domingo, 30 de abril de 2023

"Cómo ser Cervantes: cagándola mucho" por Martín Sacristán




Cuando el más clásico de nuestros escritores escribió en la dedicatoria de su última novela que ya palmaba, así: «con las ansias de la muerte, gran señor, esta te escribo» le faltó añadir «tras cagarla mucho toda mi vida». La fama de El Quijote no solo nos ha eclipsado una biografía delirante, también le ha añadido un respeto que nos ha impedido entender en su plenitud quién fue Cervantes. Un gafe, un macarra, un jeta, un precario, y un improvisador con atisbos de genialidad brillante que dio la espalda, una y otra vez, a la intuición. Alguien a quien le soplaron cinco o seis veces los números ganadores de la lotería, y siempre eligió otros.

Estuvo a punto de triunfar con solo veinte años. Introducido en el círculo literario de la villa por el humanista Juan López de Hoyos, la amistad forjada allí con el escritor Pedro Laynez le condujo hasta el príncipe Carlos, convirtiéndose en uno de los jóvenes que acompañaban y divertían al heredero de Felipe II. Cuando el rey quiso celebrar el nacimiento de su hija Catalina Micaela con un fiestón en las calles para los madrileños, se eligió uno de sus sonetos para uno de los arcos triunfales de madera y cartón que decoraron la ciudad. En aquel siglo la literatura era sobre todo una herramienta que te abría las puertas para ser cortesano, es decir, para tener un cargo que te permitiese vivir con holgura. Miguel estaba en el lugar adecuado en el momento propicio.

Y entonces llegó su primera gran cagada.

Una tarde, estando en el patio de palacio, donde frecuentaba al príncipe, se cabreó como un mono por algo que le dijo el italiano Antonio de Sigura. Un pintor y arquitecto italiano traído por Felipe II para trabajar en El Escorial. Se cabreó tanto que lo cosió a cuchilladas. Era un delito castigado con diez años de destierro, pero ni siquiera se presentó al juicio para defenderse. Y, para peor, durante la investigación se descubrió que ni siquiera era hidalgo. Su padre, un oportunista, había ido firmando con el don como si lo fuera, y como era de Alcalá de Henares, y su hijo formaba parte de los íntimos del príncipe, nadie se ocupó de comprobarlo. Pero ahora que no tenía manera de demostrar que era noble, sumaron a su condena la pena de los plebeyos, la amputación de la mano derecha.

Todo esto figura en la orden de busca y captura dictada contra él. Cuando la Real Academia de la Historia descubrió ese documento en el Archivo de Simancas lo ocultó durante veinte años. Les daba vergüenza desvelar que el héroe nacional literario no era un hombre ejemplar. Sobre todo porque el origen de la disputa con Sicura fue la venta de la virginidad de su hermana Andrea Cervantes por doscientos cincuenta ducados. Con los años, y después de venderla varias veces, ella se convirtió en cortesana, o lo que es lo mismo, en prostituta de lujo. Su padre timador y buscavidas, sus hermanas cortesanas, él mismo un oportunista, así eran los Cervantes.

Huyendo de los tribunales, Miguel pasó a Italia, se enroló como soldado raso en los Tercios, y allí volvió a tener otra vez la oportunidad de su vida. Y la cagó. Otra vez.

Lepanto, aunque marítima, fue una batalla que libró la infantería. El éxito dependía de arrimarse a la galera enemiga, tender un tablón, mandar por ahí a la vanguardia al asalto, y mientras estos recibían tiros y tajos, botar embarcaciones con soldados que subían por los costados. Si ganaron los Tercios y no los turcos fue sobre todo por su habilidad en entender las órdenes del toque de tambor, ya que la batalla se libró en la oscuridad. Aunque era de día, usaron tanta pólvora con los arcabuces y los cañonazos como para que la nube blanca provocada por las explosiones no permitiera ver a pocos pasos.

