Cuando el más clásico de nuestros escritores escribió en la dedicatoria de su última novela que ya palmaba, así: «con las ansias de la muerte, gran señor, esta te escribo» le faltó añadir «tras cagarla mucho toda mi vida». La fama de El Quijote no solo nos ha eclipsado una biografía delirante, también le ha añadido un respeto que nos ha impedido entender en su plenitud quién fue Cervantes. Un gafe, un macarra, un jeta, un precario, y un improvisador con atisbos de genialidad brillante que dio la espalda, una y otra vez, a la intuición. Alguien a quien le soplaron cinco o seis veces los números ganadores de la lotería, y siempre eligió otros.
Estuvo a punto de triunfar con solo veinte años. Introducido en el círculo literario de la villa por el humanista Juan López de Hoyos, la amistad forjada allí con el escritor Pedro Laynez le condujo hasta el príncipe Carlos, convirtiéndose en uno de los jóvenes que acompañaban y divertían al heredero de Felipe II. Cuando el rey quiso celebrar el nacimiento de su hija Catalina Micaela con un fiestón en las calles para los madrileños, se eligió uno de sus sonetos para uno de los arcos triunfales de madera y cartón que decoraron la ciudad. En aquel siglo la literatura era sobre todo una herramienta que te abría las puertas para ser cortesano, es decir, para tener un cargo que te permitiese vivir con holgura. Miguel estaba en el lugar adecuado en el momento propicio.
Y entonces llegó su primera gran cagada.
Una tarde, estando en el patio de palacio, donde frecuentaba al príncipe, se cabreó como un mono por algo que le dijo el italiano Antonio de Sigura. Un pintor y arquitecto italiano traído por Felipe II para trabajar en El Escorial. Se cabreó tanto que lo cosió a cuchilladas. Era un delito castigado con diez años de destierro, pero ni siquiera se presentó al juicio para defenderse. Y, para peor, durante la investigación se descubrió que ni siquiera era hidalgo. Su padre, un oportunista, había ido firmando con el don como si lo fuera, y como era de Alcalá de Henares, y su hijo formaba parte de los íntimos del príncipe, nadie se ocupó de comprobarlo. Pero ahora que no tenía manera de demostrar que era noble, sumaron a su condena la pena de los plebeyos, la amputación de la mano derecha.
Todo esto figura en la orden de busca y captura dictada contra él. Cuando la Real Academia de la Historia descubrió ese documento en el Archivo de Simancas lo ocultó durante veinte años. Les daba vergüenza desvelar que el héroe nacional literario no era un hombre ejemplar. Sobre todo porque el origen de la disputa con Sicura fue la venta de la virginidad de su hermana Andrea Cervantes por doscientos cincuenta ducados. Con los años, y después de venderla varias veces, ella se convirtió en cortesana, o lo que es lo mismo, en prostituta de lujo. Su padre timador y buscavidas, sus hermanas cortesanas, él mismo un oportunista, así eran los Cervantes.
Huyendo de los tribunales, Miguel pasó a Italia, se enroló como soldado raso en los Tercios, y allí volvió a tener otra vez la oportunidad de su vida. Y la cagó. Otra vez.
Lepanto, aunque marítima, fue una batalla que libró la infantería. El éxito dependía de arrimarse a la galera enemiga, tender un tablón, mandar por ahí a la vanguardia al asalto, y mientras estos recibían tiros y tajos, botar embarcaciones con soldados que subían por los costados. Si ganaron los Tercios y no los turcos fue sobre todo por su habilidad en entender las órdenes del toque de tambor, ya que la batalla se libró en la oscuridad. Aunque era de día, usaron tanta pólvora con los arcabuces y los cañonazos como para que la nube blanca provocada por las explosiones no permitiera ver a pocos pasos.
