Philip Roth murió sin recibir el Nobel. Igual que Borges, Joyce, Henry James, Proust y otros grandes escritores. En una entrevista, afirmó con ironía que si hubiese titulado de otro modo El lamento de Portnoy, una feroz introspección sobre las filigranas y paradojas de la mente humana para abordar y satisfacer el deseo sexual, quizás la Academia sueca se hubiera decidido a concederle el ansiado galardón. Probablemente, un título más pomposo, como ‘El orgasmo bajo el capitalismo rapaz', habría vencido todas las objeciones y reparos. Provocador nato, a Roth nunca le preocupó molestar, incomodar o incluso perturbar. En ¿Por qué escribir?, una recopilación de ensayos, entrevistas y discursos, confiesa que nunca ha experimentado la creación literaria como un placer. Durante cincuenta años, se enfrentó a la página en blanco con angustia y sentimiento de indefensión. “Para mí, escribir era una hazaña de supervivencia. La obstinación, no el talento, me salvó”.
Para escribir, según Roth, hay que olvidarse de cualquier anhelo de felicidad. El escritor se impone a sí mismo una “tarea irrealizable”. Si se compadece de su sufrimiento, abandonará su trabajo. Roth admite que escribir es una forma de huir de la culpabilidad, la autodestrucción y el nihilismo. Tal vez por eso nunca ha dejado de realizar incursiones en la literatura de Kafka. Aficionado a las ucronías, Roth inventa una vida alternativa para el autor de La metamorfosis, que titula “Siempre he querido que admiraseis mi ayuno”. Kafka emigra a Estados Unidos y se establece en Newark, New Jersey, enseñando hebreo y la Torá en una sinagoga. Entre sus alumnos, se halla el niño Philip Roth, que le adjudica un mote despectivo. Sus padres invitan a comer a Kafka y organizan un encuentro con la tía Rhoda, con la intención de poner en marcha un romance que acabe en boda. Kafka actúa con la máxima corrección, pero cuando al fin se cita con Rhoda, su inhibición emocional y sexual provoca una catástrofe. El tímido y discretísimo profesor de hebreo nunca podrá formar una familia, ni mantener una relación normal con una mujer. Solo es feliz en la seguridad de su madriguera. Fallece en 1948. No deja supervivientes. Ni libros. Sólo cuatro cartas enfermizas que conserva tía Rhoda, sin prestarles mucha atención.
La “otra vida” de Kafka es la única pieza de ficción. En los ensayos y entrevistas, Roth habla de muchos temas, pero concede una especial atención a la creación literaria y a la identidad judía. En el siglo XX, el escritor se ha despegado de la realidad. Su prosa, en particular cuando es musculosa y enfática, gira alrededor de su ego, incurriendo en el onanismo, lo cual reduce faltamente sus posibilidades narrativas. Ese fenómeno no constituye un brote de narcisismo, sino la constatación del divorcio entre el escritor y la sociedad. Roth se ha ocupado de su yo, pero no ha descuidado los problemas de su tiempo.
Su estilo ha pretendido captar “la espontaneidad y la soltura del lenguaje hablado”, pero con las dosis de “ironía, precisión y ambigüedad” que han caracterizado a la retórica literaria más clásica. Se ha negado a amordazar su pluma con tabúes e inhibiciones. La función del escritor es incordiar. Con frescura, descaro y valentía.
Adoptar esa actitud con el tema de la identidad judía, le ha causado muchos disgustos. Acusado de antisemitismo, ha respondido que airear las manías y los vicios de la comunidad judía, no implica un odio patológico. Roth no reniega de su condición de judío. Solamente quiere dejar claro que la mayor virtud del pueblo judío es su capacidad de renacer y reinventarse después de siglos de persecuciones y pogromos, no la de imitar la beligerancia de otras naciones.
Ante los reproches de supuesta misoginia, Roth aclara: “No he entonado la alabanza de la superioridad masculina, sino que más bien he presentado a la masculinidad vacilante, constreñida, humillada, devastada y derribada”. Más que entrevistar, Roth dialoga con Primo Levi, Aharon Appelfeld, Milan Kundera y otros escritores. Appelfeld apunta que el pueblo judío, a pesar de todos los agravios y matanzas, “no ha perdido su rostro humano”. Kundera afirma que la novela no puede prosperar en países gobernados por el fanatismo político y religioso. Primo Levi, un hombre lleno de “vivacidad y arraigo”, elogia el trabajo como vocación, tan distinto del Arbeit de Auschwitz, fuente inagotable de padecimientos.
En un breve y esclarecedor ensayo, Roth reconoce su deuda con Saul Bellow: “Fue el Cristóbal Colón de la gente como yo, de los nietos de inmigrantes que quisieron ser escritores norteamericanos”. Después de releer todos sus libros y dar por finalizada su trayectoria como escritor, Roth utiliza unas palabras del campeón de boxeo Joe Louis para formular una conclusión: “Lo he hecho lo mejor que podía con lo que tenía”.
¿Por qué escribir? es un festín para la inteligencia. Divertido, irreverente, lúcido, imprevisible. Cuando Philip Roth pide a Wikipedia que corrija un error en su entrada sobre La mancha humana, la enciclopedia le contesta que sin duda es la mayor autoridad sobre su obra, pero no puede atender su petición, si no le facilita una fuente secundaria fiable. En sus últimos años, Roth dejó de maltratarse a sí mismo con el áspero oficio de escribir, limitándose a esperar la venida de la muerte con la mayor dignidad posible.
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