Cervantes subió al asalto desde una de las barcas, recibiendo dos tiros de arcabuz, uno en el pecho, otro en la mano izquierda. Pese a ello, y sin ser muy consciente del dolor ni de las heridas, siguió luchando. Al menos eso contó él, y así lo atestiguaron dos alféreces que también sobrevivieron. El general en jefe de la armada, Juan de Austria, hermanastro de Felipe II, le premió personalmente. Subiéndole la paga, contribuyendo a sus gastos de hospital, y sobre todo entregándole una carta de recomendación con su sello. A esa se uniría otra del duque de Sessa, también recomendándole. Ambos documentos podrían abrirle la puerta al cargo en corte que las heridas a Sigura le negaron años antes. Así que cambiándose el nombre de Miguel de Cervantes Cortinas por Miguel de Cervantes Saavedra, para despistar sobre la orden de busca y captura que aún seguía vigente, regresó a la península.

La flota de Nápoles en la que regresaba fue dispersada por una tormenta. La galera en que viajaba Cervantes quedó sola, y ya con Cadaqués a la vista, fue asaltada por tres barcos piratas argelinos. Insuficientes para rendir una galera llena de soldados de Tercios, aguantaron el asalto varias horas. Pero el futuro escritor, de acuerdo con el capitán, sugirió que mejor era rendirse que perder todos la vida, y dejaron de luchar. Justo en el momento en que apareció en el horizonte la flota española reagrupada. Era demasiado tarde. Los ágiles barcos piratas huyeron con botín y prisioneros sin que pudieran alcanzarles las pesadas galeras.

La cagó, y la cagaron, rindiéndose.

Cervantes pasó cinco años prisionero en Argel. Intentó fugarse cuatro veces, y estuvo a punto de ser ejecutado al menos tres. En la última, el gobernador Hasan Bajá le tuvo con el cuello en la horca, el pie en la banqueta que le sujetaba y amenazándole a gritos con dejarle morir de un momento a otro. Las dos cartas de recomendación por grandes de España consiguieron que se le confundiese con un noble, pidiendo un rescate de quinientos ducados, en lugar de los cincuenta que solían por un soldado como él. Su familia tardó muchos años en reunir trescientos, la orden monástica que gestionaba los rescates puso el resto. Justo en el último minuto, cuando Miguel estaba ya encadenado como galeote a una galera turca y a punto de partir a Constantinopla, de donde no hubiera regresado nunca.

Su vuelta a la península no fue fácil. Nada más llegar, la Inquisición inició un proceso por sodomía contra él. Un religioso, que también estuvo cautivo en Argel, aseguró que Miguel había tenido amoríos con moros, algo bastante común. Los piratas llevaban en sus barcos «mujeres barbadas», y tenían preferencia por los prisioneros extranjeros. Algunos cervantistas plantean la pregunta de si Miguel no se salvaría tantas veces de ser ejecutado, algo poco frecuente, gracias a tener un amante argelino. De los inquisidores se salvó con una argucia legal, un documento notarial donde otros cautivos juraron que el tal Saavedra se había comportado acorde a los principios cristianos en Argel.

En los siguientes años alternó una incipiente carrera como escritor con los ruegos repetidos a la corte de Felipe II de que le premiaran de una vez por su comportamiento en Lepanto, batalla de la que ya no se acordaba nadie. Para peor, Juan de Austria y el duque de Sessa ya habían muerto. Y mientras, la orden de rescatadores le apretaba con la deuda de doscientos ducados, amenazando embargar los bienes de su familia si no les pagaba.

Fueron tres años en los que escribió como un galeote para conseguir dinero. Veinte obras teatrales, de las que solo conocemos el nombre de diez, y conservamos dos. Su novela pastoril La Galatea, con la que se unió al género de moda. Sus ingresos con la literatura apenas superan los cien ducados anuales. El sueldo de un barrendero madrileño entonces era de cincuenta. Al final de este período, por fin recibe un cargo oficial, el de comisario de abastos. Durante el tiempo que le duran ese y otros dos cargos públicos, trece años, deja de escribir.

Y comienza la parte más insulsa de su biografía. Muere su amigo de juventud Pedro Laynez, y acude a su pueblo, Esquivias, para ayudar a la viuda en una edición póstuma de sus poemas. Allí se casa con Catalina de Esquivias, una joven de diecinueve —él tiene treinta y siete—, con la que nunca tendrá hijos. Pero de cuyas tierras acabará viviendo, al menos en parte. Primero recorre Andalucía expropiando cereales y aceite a los campesinos para la Armada Invencible. Es decir, se los compra a la fuerza al precio que pone el rey, inferior al real de mercado. Luego es nombrado proveedor de galeras, más o menos lo mismo, y más tarde recaudador de impuestos.