Cervantes subió al asalto desde una de las barcas, recibiendo dos tiros de arcabuz, uno en el pecho, otro en la mano izquierda. Pese a ello, y sin ser muy consciente del dolor ni de las heridas, siguió luchando. Al menos eso contó él, y así lo atestiguaron dos alféreces que también sobrevivieron. El general en jefe de la armada, Juan de Austria, hermanastro de Felipe II, le premió personalmente. Subiéndole la paga, contribuyendo a sus gastos de hospital, y sobre todo entregándole una carta de recomendación con su sello. A esa se uniría otra del duque de Sessa, también recomendándole. Ambos documentos podrían abrirle la puerta al cargo en corte que las heridas a Sigura le negaron años antes. Así que cambiándose el nombre de Miguel de Cervantes Cortinas por Miguel de Cervantes Saavedra, para despistar sobre la orden de busca y captura que aún seguía vigente, regresó a la península.
La flota de Nápoles en la que regresaba fue dispersada por una tormenta. La galera en que viajaba Cervantes quedó sola, y ya con Cadaqués a la vista, fue asaltada por tres barcos piratas argelinos. Insuficientes para rendir una galera llena de soldados de Tercios, aguantaron el asalto varias horas. Pero el futuro escritor, de acuerdo con el capitán, sugirió que mejor era rendirse que perder todos la vida, y dejaron de luchar. Justo en el momento en que apareció en el horizonte la flota española reagrupada. Era demasiado tarde. Los ágiles barcos piratas huyeron con botín y prisioneros sin que pudieran alcanzarles las pesadas galeras.
La cagó, y la cagaron, rindiéndose.
Cervantes pasó cinco años prisionero en Argel. Intentó fugarse cuatro veces, y estuvo a punto de ser ejecutado al menos tres. En la última, el gobernador Hasan Bajá le tuvo con el cuello en la horca, el pie en la banqueta que le sujetaba y amenazándole a gritos con dejarle morir de un momento a otro. Las dos cartas de recomendación por grandes de España consiguieron que se le confundiese con un noble, pidiendo un rescate de quinientos ducados, en lugar de los cincuenta que solían por un soldado como él. Su familia tardó muchos años en reunir trescientos, la orden monástica que gestionaba los rescates puso el resto. Justo en el último minuto, cuando Miguel estaba ya encadenado como galeote a una galera turca y a punto de partir a Constantinopla, de donde no hubiera regresado nunca.
Su vuelta a la península no fue fácil. Nada más llegar, la Inquisición inició un proceso por sodomía contra él. Un religioso, que también estuvo cautivo en Argel, aseguró que Miguel había tenido amoríos con moros, algo bastante común. Los piratas llevaban en sus barcos «mujeres barbadas», y tenían preferencia por los prisioneros extranjeros. Algunos cervantistas plantean la pregunta de si Miguel no se salvaría tantas veces de ser ejecutado, algo poco frecuente, gracias a tener un amante argelino. De los inquisidores se salvó con una argucia legal, un documento notarial donde otros cautivos juraron que el tal Saavedra se había comportado acorde a los principios cristianos en Argel.
En los siguientes años alternó una incipiente carrera como escritor con los ruegos repetidos a la corte de Felipe II de que le premiaran de una vez por su comportamiento en Lepanto, batalla de la que ya no se acordaba nadie. Para peor, Juan de Austria y el duque de Sessa ya habían muerto. Y mientras, la orden de rescatadores le apretaba con la deuda de doscientos ducados, amenazando embargar los bienes de su familia si no les pagaba.
Fueron tres años en los que escribió como un galeote para conseguir dinero. Veinte obras teatrales, de las que solo conocemos el nombre de diez, y conservamos dos. Su novela pastoril La Galatea, con la que se unió al género de moda. Sus ingresos con la literatura apenas superan los cien ducados anuales. El sueldo de un barrendero madrileño entonces era de cincuenta. Al final de este período, por fin recibe un cargo oficial, el de comisario de abastos. Durante el tiempo que le duran ese y otros dos cargos públicos, trece años, deja de escribir.
