Meditar no es un ejercicio de relajación, sino de tensión. El que medita busca el límite, no la armonía. No se escala una cumbre para descansar, sino para contemplar el abismo. En el mundo actual, nos mueve el ansia de no perder el tiempo, de llenar cada minuto con una actividad productiva, de no enredarnos en menudencias que produzcan horas muertas. Ignoramos que esas horas muertas tal vez son la forma más humana de existir. En ese tiempo presuntamente desperdiciado se halla la semilla de la meditación, que nos enseña a convivir con los estratos más profundos de nuestra conciencia. Meditar es aprender a estar con uno mismo, sin rehuir el sufrimiento. Pablo d’Ors ha explicado su experiencia con la meditación en Biografía del silencio (2012), después de explorar en su propia mente y en su propia carne una técnica que se desconoce o malinterpreta. En la meditación no hay calma ni paz interior, sino riesgo e intensidad: “El dolor es nuestro principal maestro”. Meditar es un acto de despojamiento, que relega al yo a segundo término. Se parece a respirar, pero sin la abrumadora conciencia de ser un individuo escindido del todo. No es un estado de placidez, sino un abandonarse a las cosas, una apertura a la realidad que profundiza nuestra percepción. No se persigue una meta racional, sino una epifanía. La meditación se rebela contra el sentido práctico. Bajo la perspectiva de la utilidad, unas viejas botas campesinas sólo son un cachivache inútil. En cambio, el que medita descubre que esconden una historia. Las botas hablan de la siembra y la cosecha, de la espera y el fruto, de lo incipiente y la plenitud. Meditar es pensar poéticamente, trágicamente.
La meditación se parece a la búsqueda espiritual de los místicos. Santa Teresa de Jesús deambula por las moradas de un castillo interior. San Juan de la Cruz peregrina hacia el Monte Carmelo, huyendo de la noche oscura. Ambos desean ver “con los ojos del alma”. Ambos “pierden el tiempo”, pues saben que ese aparente abandono es el preámbulo de una verdad inasequible a la razón. Su intención es trascender la rueda del tiempo cotidiano, impulsada por la impaciencia, la futilidad y lo efímero. Su hambre de eternidad nace del silencio, de la escucha, de la soledad. Como advierte Santa Teresa en El Libro de la Vida, “ya se ve que, si el pozo no mana, que nosotros no podemos poner el agua. Verdad es que no hemos de estar descuidados, para que, cuando la haya, sacarla”. ¿Existe algún lugar donde el agua mane en abundancia, reconfortando al alma con su frescor? Pablo d’Ors responde que en “el desierto”. Solo la experiencia del desierto hace posible que escuchemos “lo que el desierto quiere decirnos a nuestro pesar”. Edmond Jabès opina algo semejante: “Toda claridad nos viene del desierto. […] Del alma, el desierto es el despertar”. El desierto se parece a la estepa castellana. En mi caso, es mi paisaje cotidiano. De joven, casi niño, no entendía que los poetas se emocionaran con los campos de Castilla. No advertía nada poético en esas llanuras infinitas, que contemplaba mientras viajaba en coche o tren hacia tierras de Levante. Verano tras el verano, el paisaje siempre era el mismo: campos roturados por la siembra, que enseñaban sus entrañas esponjosas; matas y jaras que manchaban de verde y amarillo lomas y cerros; rebaños de ovejas con pastores protegiéndose del calor con sombreros de paja; hileras de árboles delatando la presencia de un arroyo. Y, de vez en cuando, un pueblecito, con sus casas bajas, sus mujeres enlutadas, sus perros famélicos y su espadaña, una torre que sobresalía entre los tejados como el ciprés de un cementerio.
En los años sesenta, los viajes se hacían interminables. En muchos tramos, las carreteras ni siquiera se hallaban asfaltadas y los coches circulaban lentamente, levantando nubes de polvo. Era inevitable pensar en las diligencias, con sus balanceos de animal viejo y enfermo. La sensación de fatiga y de relativa inmovilidad se convertía en júbilo cuando el mar revelaba su cercanía, con su olor a brisa y salitre. El corazón se agitaba al sentir la inminencia de algo grandioso. A veces se escuchaban las olas, rompiendo detrás unos pinos jóvenes, que sombreaban una tierra tan árida como Castilla, pero con el mar lamiendo sus bordes. Cuando por fin surgían las gaviotas y sus pequeños barcos de vela, sentía que dejaba atrás un sombrío páramo para adentrarme en la palpitante claridad del Mediterráneo, con sus olas suaves y sus playas blancas. Ahora pienso que la estepa y el mar no son tan diferentes. Los dos se caracterizan por la luz, el espacio, el vacío. De hecho, los campos de trigo y cebada se bañan en el mismo sol fenicio. En esa quietud, manda el silencio, que nos conmina a observar la vida y a mirar más allá de la vida. Esa mirada nos descentra, nos hace diferentes. Escribe Jabès: “En el desierto uno se vuelve otro”. La meditación nos enseña a salir de uno mismo, a amar el silencio, a no temer la soledad, a coexistir con el dolor, a lidiar con la disonancia y el vértigo, a bajar hasta lo más hondo. Algunos se topan con Dios; otros, se reconcilian con la finitud. Meditar es anticipar la nada o la eternidad. Sea como sea, merece la pena un viaje para el que no hacen falta alforjas, sino afán de aventura y humildad.
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