Esta vida termina con su encarcelamiento debido a un juez corrupto que quiere ser sobornado. En un trámite habitual y no penal, los funcionarios de palacio reclaman al recaudador Cervantes una pequeña cantidad que le resta entregar de los tributos. Un ajuste contable, vaya. Pero el juez, para recibir un soborno a cambio de su liberación, le reclama la cantidad total, seis mil ochocientos ducados, y lo encarcela. Miguel se niega a pagar el soborno, apela al rey, y no solo le dan la razón, obligan al juez a liberarlo. Pero como todo tarda tanto con la burocracia del Siglo de Oro, pasa seis meses en la cárcel.

Cuando sale es un hombre de cincuenta y uno, desengañado, viejo, harto de todo. Escribe un soneto a la muerte de Felipe II, donde habla de su decepción. El rey que tanto prometió para su imperio no dejó nada, ni bienestar para los ciudadanos del reino ni para quienes le sirvieron, como él. Con su hijo Felipe III no tiene oportunidades en la corte. Su vida laboral ha terminado. Regresa a Esquivias, donde se convierte en ese hidalgo rural que tanto se parece al Alonso Quijano en El Quijote. Ve nacer el éxito de la nueva novela picaresca, un invento moderno que le parece horrible. Hay que recuperar, piensa, el sentido moral de la literatura, su valor de ejemplo, no alabar al superviviente que sale adelante entre la corrupción y la ineficiencia españolas. Y entonces comete el mayor acierto y a la vez el mayor error de su vida. Su verdadera gran cagada. Escribe la primera parte de El ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha, una autoficción donde se cachondea de sus propios sueños y aspiraciones, de ese soldado de Lepanto convencido de los proyectos megalómanos de Felipe II, de una España quebrada, y de una vida personal en que no ha alcanzado ni la gloria ni la riqueza. Y queda convencido, durante el resto de su vida, que esta novela suya era una mierda. O al menos, una cosa menor.

Nada cabreó más a Cervantes que El Quijote tuviera tanto éxito. La gente de aquel siglo, y de toda Europa, se reía a carcajadas con las patochadas del caballero loco. La tradujeron al inglés, al francés, y con el tiempo a la mayoría de lenguas del continente. Hasta William Shakespeare copió el argumento de la Historia de Cardenio, contenida en la primera parte, para estrenar una obra del mismo título en 1613. Y serían los europeos quienes enseñasen a los españoles, más o menos hacia el XIX, el valor de la novela cervantina, que aquí ya no se tenía en mucha estima.

En el mismo año de su publicación, 1605, cuando la corte había sido trasladada a Valladolid para que el duque de Lerma diera un pelotazo inmobiliario, y al agasajar a los embajadores ingleses en la plaza de toros de la ciudad, un número cómico en la arena representó el episodio de los molinos con don Quijote y Sancho encarnados en un par de actores, incluidos Rocinante como caballo viejo y flaco, y el borrico. Cervantes y Lope de Vega estaban entre el público, como escritores insignes de la corte. El autor del Quijote, más cabreado que un mono, otra vez, diciendo a todo el mundo que era mejor su novela pastoril, La Galatea. Y casi rogándoles que no lean su Quijote sino de pasada.

Al año siguiente, con la corte de vuelta en Madrid, Cervantes es admitido en las tertulias del círculo literario donde también está Lope, que le ha cogido bastante manía. Ve en Miguel a un viejo cascarrabias que siempre está en contra de la modernización de los géneros, abanderada por él. También le molesta tener que compartir el fervor de los lectores con este tipo al que aplastó en el teatro, años atrás, y que ahora todo el mundo conoce por una narración cómica. Pero que, en su opinión, no tiene ni idea de escribir.