Y comienza la parte más insulsa de su biografía. Muere su amigo de juventud Pedro Laynez, y acude a su pueblo, Esquivias, para ayudar a la viuda en una edición póstuma de sus poemas. Allí se casa con Catalina de Esquivias, una joven de diecinueve —él tiene treinta y siete—, con la que nunca tendrá hijos. Pero de cuyas tierras acabará viviendo, al menos en parte. Primero recorre Andalucía expropiando cereales y aceite a los campesinos para la Armada Invencible. Es decir, se los compra a la fuerza al precio que pone el rey, inferior al real de mercado. Luego es nombrado proveedor de galeras, más o menos lo mismo, y más tarde recaudador de impuestos.
Esta vida termina con su encarcelamiento debido a un juez corrupto que quiere ser sobornado. En un trámite habitual y no penal, los funcionarios de palacio reclaman al recaudador Cervantes una pequeña cantidad que le resta entregar de los tributos. Un ajuste contable, vaya. Pero el juez, para recibir un soborno a cambio de su liberación, le reclama la cantidad total, seis mil ochocientos ducados, y lo encarcela. Miguel se niega a pagar el soborno, apela al rey, y no solo le dan la razón, obligan al juez a liberarlo. Pero como todo tarda tanto con la burocracia del Siglo de Oro, pasa seis meses en la cárcel.
Cuando sale es un hombre de cincuenta y uno, desengañado, viejo, harto de todo. Escribe un soneto a la muerte de Felipe II, donde habla de su decepción. El rey que tanto prometió para su imperio no dejó nada, ni bienestar para los ciudadanos del reino ni para quienes le sirvieron, como él. Con su hijo Felipe III no tiene oportunidades en la corte. Su vida laboral ha terminado. Regresa a Esquivias, donde se convierte en ese hidalgo rural que tanto se parece al Alonso Quijano en El Quijote. Ve nacer el éxito de la nueva novela picaresca, un invento moderno que le parece horrible. Hay que recuperar, piensa, el sentido moral de la literatura, su valor de ejemplo, no alabar al superviviente que sale adelante entre la corrupción y la ineficiencia españolas. Y entonces comete el mayor acierto y a la vez el mayor error de su vida. Su verdadera gran cagada. Escribe la primera parte de El ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha, una autoficción donde se cachondea de sus propios sueños y aspiraciones, de ese soldado de Lepanto convencido de los proyectos megalómanos de Felipe II, de una España quebrada, y de una vida personal en que no ha alcanzado ni la gloria ni la riqueza. Y queda convencido, durante el resto de su vida, que esta novela suya era una mierda. O al menos, una cosa menor.
Nada cabreó más a Cervantes que El Quijote tuviera tanto éxito. La gente de aquel siglo, y de toda Europa, se reía a carcajadas con las patochadas del caballero loco. La tradujeron al inglés, al francés, y con el tiempo a la mayoría de lenguas del continente. Hasta William Shakespeare copió el argumento de la Historia de Cardenio, contenida en la primera parte, para estrenar una obra del mismo título en 1613. Y serían los europeos quienes enseñasen a los españoles, más o menos hacia el XIX, el valor de la novela cervantina, que aquí ya no se tenía en mucha estima.
En el mismo año de su publicación, 1605, cuando la corte había sido trasladada a Valladolid para que el duque de Lerma diera un pelotazo inmobiliario, y al agasajar a los embajadores ingleses en la plaza de toros de la ciudad, un número cómico en la arena representó el episodio de los molinos con don Quijote y Sancho encarnados en un par de actores, incluidos Rocinante como caballo viejo y flaco, y el borrico. Cervantes y Lope de Vega estaban entre el público, como escritores insignes de la corte. El autor del Quijote, más cabreado que un mono, otra vez, diciendo a todo el mundo que era mejor su novela pastoril, La Galatea. Y casi rogándoles que no lean su Quijote sino de pasada.
