativa no consensuada) han ido introduciendo la necesidad de enseñar a usar la lengua. Y claro que hay maestros que se esfuerzan por poner a sus alumnos a hacer cosas con palabras: los espacios docentes en la Red nos han permitido asomarnos a los blogs de clase de profesores que nos muestran a alumnos escribiendo de forma creativa, argumentando, explicándose. Pero, cuidado: también ellos han tenido que perder un buen rato explicando a los de segundo de primaria qué es un adjetivo.

No tiene sentido que saber usar la lengua sea lo que nos queda cuando olvidamos lo que aprendimos en las clases de Lengua del colegio. Por eso, si usted ve que el maestro de Lengua de su hijo lo pone a preparar una entrevista, o a hacer fotos de carteles de la calle para que entienda que vive en una sociedad multilingüe, si su hija tiene que hacer un trabajo de Lengua que consiste en leer y contar a los demás una noticia de prensa, si la profesora del niño monta una obra de teatro en clase, si entre los deberes del fin de semana está aprender un poema o ir a una biblioteca y hacer una ficha de un libro, o si en el colegio lo están estimulando a leer dos libros al mes, piense que su hijo está recibiendo la enseñanza de Lengua más importante. Está aprendiendo a hacer cosas con, contra, de, para, por, sobre las palabras. Y el resto de preposiciones de esta frase las puede completar el lector si aún recuerda la lista que le enseñaron en la clase de Lengua.

sábado, 24 de noviembre de 2018

Rutas Literarias 2018 III: "Tárraco era nuestra, pero las naves se hundieron en Peñíscola"


Atrapados por la cultura catalana, nos sumergimos, el tercer día de viaje, en su historia más antigua. Los romanos se instalaron en Tárraco porque siempre era primavera allí (y no voy a nombrar al Corte Inglés, coño, ya lo he hecho). Otra guía espigada (los calçots estirán los huesos), joven y educadísima nos conduce extra e intramuros de la ciudad primaveral, por los rincones del siglo II d. C. Es la época del esplendor de Tárraco (treinta mil habitantes, como Tomelloso). Mientras la guía intenta vestirnos el peplum, Alberto no consigue que su botella de agua de medio litro se pose derecha sobre los sillares de Augusto. Violeta pregunta una y otra vez por el tiempo libre (Zara la llama) y Raúl escucha entusiasmado mientras piensa en su abuelo y en su alambique recién fregado. El mar, al fondo, sirve de telón natural al circo romano, aunque la belleza no está reñida con las necesidades físicas: todos al servicio y a almorzar.
En la villa romana de Els Munts, Faustina, una patricia romana de buen ver, a pesar de su más de dos mil años, nos viste con túnicas de esclavos y nos presta un cuadernillo con tablilla de cera incluida para que participemos de la visita activamente. Los romanos lo inventaron todo, ya lo dijeron los Monty Python y Faemino y Cansado, desde las letrinas hasta los métodos de investigación del CSI. Faustina, también joven y amabilísima, nos vuelve a confirmar el talante culto y afable de los pobladores de estos territorios. Será la primavera eterna. Será. 
En Gavá, las banderas españolas le ganan la partida a las esteladas en los balcones. A nadie importa este dato, a mí tampoco. Visitamos unas minas de variscita, arregladas por la inversión pública para que conozcamos nuestro pasado sin banderas. De los romanos hemos descendido hasta los iberos. Yo solo había visto la variscita (un mineral verde) en los collares que los africanos venden en Calpe. Raúl sigue pensando en su abuelo y en una llamada que recibió de su amigo Eduardo a las dos de la mañana. La pregunta de Eduardo era ciertamente misteriosa: "¿Qué haces?" Ni Miguel (el amigo de las apuestas deportivas) habría fallado la respuesta: "Dormir, coño, dormir". Violeta sigue requiriendo tiempo libre. 
Tras sumergirnos en lo más hondo del pasado catalán (y esto es literal), abandonamos la comunidad de Torra y Rosalía. Ellos no lo saben, pero ya han sido colonizados por los japoneses. Pronto veremos a un presidente catalán con los ojos rasgados y un palo selfie sentado en los escaños de la Generalitat. Antes, pasamos por una lonja de pescado en San Carles de la Rápita. Es el último bastión: dinero, mar y tradición. Pulpos de roca y canaíllas. Las mismas que se pescan en Peñíscola, ciudad de Calabuig, del chiringuito de Pepe, de una camarera rumana un tanto ida y del papa Luna (amante de los cascos de astronauta y de los castillos de piedra berroqueña). Raúl se fotografía en su regazo y actúa para todos nosotros interpretando un papa demasiado honesto. Violeta vuelve a preguntar por el tiempo libre con escasa convicción (Zara ya no está). 
La playa de Peñíscola nos atrae, nocturna y sola. Nos rendimos a ella. Es noviembre y solo queremos mojarnos los tobillos para mejorar el riego sanguíneo y para bañarnos de luna, que ilumina el castillo con ansia de travesura. Una ola traicionera nos alcanza las rodillas y después las ingles. Admirar la luna desde el paseo marítimo habría sido suficiente ofrenda. El mar, la mar no respeta ni los pantalones remangados ni las fronteras. Lo mismo ahoga a un catalán que le encoge las pelotas a un utielano. Después paz, la misma que se respira en el empedrado de las calles de Peñíscola en otoño. Raúl sigue pensando en su abuelo, ahora enfundado en un chubasquero que recuerda mucho al del protagonista de Viernes 13 o a doña Rogelia. Me rindo a su estética: jersey de lana, polo, cazadora de cuero y chubasquero XXL con capucha abotonada. Ni el papa Luna lo habría vestido mejor. Seguimos al estandarte, una palma mustia que sirve de bandera a los entusiastas de la cerveza, la cultura y el mar nocturno. 
Violeta duerme. Sueña con los pasillos iluminados de las galerías comerciales de Valencia.            