Miguel vive en la precariedad, en un piso de alquiler en el actual Barrio de las Letras, gracias a los ingresos de los bienes de su mujer en Esquivias, que también ha acabado odiándole. Tanto como para pedir no ser enterrada junto a él. Dentro del país se cachondean del anciano gruñón, seguramente cornudo porque viejo como es no puede satisfacer a su mujer, tan joven. El embajador francés que vino de visita y pidió conocerle preguntó por qué a un escritor tan señalado no le tenía la corte situado en un puesto que le permitiese escribir con holgura. La respuesta: porque así, en la estrechez, avivará el ingenio y producirá más obras como El Quijote.

Es a eso a lo que Cervantes se niega en rotundo. Se resiste a escribir la segunda parte del Quijote, por mucho que se lo pidan todos, porque se niega que esa novelilla que no es ni ejemplar, como las otras suyas, sea motivo de su fama. De hecho no remató la gran revolución de la novela moderna hasta que alguien publicó, bajo el nombre de Tomás de Avellaneda, la segunda parte apócrifa. Dicen que fue un negro literario encargado por Lope de Vega, que ya no podía más con él, pero no está demostrado. El de Avellaneda no es malo, pero no tiene la brillantez cervantina. Su mayor valor es provocar un metajuego literario dentro del verdadero segundo Quijote que eleva aún más el valor de la obra. Avellaneda hace mejor a Cervantes. De hecho su mérito es haberle obligado a escribirlo, convertirlo en inmortal.


Miguel, como escritor, es un dios. Y como hombre no puede estar más ciego para no verlo. Nunca entenderá el valor de su Quijote, y morirá cagándola en un intento de ser recordado por otra obra.


Enfermo, agotado, cada vez más pobre, con problemas renales y hepáticos, seguramente diabético, medio sordo, sin dientes, tal como se retrata a sí mismo con sorna, cree que va a morir como un escritor menor, y que pronto será olvidado. Necesitaba escribir algo que le pusiera por encima de Lope de Vega, que situase su genio en el Parnaso junto a las musas. Las formas clásicas, el pasado, pensaba, eran mejores literariamente que todas las modernizaciones de género a las que está asistiendo. Incluida la suya, la reforma de la novela. Así que su oportunidad, piensa, es volver a los clásicos.


El resultado es un bodrio. Una novela bizantina como la que llevaba haciéndose desde finales del Imperio romano. Los trabajos de Persiles y Segismunda. Su cagada final, nivel genio. Nivel dios.


Tras su muerte es enterrado deprisa. Ningún lector acompaña su ataúd, como harán los de Lope pocos años después, honrándole como a un santo. Le olvidarán tanto que ni llegarán a encontrarse sus huesos cuando los busque Ana Botella, siglos después. Los ilustrados del XVIII le despreciarán. Su profecía está cumplida. Solo los europeos nos lo devolverán, haciendo que le leamos de nuevo, al advertirnos que toda la novela occidental moderna bebe y nace en El Quijote, en cientos de lenguas distintas.

De no haberla cagado tanto, Miguel de Cervantes Saavedra, o Cortinas, hubiera sido un cortesano más, empleado en el palacio real, autor de sonetos secundarios, tan poco recordado como Pedro Laynez. Y hoy estaríamos en un mundo literario distinto porque El Quijote modificó la forma de narrar de este planeta. Qué gran cagada fue tu vida, Miguel. Qué gloriosa gran cagada.

Acis y Galatea. Fábula moderna (I)