Al año siguiente, con la corte de vuelta en Madrid, Cervantes es admitido en las tertulias del círculo literario donde también está Lope, que le ha cogido bastante manía. Ve en Miguel a un viejo cascarrabias que siempre está en contra de la modernización de los géneros, abanderada por él. También le molesta tener que compartir el fervor de los lectores con este tipo al que aplastó en el teatro, años atrás, y que ahora todo el mundo conoce por una narración cómica. Pero que, en su opinión, no tiene ni idea de escribir.
Miguel vive en la precariedad, en un piso de alquiler en el actual Barrio de las Letras, gracias a los ingresos de los bienes de su mujer en Esquivias, que también ha acabado odiándole. Tanto como para pedir no ser enterrada junto a él. Dentro del país se cachondean del anciano gruñón, seguramente cornudo porque viejo como es no puede satisfacer a su mujer, tan joven. El embajador francés que vino de visita y pidió conocerle preguntó por qué a un escritor tan señalado no le tenía la corte situado en un puesto que le permitiese escribir con holgura. La respuesta: porque así, en la estrechez, avivará el ingenio y producirá más obras como El Quijote.
Es a eso a lo que Cervantes se niega en rotundo. Se resiste a escribir la segunda parte del Quijote, por mucho que se lo pidan todos, porque se niega que esa novelilla que no es ni ejemplar, como las otras suyas, sea motivo de su fama. De hecho no remató la gran revolución de la novela moderna hasta que alguien publicó, bajo el nombre de Tomás de Avellaneda, la segunda parte apócrifa. Dicen que fue un negro literario encargado por Lope de Vega, que ya no podía más con él, pero no está demostrado. El de Avellaneda no es malo, pero no tiene la brillantez cervantina. Su mayor valor es provocar un metajuego literario dentro del verdadero segundo Quijote que eleva aún más el valor de la obra. Avellaneda hace mejor a Cervantes. De hecho su mérito es haberle obligado a escribirlo, convertirlo en inmortal.
Miguel, como escritor, es un dios. Y como hombre no puede estar más ciego para no verlo. Nunca entenderá el valor de su Quijote, y morirá cagándola en un intento de ser recordado por otra obra.
Enfermo, agotado, cada vez más pobre, con problemas renales y hepáticos, seguramente diabético, medio sordo, sin dientes, tal como se retrata a sí mismo con sorna, cree que va a morir como un escritor menor, y que pronto será olvidado. Necesitaba escribir algo que le pusiera por encima de Lope de Vega, que situase su genio en el Parnaso junto a las musas. Las formas clásicas, el pasado, pensaba, eran mejores literariamente que todas las modernizaciones de género a las que está asistiendo. Incluida la suya, la reforma de la novela. Así que su oportunidad, piensa, es volver a los clásicos.
El resultado es un bodrio. Una novela bizantina como la que llevaba haciéndose desde finales del Imperio romano. Los trabajos de Persiles y Segismunda. Su cagada final, nivel genio. Nivel dios.
Tras su muerte es enterrado deprisa. Ningún lector acompaña su ataúd, como harán los de Lope pocos años después, honrándole como a un santo. Le olvidarán tanto que ni llegarán a encontrarse sus huesos cuando los busque Ana Botella, siglos después. Los ilustrados del XVIII le despreciarán. Su profecía está cumplida. Solo los europeos nos lo devolverán, haciendo que le leamos de nuevo, al advertirnos que toda la novela occidental moderna bebe y nace en El Quijote, en cientos de lenguas distintas.
De no haberla cagado tanto, Miguel de Cervantes Saavedra, o Cortinas, hubiera sido un cortesano más, empleado en el palacio real, autor de sonetos secundarios, tan poco recordado como Pedro Laynez. Y hoy estaríamos en un mundo literario distinto porque El Quijote modificó la forma de narrar de este planeta. Qué gran cagada fue tu vida, Miguel. Qué gloriosa gran cagada.
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