viernes, 23 de noviembre de 2018

Rutas Literarias 2018 II: "Copito de Nieve y un director casteller"


Nos vamos a jubilar como ejército. Después del primer día del viaje comprendimos que no íbamos a conquistar nada porque Barcino ya está asolada por los japos y porque aquí prima la educación y la cultura. Un pueblo bárbaro tiene poco que hacer en estos lares.
"Cacaolat" fue de Rumasa, sí, del Superman cañí de los 90. No sé cómo un personaje de esta catadura se hizo con una empresa catalana de raigambre, pero lo cierto es que se apropió de ella y la hizo quebrar, como a cualquier otra. Al entrar en sus instalaciones, nos reciben Copito de Nieve (ya difunto) y un equipo de baloncesto de los setenta con bigotes camp. Las técnicas de marketing las dominan los catalanes como verdaderos americanos. El "Cacaolat", sí, el "Cacaolat" tiene una fórmula secreta, como la Coca-Cola. Así reza en grandes letras en una de las misteriosas oficinas que no podemos fotografiar. Nuestro héroe, Raúl, pretende importar esa misma técnica de marketing para darle realce y caché al aguardiente de miel que elabora su abuelo en un alambique traído de Portugal: "Aguardiente de Pozoamargo. Fórmula secreta".  
La amabilidad de los catalanes con los que nos vamos encontrando me preocupa. ¿A ver si no va a ser real la maldad intrínseca que se nos vende de ellos? ¿A ver si no todo va a ser odio y manifestaciones contra Piolín?
En el parque arqueológico de las minas de Gavá, sus guías también van contra la idea que nos habíamos forjado de los catalanes a través de los medios: nos hablan en español perfectamente, no echan fuego por la boca y ni siquiera tienen rabo. Eso sí, en el neolítico catalán ya lo dominaba todo el dinero y las piedras preciosas. 
El colmo de esta impresión la recibimos en la visita a una "colla de castellers" en Sitges. No solo nos tratan en su casa como a amigos de toda la vida, no solo nos hablan con amabilidad, sino que, además, nos arropan y nos invitan a participar en sus tradiciones. A Javi, director fornido, lo envuelven con una faja negra para que sirva de base a un "castell". En lo alto, uno de los chicos de Fuenlabrada; alrededor, nuestros guerreros, transformados en dóciles "castellers". Visto desde dentro, desde el lugar en el que ensayan sus montañas humanas, se respira camaradería, emoción y buen rollo. Nuestros guerreros, ya sin armas ni armaduras, disfrutan abrazando y subiéndose a hombros de catalanes y madrileños (no, aquí no hay japoneses de momento). Laura, la presidenta de la "colla" es una chica altísima, de trato dulce y verbo cultivado. 
¿Por qué?, a ver, ¿por qué no encontramos a los endriagos y dragones que escupen fuego por la boca? ¿Por qué no nos hemos topado con los energúmenos que aparecen en televisión devorando escudos reales y toreros? No hay derecho a que uno venga a Cataluña y no respire odio en cada esquina. A ver si la mayor parte de la gente va a ser normal aquí, como en cualquier otro lado, y no vamos a tener ni la más mínima oportunidad de enfadarnos. 
Cunit, tranquila ciudad costera en otoño, nos abraza y nos acuesta, nos mece en su regazo de matrona nutricia. Mañana nos espera Tarraco y los guerreros (por la noche vuelven a convertirse en hordas que asolan los pasillos de los hoteles) deben estar despiertos y ágiles para sortear sonrisas y buenas palabras.         