Acis contaba 23 años, acababa de besar a Galatea y se creía el hombre más dichoso del mundo. Acis y Galatea siguieron besándose en todos los formatos posibles, alejados del mundo, en bancos que ni siquiera el Ayuntamiento sabía que existían. Acis quería impresionar a Galatea: le contaba que su sueño era instalarse en París. Porque había leído cuatro libros de poetas malditos y se había atrevido a escribirle uno a ella, a Galatea. Acis le decía que quería ser bohemio (gilipollas es lo que era) y se las daba de artista. Galatea estudiaba Magisterio, besaba a Acis (él no se explicaba aún por qué) y exhibía una belleza que no era terrena. Galatea, debajo de los álamos, callaba y sonreía, mientras Acis comentaba los méritos de Una temporada en el infierno de Rimbaud. Uno, como narrador objetivo que es, si no tenemos en cuenta las acotaciones, se pregunta cómo Galatea aguantaba los sermones soporíferos de Acis acerca de la correspondencia entre números y colores. No sé, es un misterio. Cuando Acis le regaló a Galatea el poemario que él mismo había encuadernado y escrito, ella lloró de emoción. Que él, con sus propias manos, hubiera sido capaz de coser las páginas no lo habría presagiado nadie, ni él mismo. En los poemas había plagios de Miguel Hernández, ripios de todos los colores, pretenciosidad, barroquismo y, ante todo, una necesidad imperiosa de deslumbrar a Galatea. Porque Acis no terminaba de creer que ella lo estuviera besando todavía. Galatea acababa de cumplir 20 años, la piel transparente, los ojos verdes y las aristas de una escultura griega. Acis se desesperaba por hundir sus dedos en el muslo de Galatea, como había visto en el Rapto de Proserpina de Bernini. Él le hablaba todo el tiempo de literatura, ella de historia del arte y de la universidad. Cuando ella le pasó los poemas de Acis a su profesor y este le dijo que le recordaban en algo a Ángel González, él se entusiasmó. No conocía de nada a ese poeta y buscó todas sus obras para comprobar si era verdad. Había más falsa alabanza que otra cosa.  

Galatea preparó oposiciones a maestra, Acis continuaba con los ripios y con la sorpresa de que ella lo siguiera soportando. Una Nochevieja fue a su casa. Conocería a los padres de ella. Su madre le causó muy buena impresión, a su padre le dio dos besos sin venir a cuento (había bebido ya bastante) y no los recibió con el cariño etílico que él se los había regalado. Poco después, Galatea opositó y aprobó, porque además de parecerse a las modelos de Botticelli, gozaba de una mente despierta y ordenada. Acis abrió la boca y absorbió la alegría de los dos. Pronto vivirían juntos.    

jueves, 27 de abril de 2023

Prohibir libros



¿Por qué se prohíben los libros? ¿Por qué se queman? ¿Por qué en cualquier época se ha perseguido a escritores y a lectores? ¿Por qué incluso se ha ajusticiado a quien llevaba un libro en la mano? ¿Por qué el padre del poeta Miguel Hernández le propinaba palizas espeluznantes a su hijo cuando al niño Miguel se le ocurría leer mientras cuidaba de las cabras?

Al padre de Miguel, cabrero de profesión, le molestaba y mucho que su hijo leyera cuando lo mandaba a pastorear. Él lo quería pastor y nada más que pastor. Sabía que si Miguel adquiría más cultura de la necesaria, se iría del pueblo y perdería mano de obra barata. El padre del poeta quería a su niño ignorante, sumiso, para hacer de él lo que le placiera. El padre de Miguel es el poder y el dinero. Los poderosos, los gerifaltes, siempre han necesitado lacayos, criados, súbditos que les hagan el trabajo sucio, que no analicen su condición miserable y que no cuestionen el liderazgo de los amos.

En todos los momentos de la historia ha habido censura de libros, quema de libros, persecución de escritores y lectores, porque el libro se puede convertir en un arma subversiva, en un despertador de las conciencias. El primer índice de libros prohibidos apareció en España en el siglo XVI. La Iglesia católica tenía miedo de que el vulgo pudiera interpretar la Biblia a su albedrío, les aterraba que pudieran pensar por sí mismos. Los querían ignorantes, sumisos, como al niño Miguel. Cabía la posibilidad de que si cualquiera leía un Lazarillo o una Celestina o un Decamerón le viniera a la mente la idea de que el clero estaba corrupto, que el amor es un deleite espiritual o que el sexo era incluso placentero. La Iglesia, en pleno conflicto con los protestantes, eligió la persecución de los lectores. Había pena de muerte para quien fuera sorprendido con alguno de los libros del índice. El cura del Quijote hace una quema ejemplar, porque, según él, los textos escritos son peligrosos para el desarrollo de mentes débiles. Es todo un símbolo de algo que se hacía habitualmente. Quemar libros supone eliminar el peligro de que a uno le dé por ser un justiciero, un loco romántico, un amante de la aventura y de la vida. El cura del Quijote quería a Alonso Quijano ignorante y sumiso, como el niño Miguel.

