sábado, 1 de diciembre de 2018

Idiocia colectiva



La idiocia es una deficiencia mental adquirida en la niñez y generalmente de origen congénito. Siempre ha existido una idiocia colectiva, una idiocia contraída por contagio social más que por herencia. Arrastra a una comunidad a comportarse como un ente ciego, sin raciocinio. La idiocia colectiva es capaz de aupar al poder a un imbécil, a un inepto y hasta a un psicópata para que rija los destinos de la sociedad. En el siglo XXI, con el acceso fácil a la información y a la cultura, esta idiocia colectiva se tendría que haber atenuado, pero no. La idiocia colectiva sigue vigorosa. Ha llevado a muchos de sus campeones a gobernar países poderosos: Trump, Putin, Bolsonaro, Salvini... Personas que deberían ser tratadas de su dolencia firman tratados y manejan armamento. 
Si bajamos a nuestra cotidianidad, comprobamos que la idiocia colectiva ha aupado a necios declarados en medios de comunicación, cargos empresariales, dirección de hospitales, rectoría de las universidades, en la cabeza de los partidos políticos, en los órganos de decisión de los institutos de enseñanza, de las guarderías, de los clubes deportivos... Es espeluznante ver a los incapaces mentales, a los menguados en cargos de gobierno, enredados en el complejísimo arte de organizar una colectividad. Y lo mejor es que los hemos elegido nosotros, víctimas de una idiocia contagiosa que nos hace votar como si no rigiera la razón en nuestros actos, sino el interés particular, la insania y la irresponsabilidad. 
En nuestros casos domésticos, esta nueva idiocia colectiva se agrava con nuestra atávica propensión a la envidia y a la soberbia. Nos molesta ver a un sabio, a una persona trabajadora, a una mujer competente, a un hombre honesto, dirigirnos, porque nos resulta más complicado criticarlos o arremeter contra ellos. Porque comprobamos, angustiados, que nosotros no podríamos hacerlo mejor. Nos puede la perversión de elegir a un incompetente, a un necio, a un menguado, a un gandul, para tener la sensación malsana de que su papel lo podría hacer uno mucho mejor. Para regodearnos en el barro de su fracaso, que aunque también es el nuestro, sobre todo es el suyo. 
Todo comienza cuando al lelo o al gamberro lo elegimos delegado de clase, para reírnos de él o para provocar conflictos innecesarios (ellos tienen perdón, están sin cultivar). El problema es que el personal de presunta "alta cualificación" es tan propenso a la idiocia colectiva como los infantes. La ética se pierde por los agujeros de los bolsillos (apolillados por los intereses) y la razón se abandona en pro del espectáculo del lelo gobernando asuntos que maneja con dificultad el sabio. Qué eufónica palabra, idiocia, y qué peligrosa.

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