lunes, 19 de noviembre de 2018

Rutas Literarias 2018 I: "La conquista de Barcino, kalité, kalité, chiqui, chiqui, chiqui, chiqui"


A veces, las batallas para conquistar una plaza no son tan feroces como cuentan las crónicas. El 12 de noviembre de 2018, 24 guerreros y dos profesores de San Clemente viajaron hasta Cataluña con el firme propósito de asaltar la villa de Barcino, baluarte de la burguesía y algo más. Antes del enfrentamiento, visitaron el templo para rendir honores. En la Sagrada Familia ya se dieron cuenta de que la empresa tendría sus puntos de extravagancia: los vitrales aéreos y las filigranas místicas se conjugaban con unas esculturas sin rostro que poco tienen que ver con las de otras latitudes. Las audioguías nos sometieron a la maldición de Babel y los encantadores japoneses, coreanos y chinos nos despistaron y nos abrumaron, casi tanto, como la inmensidad de las bóvedas de cuento de terror. 
Como todos los ejércitos clásicos, nosotros también tenemos nuestros héroes. El de hoy se llama Raúl, joven espigado y severo que encanta con su labia de otros tiempos. Pero se encuentra flojo de ánimo. Una noche toledana de pasta de dientes y endriagos lo tiene como a Aquiles sin Briseida. Como los ejércitos griegos, esperamos ansiosos su vuelta al combate. 
La incursión en el barrio gótico ha supuesto una derrota anunciada. Una guía locuaz, de espíritu dramático nos desactiva el espíritu bélico y nos dispone a la admiración. Sus explicaciones sociológicas sobre el poder eclesiástico y burgués nos desarman: la catedral, los edificios urbanos, hasta el pavimento, son una muestra obscena de dinero y poder. Incluso el tránsito del románico al gótico tiene una explicación que pasa por las veleidades de los que deseaban seguir ostentando los privilegios. Rebeca, así se llama la encantadora, nos conduce, a través de la anarquía, hacia la delicia del desprecio al poderoso. Mientras escuchábamos su interpretación, una modelo posaba ante un fotógrafo, como los siervos de la gleba se prestaban a los abusos del burgués mangante de turno. Sí, Barcino se fundó en el año 10, y desde entonces el dinero corrompe al ciudadano y a su circunstancia (como en cualquier otro lugar). 
La tropa toma un refrigerio: pollo de payés y patatas de las de siempre. 
Por la tarde, Gaudí, ese empleado de la burguesía y del clero. Ese genio entregado a la religión y al dinero nos muestra de nuevo su locura en columnas de insania, bosques de piedra y naturaleza sinuosa. Es el parque Güell, donde se encierran los vicios y los sueños burgueses de un bohemio sin tranvía. Raúl, nuestro héroe de andar por casa, asegura que su tío es familia del negrero Güell. Esta revelación nos anima: es posible que uno de nuestra soldadesca sea heredero del dinero catalán. Sin embargo, Raúl solo reza por poder comprar un número de lotería y para que su abuelo mejore de su tendón roto. Los héroes de verdad son así: llanos y sin elevaciones, como quería don Quijote. 
En las Ramblas el ejército se vuelve a encoger ante el poder artístico de la burguesía catalana: la Boquería, el Liceo, la plaza del Rey (donde leemos a George Orwell para contrarrestar el gran hermano que llevamos dentro). Nuestro héroe, Raúl, despierta ante la adversidad. En un quiosco de las Ramblas le ofrecen un condón de propiedades extraordinarias, según su vendedor oriental: "Kalité, kalité, chiqui, chiqui, chiqui, chiqui". Raúl sonríe victorioso. 
El ejército se deprime en el autobús bajo los ritmos de Estopa y Bisbal. Esto mata a cualquiera y eso que, en un último intento por reactivar a la tropa, nuestro héroe se lanza a cantar "La Campanera". El trajín del día hace estragos y otro de nuestros héroes, Pedro,  "el de la vejiga breve", se muestra más humano que nunca. Detiene nuestro camino porque se mea, porque no puede aguantarse, como si fuera un simple mortal. Los dioses no están con nosotros. El retraso puede llevarnos al fracaso. Y esto no lo dice Herodoto, sino la Terremoto de Alcorcón, que suena a toda mecha por los altavoces.  
El descanso del guerrero es necesario. Encontramos un "rockódromo-bar" muy peculiar. Mientras sorbemos nuestras pintas, admiramos las proezas de los escaladores. Un magíster con rastas parece encargado de varear las costillas de quienes no consigan encaramarse con soltura al muro. Pero no. Al poco, lo vemos enredando su lengua con una escaladora. Definitivamente, en Barcino solo hay amor... y japoneses. Los conquistadores estamos de más. Por eso rendimos nuestras armas y nos dedicamos al sabio oficio de la observación y del aprendizaje. Seguro que nos da más alegrías que las espadas. Todos nuestros soldados están de acuerdo, incluidos Enrique "el Largo", Patiño "el Mentalista de mapas" y Sonia "la escudera fiel". 