En los siglos XVIII y XIX Voltaire, Baudelaire, Wilde, Lord Byron y muchos otros también sufrieron la persecución por escribir aberraciones que solo conducían a la locura, a la obscenidad y al desacato. Había que preservar la legalidad del biempensante. Los moralistas de la época, como el padre de Miguel, querían a sus hijos ignorantes y sumisos.

En el siglo XX, Hitler y Stalin llevaron al extremo la obsesión de eliminar todos los títulos dañinos, que no estuvieran de acuerdo con su fanatismo. Las SS quemaban libros, cuadros y lo que es peor, a quienes los escribían, a menudo judíos. Stalin se libró de todos los intelectuales que en principio lo rodearon. Algunos países musulmanes dictaron sentencia de muerte contra un hombre, ¿por qué?, por escribir un libro. Quieren a las masas ignorantes, sumisas y fanáticas, como el niño Miguel, y a fe que lo consiguieron.

Según los moralistas del XVI, una Diana (un libro amoroso y pastoril) en el regazo de una mujer puede provocar más desgracias que un cuchillo en manos de un loco. Porque, además, la prohibición se agudiza cuando la lectora es la mujer (que se lo digan a los talibanes). Las mujeres, desde siempre, han leído más que los hombres y a los popes de todas las religiones les entra el canguelo cuando ven a una mujer con un libro entre las manos. Porque si se perdiera la sumisión de la mujer, si la mujer dejara de servir al poder, ¡ay!, entonces, los cimientos de los estados y las iglesias temblarían y entonces sí que se habría perdido todo. Quieren a la mujer ignorante, sumisa y fanática, como deseaba el padre del niño Miguel.

Porque el libro inyecta poderes diabólicos: anima al intelecto y a la reflexión, provoca la duda y eso es incompatible para quien te quiere cabrero, supersticioso y sumiso. Miguel Hernández consiguió ser poeta, y de los buenos, se arrancó el yugo de la sumisión y de la ignorancia, aunque luego lo persiguieron y lo dejaron morir. A nosotros nos está costando más.

lunes, 24 de abril de 2023

A medias

Últimamente todo lo dejo a medias. Desde que murió Eva no hay proyecto que complete, todo se queda en el aire, en mitad de su trayecto. Aquella novela sobre Lope que llevaba bastante avanzada cuando se desencadenó la tragedia no consigo retomarla por muchos intentos que hago. Todo se me queda a mitad de camino, incluidos las actividades que he emprendido con los alumnos, y eso sí que me duele. No hay manera de que consiga concluir nada. En mi departamento me han dejado por imposible, porque no pueden confiar en mí, porque no hay manera de que cumpla con lo que prometo. Estoy en un sí pero no. Estoy en otro mundo, muy lejos de este. Intento incorporarme, pero no lo consigo. No sé si se debe al trauma de la ausencia o a que era ella la que me animaba y me impulsaba a no truncar todo por el camino. Puede que me haya convertido en un ser a medias, en un ente sin final, en una bicicleta sin pedales.

miércoles, 12 de abril de 2023

Nada que decir

Ahora que no tengo nada que decir, escribo. Escribo para tener algo que decir. Siempre que me siento ante el ordenador con la mente en blanco, no tengo más que empezar a teclear para que acudan a mi cabeza recuerdos, reflexiones, historias, tonterías, chascarrillos, dudas, ripios... Es curioso cómo la mente se pone en funcionamiento en cuanto la forzamos, en cuanto la azuzamos con la amenaza del vacío. Nuestra modernidad está obsesionada con no parar, con tener siempre algo que hacer, con no aburrirse ni detenerse. Pero esta actitud poco tiene que ver con poner en funcionamiento el raciocinio, al contrario, a menudo ser espectadores sin pausa te somete a ciertas esclavitudes: no mirar hacia dentro, impedir la puesta en marcha de los mecanismos racionales y pensar demasiado en la exhibición pública. Ver partidos de fútbol no es lo mismo que jugar al fútbol. Ver deporte no es lo mismo que practicarlo.   

