A veces, las batallas para conquistar una plaza no son tan feroces como cuentan las crónicas. El 12 de noviembre de 2018, 24 guerreros y dos profesores de San Clemente viajaron hasta Cataluña con el firme propósito de asaltar la villa de Barcino, baluarte de la burguesía y algo más. Antes del enfrentamiento, visitaron el templo para rendir honores. En la Sagrada Familia ya se dieron cuenta de que la empresa tendría sus puntos de extravagancia: los vitrales aéreos y las filigranas místicas se conjugaban con unas esculturas sin rostro que poco tienen que ver con las de otras latitudes. Las audioguías nos sometieron a la maldición de Babel y los encantadores japoneses, coreanos y chinos nos despistaron y nos abrumaron, casi tanto, como la inmensidad de las bóvedas de cuento de terror.
Como todos los ejércitos clásicos, nosotros también tenemos nuestros héroes. El de hoy se llama Raúl, joven espigado y severo que encanta con su labia de otros tiempos. Pero se encuentra flojo de ánimo. Una noche toledana de pasta de dientes y endriagos lo tiene como a Aquiles sin Briseida. Como los ejércitos griegos, esperamos ansiosos su vuelta al combate.
La incursión en el barrio gótico ha supuesto una derrota anunciada. Una guía locuaz, de espíritu dramático nos desactiva el espíritu bélico y nos dispone a la admiración. Sus explicaciones sociológicas sobre el poder eclesiástico y burgués nos desarman: la catedral, los edificios urbanos, hasta el pavimento, son una muestra obscena de dinero y poder. Incluso el tránsito del románico al gótico tiene una explicación que pasa por las veleidades de los que deseaban seguir ostentando los privilegios. Rebeca, así se llama la encantadora, nos conduce, a través de la anarquía, hacia la delicia del desprecio al poderoso. Mientras escuchábamos su interpretación, una modelo posaba ante un fotógrafo, como los siervos de la gleba se prestaban a los abusos del burgués mangante de turno. Sí, Barcino se fundó en el año 10, y desde entonces el dinero corrompe al ciudadano y a su circunstancia (como en cualquier otro lugar).
La tropa toma un refrigerio: pollo de payés y patatas de las de siempre.
Por la tarde, Gaudí, ese empleado de la burguesía y del clero. Ese genio entregado a la religión y al dinero nos muestra de nuevo su locura en columnas de insania, bosques de piedra y naturaleza sinuosa. Es el parque Güell, donde se encierran los vicios y los sueños burgueses de un bohemio sin tranvía. Raúl, nuestro héroe de andar por casa, asegura que su tío es familia del negrero Güell. Esta revelación nos anima: es posible que uno de nuestra soldadesca sea heredero del dinero catalán. Sin embargo, Raúl solo reza por poder comprar un número de lotería y para que su abuelo mejore de su tendón roto. Los héroes de verdad son así: llanos y sin elevaciones, como quería don Quijote.
En las Ramblas el ejército se vuelve a encoger ante el poder artístico de la burguesía catalana: la Boquería, el Liceo, la plaza del Rey (donde leemos a George Orwell para contrarrestar el gran hermano que llevamos dentro). Nuestro héroe, Raúl, despierta ante la adversidad. En un quiosco de las Ramblas le ofrecen un condón de propiedades extraordinarias, según su vendedor oriental: "Kalité, kalité, chiqui, chiqui, chiqui, chiqui". Raúl sonríe victorioso.
El ejército se deprime en el autobús bajo los ritmos de Estopa y Bisbal. Esto mata a cualquiera y eso que, en un último intento por reactivar a la tropa, nuestro héroe se lanza a cantar "La Campanera". El trajín del día hace estragos y otro de nuestros héroes, Pedro, "el de la vejiga breve", se muestra más humano que nunca. Detiene nuestro camino porque se mea, porque no puede aguantarse, como si fuera un simple mortal. Los dioses no están con nosotros. El retraso puede llevarnos al fracaso. Y esto no lo dice Herodoto, sino la Terremoto de Alcorcón, que suena a toda mecha por los altavoces.
El descanso del guerrero es necesario. Encontramos un "rockódromo-bar" muy peculiar. Mientras sorbemos nuestras pintas, admiramos las proezas de los escaladores. Un magíster con rastas parece encargado de varear las costillas de quienes no consigan encaramarse con soltura al muro. Pero no. Al poco, lo vemos enredando su lengua con una escaladora. Definitivamente, en Barcino solo hay amor... y japoneses. Los conquistadores estamos de más. Por eso rendimos nuestras armas y nos dedicamos al sabio oficio de la observación y del aprendizaje. Seguro que nos da más alegrías que las espadas. Todos nuestros soldados están de acuerdo, incluidos Enrique "el Largo", Patiño "el Mentalista de mapas" y Sonia "la escudera fiel".
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