martes, 6 de noviembre de 2018

"¿Por qué escribir?" por Rafael Narbona


Philip Roth murió sin recibir el Nobel. Igual que Borges, Joyce, Henry James, Proust y otros grandes escritores. En una entrevista, afirmó con ironía que si hubiese titulado de otro modo El lamento de Portnoy, una feroz introspección sobre las filigranas y paradojas de la mente humana para abordar y satisfacer el deseo sexual, quizás la Academia sueca se hubiera decidido a concederle el ansiado galardón. Probablemente, un título más pomposo, como ‘El orgasmo bajo el capitalismo rapaz', habría vencido todas las objeciones y reparos. Provocador nato, a Roth nunca le preocupó molestar, incomodar o incluso perturbar. En ¿Por qué escribir?, una recopilación de ensayos, entrevistas y discursos, confiesa que nunca ha experimentado la creación literaria como un placer. Durante cincuenta años, se enfrentó a la página en blanco con angustia y sentimiento de indefensión. “Para mí, escribir era una hazaña de supervivencia. La obstinación, no el talento, me salvó”. 
Para escribir, según Roth, hay que olvidarse de cualquier anhelo de felicidad. El escritor se impone a sí mismo una “tarea irrealizable”. Si se compadece de su sufrimiento, abandonará su trabajo. Roth admite que escribir es una forma de huir de la culpabilidad, la autodestrucción y el nihilismo. Tal vez por eso nunca ha dejado de realizar incursiones en la literatura de Kafka. Aficionado a las ucronías, Roth inventa una vida alternativa para el autor de La metamorfosis, que titula “Siempre he querido que admiraseis mi ayuno”. Kafka emigra a Estados Unidos y se establece en Newark, New Jersey, enseñando hebreo y la Torá en una sinagoga. Entre sus alumnos, se halla el niño Philip Roth, que le adjudica un mote despectivo. Sus padres invitan a comer a Kafka y organizan un encuentro con la tía Rhoda, con la intención de poner en marcha un romance que acabe en boda. Kafka actúa con la máxima corrección, pero cuando al fin se cita con Rhoda, su inhibición emocional y sexual provoca una catástrofe. El tímido y discretísimo profesor de hebreo nunca podrá formar una familia, ni mantener una relación normal con una mujer. Solo es feliz en la seguridad de su madriguera. Fallece en 1948. No deja supervivientes. Ni libros. Sólo cuatro cartas enfermizas que conserva tía Rhoda, sin prestarles mucha atención. 