martes, 11 de abril de 2023

Jueves Santo en Cádiz



En la madrugada de Viernes Santo, Cádiz está ocupada por los servicios de limpieza. Mangueras, camiones de riego, turbinas de aire, escobas, contenedores, milicias de empleados empeñados en despejar de porquería las plazas y las callejas. Todo un zafarrancho después de una guerra o de una ordalía sin culpable. El Jueves Santo por la noche debió de haber un botellón multitudinario, una orgía, un dispendio de excesos sin respeto ninguno por el bien cívico. Las fiestas comunales son así, a pesar de conmemorar la muerte de alguien. Ni siquiera la gravedad del luto es capaz de evitar la locura de quienes quieren apegarse a la frugalidad de la vida, al rito comunal, a la fuerza atávica de la fiesta. El agua a presión barre todo tipo de inmundicias, las esconde para que el turista y el viandante mañanero no se encuentre con el caos. Cádiz, a las seis de la mañana, me recordó a Nápoles en todo su esplendor de contenedores rebosantes. Los estrados vacíos, el terciopelo rojo de los doseles, reciben con agradecimiento el denuedo profesional de los chalecos fosforescentes. Cádiz es La Habana con dinero. La alegría que se respira en las calles es similar en las dos ciudades, en una de ellas, inexplicable por la pobreza de sus habitantes; en la otra, paradójica por el sentido último de sus ritos. Cádiz también es Nápoles con saetas y mangueras.


domingo, 9 de abril de 2023

El mercado de Cádiz



Amanece una mañana luminosa en Cádiz, bajo el estruendo de los tambores y las cornetas. Una oportunidad magnífica para disfrutar de la vida efervescente de un mercado casi griego. Bajo el atrio gaditano se reúne la multitud para comprar, vender, hablar y ver. Solo callan los atunes, las barracudas, los langostinos de Sanlúcar, las fresas de Conil, el queso Payoyo. Los productos del mar me pueden. 
Las tabernas que rodean el mercado se abren, lúbricas, a mi sed de gambas y manzanilla. Todo bulle, todo hierve, la vida no se detiene y menos en el Sur: discusiones sobre la idoneidad de los pasos; arroz negro de Obama; viejos alcoholizados que piden la voluntad con un vaso de cartón; camareras siempre alegres (¡qué portentos!), a pesar del trajín inaguantable de su oficio. El deje casi moruno de los gaditanos transmite siempre alegría, música, aunque las conversaciones reflejen las mismas miserias que las de cualquiera. 
Paseo por las callejuelas frescas y amenas. Sus nombres son, muchos de ellos, personajes del Ruedo Ibérico de Valle-Inclán, gente de esperpento y revolución. Gente como Fermín Salvochea. La única procesión que he seguido ha sido la de este anarquista ejemplar. Os animo a que paseéis por Cádiz siguiendo los pasos de este buen hombre. 
Paro en una taberna con barra de palo, como debe ser. Entra un parroquiano y el camarero le ofrece lo de siempre. Es conmovedor cómo el viejo cliente acuna con la palma de la mano la manzanilla y espeta, "vamos al toro que es una mona", lo trasiega de un trago y pide otra con un golpe de vidrio en la mesa. El hombre, al parecer, solo habla con refranes, "gallina vieja hace buen caldo", esto no sé por qué lo dice. Y pide la espuela. Se despide y sale por la puerta grande, "¡Adiós, Manolo!, a ver si hoy llegas a tu casa. Sí, en Cádiz es difícil llegar a casa y más aún entrar, os lo digo por experiencia propia, aunque no lo voy a contar para no quedar de idiota delante de todo el que lee estas tontunas. Termino la procesión de Salvochea, como debe ser, por "to lo arto", y no digo más.

miércoles, 5 de abril de 2023

La bahía y el viento



 Un grupo muy numeroso de muchachos y hombretones, vestidos todos con el mismo equipaje, se preparan para llevar el paso de su cofradía, se ajustan las fajas, se animan, beben cerveza, güisqui con limón y, pocos, agua. El malecón refulge con un sol que todavía no hiere del todo. Un viento furioso saca espinas del mar, ese viento que según la leyenda vuelve locos a los cuerdos y remata a los que ya lo están. 