La “otra vida” de Kafka es la única pieza de ficción. En los ensayos y entrevistas, Roth habla de muchos temas, pero concede una especial atención a la creación literaria y a la identidad judía. En el siglo XX, el escritor se ha despegado de la realidad. Su prosa, en particular cuando es musculosa y enfática, gira alrededor de su ego, incurriendo en el onanismo, lo cual reduce faltamente sus posibilidades narrativas. Ese fenómeno no constituye un brote de narcisismo, sino la constatación del divorcio entre el escritor y la sociedad. Roth se ha ocupado de su yo, pero no ha descuidado los problemas de su tiempo. 

Su estilo ha pretendido captar “la espontaneidad y la soltura del lenguaje hablado”, pero con las dosis de “ironía, precisión y ambigüedad” que han caracterizado a la retórica literaria más clásica. Se ha negado a amordazar su pluma con tabúes e inhibiciones. La función del escritor es incordiar. Con frescura, descaro y valentía.

Adoptar esa actitud con el tema de la identidad judía, le ha causado muchos disgustos. Acusado de antisemitismo, ha respondido que airear las manías y los vicios de la comunidad judía, no implica un odio patológico. Roth no reniega de su condición de judío. Solamente quiere dejar claro que la mayor virtud del pueblo judío es su capacidad de renacer y reinventarse después de siglos de persecuciones y pogromos, no la de imitar la beligerancia de otras naciones. 

Ante los reproches de supuesta misoginia, Roth aclara: “No he entonado la alabanza de la superioridad masculina, sino que más bien he presentado a la masculinidad vacilante, constreñida, humillada, devastada y derribada”. Más que entrevistar, Roth dialoga con Primo Levi, Aharon Appelfeld, Milan Kundera y otros escritores. Appelfeld apunta que el pueblo judío, a pesar de todos los agravios y matanzas, “no ha perdido su rostro humano”. Kundera afirma que la novela no puede prosperar en países gobernados por el fanatismo político y religioso. Primo Levi, un hombre lleno de “vivacidad y arraigo”, elogia el trabajo como vocación, tan distinto del Arbeit de Auschwitz, fuente inagotable de padecimientos. 

En un breve y esclarecedor ensayo, Roth reconoce su deuda con Saul Bellow: “Fue el Cristóbal Colón de la gente como yo, de los nietos de inmigrantes que quisieron ser escritores norteamericanos”. Después de releer todos sus libros y dar por finalizada su trayectoria como escritor, Roth utiliza unas palabras del campeón de boxeo Joe Louis para formular una conclusión: “Lo he hecho lo mejor que podía con lo que tenía”. 

¿Por qué escribir? es un festín para la inteligencia. Divertido, irreverente, lúcido, imprevisible. Cuando Philip Roth pide a Wikipedia que corrija un error en su entrada sobre La mancha humana, la enciclopedia le contesta que sin duda es la mayor autoridad sobre su obra, pero no puede atender su petición, si no le facilita una fuente secundaria fiable. En sus últimos años, Roth dejó de maltratarse a sí mismo con el áspero oficio de escribir, limitándose a esperar la venida de la muerte con la mayor dignidad posible.

domingo, 28 de octubre de 2018

"Gabriel Miró y los gitanos" por Rafael Narbona


Gabriel Miró (Alicante, 1879-Madrid, 1930) es uno de los mejores prosistas de la Edad de Plata, pero su obra apenas se lee. Para algunos, solo es un autor costumbrista, apegado a lo rural y con un estilo innecesariamente moroso, que impide a sus novelas adquirir el ritmo necesario para emocionar al lector. Ortega reconoció su maestría formal, pero le acusó de malograr el conjunto con un esteticismo que convertía cada página es un deslumbrante (y extenuante) prodigio, incompatible con la construcción de una trama y unos personajes. Yo no aprecio nada de eso. Miró no es un autor costumbrista, pues rehúye el tópico y el color local. Su mirada es profunda, crítica e innovadora. No es un espectador, sino un testigo que viaja al fondo de las cosas, expresando su malestar cuando presencia una injusticia. Su visión de España no es autocomplaciente. No le tiembla la pluma al hablar de la violencia que soportan los niños, los animales, las mujeres y los grupos sociales más vulnerables. Más cerca de Ortega que de Unamuno, sueña con la reforma social de un país política y culturalmente atrasado, pero sortea con elegancia la trampa del radicalismo, que sí sedujo al último Valle-Inclán. Su pasión por el campo no es una veleidad provinciana, sino la expresión de una honda inquietud espiritual. Al igual que un fenomenólogo, Miró observa la naturaleza, intentando capturar esencias, no simples reflejos. Su prosa se muestra tan exigente como la de Proust, Joyce o Virginia Woolf. No hay esteticismo, sino una aguda exigencia intelectual que no cesa de buscar el punto de encuentro entre la palabra y la materia.

“Gitanos” es una estampa o capítulo de Años y leguas, su último libro. Publicado en 1928, el protagonista una vez más es Sigüenza, trasunto o posible heterónimo de Miró, que deambula por el Levante como un peregrino con sed de absoluto. El escritor siempre profesó un cristianismo semejante al de Pérez Galdós, lejos de cualquier forma de intolerancia o dogmatismo. Su ternura con los más débiles nace de su identificación con las enseñanzas del Sermón de la Montaña. Poco amigo de penitencias, su literatura rebosa misericordia y un ardiente deseo de renovación espiritual e institucional. El obispo leproso (1926) ha pasado a la historia como una obra anticlerical. Miró estudió con los jesuitas y se mostró muy crítico con su modelo de enseñanza, autoritario e intransigente. Sin embargo, ese punto de vista convive con una fe firme, sin fisuras. No es Unamuno, atrapado por terribles dudas. Al igual que el prelado de El obispo leproso, Miró cree que es posible otra Iglesia, con un mensaje más humano y compasivo, opuesta al fanatismo y la dureza de corazón. “Gitanos” es un ejemplo de la sensibilidad del verdadero cristiano, que “no odia porque sabe comprender” y manifiesta “sentimientos de paz, porque ama” (Es Cristo que pasa). El capítulo comienza con una alusión humorística al trabajo literario, que presupone orden, disciplina, claridad. Sigüenza se rodea de libros, tabaco y promesas, pero su sosiego se quebranta cuando una mosca logra burlar la red metálica concebida para cortar el paso a los insectos. En un pequeño cuarto encalado, con una mesa sin barnizar y unas sillas de esparto, una mosca “con sus ojos hinchados de color café” y su trompa latiendo, puede ser más perturbadora que “un grito”. La irrupción de una avispa añade dramatismo a la situación, pues su aguijón puede hundirse dolorosamente en la carne. Sigüenza logra aplastarla con un “bárbaro golpe”. Después, contempla de cerca “su cintura, su vientre, su corpezuelo afilado, su vello estremecido”. La muerte no ha logrado borrar su belleza. El escritor puede parapetarse en una trama de palabras, pero el mundo nunca se cansará de convocarle, mostrándole la ambivalencia de la vida, con su carga de sufrimiento y sus explosiones de júbilo.