La catedral casi pisa el malecón y ayuda a guarecerse de la locura. Las callejas de Cádiz también, frescas, medievales, jalonadas de tabernas. El viento no se atreve a entrar en ellas, se queda allí, cerca del mar rizado de la bahía, acechando a los cuerdos y a los locos. Los que ya lo estamos no le tememos tanto, ahora no. La última vez que estuve aquí, hace no mucho, sí le temía, con razón. El viento, azuzado por la muerte, arrasa todo lo que toca. Pero a mí ya no puede hacerme daño, mi reciente idiotez me ha vuelto indiferente a los temporales. 

En la puerta de una taberna, un borracho canta entre quejíos de locura, este también. Se desgañita y se lamenta de su suerte. No es que entienda la letra, pero se le nota el desespero en la crispación de las manos. Se sienta en un taburete y esconde las greñas entre sus piernas. No sabe que el viento no llega hasta aquí, no sé por qué lo teme, quizá por la negrura del vino. 

Las muchachas, emperifolladas para celebrar la procesión, miran desde lejos, con desmayo, a los muchachos, todavía envolviéndose en las fajas negras, negras como ese viento luminoso que esconde tantas desgracias, negras como el vino, allá en el malecón, no muy lejos de los callejones. Los modernos, los ateos y los idiotas paseamos a la orilla del mar evitando las procesiones. Los devotos, los antiguos y los idiotas se sientan, agolpados a uno y otro lado de la calle, a la espera de que muchachos y hombretones se ajusten correctamente las fajas. Las muchachas, con sus mejores galas y bien repintadas, esperan ver el paso y oler la hombría de los costaleros. Toda la ciudad bulle, bulle de extranjeros, gaditanos y de algunos idiotas, que nos perdemos en cada vuelta de esquina. 

En el Mercado Central, por la mañana, el bullicio era distinto, aunque los idiotas éramos los mismos. Parece un atrio griego propicio para la compra venta y para pegar la hebra. El deje gaditano me alegra. Aquí tampoco llega el viento, aunque la locura está presente en todos lados. Los erizos se abren descubriendo su fangoso interior, las ostras se revuelven en su moco marino. "Miho, mi niña, cariño, perla, presiosa...", apelativos cariñosos que hacen de la lengua un lugar ameno y acogedor. Yo no veo del todo esa luz maravillosa de la mañana gaditana, no termino de levantarme con ella, no termino de apreciarla porque son muy negras las fajas, es muy negro el vino; porque es muy negro el viento; porque es muy negra hasta mi camisa, preñada de calaveras.        

martes, 4 de abril de 2023

Castelar y Fermín Salvochea

 


En la Plaza de la Candelaria de Cádiz nació Emilio Castelar, insigne estadista, famoso por el buen uso de la retórica. "Eres un Castelar" se decía en la época para señalar a alguien que hablaba especialmente bien. Además, en esta plaza, que parece importada directamente de Cartagena de Indias (a lo mejor fue al revés), los jardines son frondosos y entre las plantas tropicales podemos encontrar una escultura imponente que rinde homenaje al orador republicano junto a una placa que recuerda la cuarta posta de la ruta de Fermín Salvochea, otro ferviente luchador por la república, anarquista, defensor de la jornada de ocho horas y del ateísmo. Es curioso que acabe de releer Baza de espadas de Valle-Inclán, donde Fermín es casi el personaje protagonista. Y en el primer sitio que visito en Cádiz me lo encuentro.  

Es noche cerrada y los capuchinos rodean la plaza como si fueran a detener de nuevo al pobre anarquista y a callar al temible orador. De fondo se oye el deje desgarrado de una saeta cantada por una garganta de aguardiente. Los niños, mientras tanto, comen helados y los adolescentes se comen el morro, ajenos a los devaneos religiosos y bajo la peana en donde Castelar mira hacia el cielo para hacer más convincentes sus palabras, cagado de arriba abajo por las palomas. Los pájaros duermen entre la fronda, a pesar del estruendo de la procesión y del estilete del cantaor. Se oye rebullir alguno, ajenos también a la gravedad de las supersticiones humanas. Los niños se han acabado ya los helados, pero los adolescentes nunca se acaban los morros, porque su pasión no nace de un capricho ni del fanatismo ni de una imposición social, sino de las tripas mismas.