Sigüenza se asoma al balcón y se embriaga con “la avidez del verano”. En el medio rural, se nota más el peso del tiempo, el tránsito “del paisaje tierno a los campos en rastrojos”. De repente, se escucha la voz “maja y zalamera” de un gitano, que habla con la labradora del casalicio donde el escritor se ha alojado. Se trata de una labradora “vieja y desmedrada” que no disimula su miedo ante “un mozallón, roído de viruela, con un alboroto de tufos de pringue, la mirada caliente y los colmillos blancos como de mastín”. Al joven le acompaña “una tribu andrajosa”, con niños sucios, viejos flacos como galgos, mujeres con ropa mugrienta y jumentos que tiemblan de hambre y miedo. El conjunto desprende una sombra lúgubre, casi podrida, que se tiende en el camino como un animal extenuado. El gitano pide un costal de paja para “una mujer enferma, que no tiene dónde recostarse, lo mismo que la Virgen Santísima”. La labradora se niega con terquedad, alegando que la paja no es de su propiedad, sino de los campesinos que trillan en la era. El gitano gime, se desespera, escupe y acecha el interior de la casa, con ojos de aguilucho. Sigüenza interviene, pidiéndole contundentemente que se marche con su gente. Su puño crispado en el bolsillo de la americana insinúa que tal vez esconde un arma. El gitano baja la cabeza y, humillado, se retira, no sin murmurar y maldecir. La rabia y la consternación se reflejan en la mirada de viejos, mujeres y niños, que reemprenden la marcha, levantando “un polvo y vaho de muladar”, mientras se lamentan de su negra suerte. La labradora agradece a Sigüenza su gesto, con una exclamación que parece “un salmo”. El escritor vuelve a su aposento y saca la mano del bolsillo, depositando sobre la mesa una petaca de cuero, el estuche de unos anteojos, yesca para hacer fuego y una pluma estilográfica. En su rostro resplandece “una sonrisa de buen sabor de vida”. Piensa que ha obrado como un héroe.

A la caída de la tarde, Sigüenza parte hacia el pueblo más cercano para realizar unas compras. La labradora le advierte que los gitanos quizá le esperen en un recodo del camino para vengarse, especialmente si se entretiene demasiado y anochece. Sigüenza está a punto de desistir, pero el orgullo le anima a no renunciar a su plan. Se adentra en la carretera, escrutando la lejanía. Cuando llega a su destino, despuntan las primeras estrellas. Entra en la tienda y hace sus compras, rodeado de labradores y mujeres de negro. Aún le queda tiempo de subir a la diligencia y no hacer el camino de vuelta de pie y a oscuras, pero quiere demostrarse a sí mismo que no tiene miedo. Se despide del tendero, comentando que espera tener suerte y no toparse con los gitanos. Está a punto de narrar su proeza, pero el comerciante se adelanta, explicándole que ya están muy lejos: “Yo los vi. No tenían paja; y una de sus mujeres daba compasión porque había parido en el suelo como una borrega…”.

El conmovedor texto de Gabriel Miró es un acto de desagravio particularmente necesario en nuestras letras. Aún cuesta digerir las duras e injustas palabras de Cervantes en La gitanilla (1613) sobre una comunidad que ha sufrido toda clase de ultrajes y persecuciones. Las grandes dotes de narrador de Gabriel Miró se ponen de manifiesto en este capítulo. El paisaje no es un telón de fondo, sino una realidad viva y cambiante que se concierta con las emociones de los personajes. Sigüenza no es un simple contemplador. Su aguda conciencia estética y moral alumbra un lenguaje sensual, pictórico, reflexivo. Comencé a leer a Gabriel Miró en ediciones sueltas. En 1931 apareció en Madrid la primera edición de sus obras completas, elaborada por los “Amigos de Gabriel Miró”. En 1942, Biblioteca Nueva publicó toda su obra en un solo volumen. Entre 2006 y 2008, la Biblioteca Castró reunió todos sus libros en tres volúmenes, incluyendo sus dos primeras novelas, repudiadas por el autor, y varios textos inéditos. Se hizo cargo de la edición Miguel Ángel Lozano Marco, catedrático de la Universidad de Alicante, que elaboró excelentes estudios introductorios y una exhaustiva y selecta bibliografía. Gabriel Miro es uno de nuestros clásicos más olvidados, pero en sus libros fulgura la belleza y se intuye la eternidad.