En la Plaza de la Candelaria de Cádiz nació Emilio Castelar, insigne estadista, famoso por el buen uso de la retórica. "Eres un Castelar" se decía en la época para señalar a alguien que hablaba especialmente bien. Además, en esta plaza, que parece importada directamente de Cartagena de Indias (a lo mejor fue al revés), los jardines son frondosos y entre las plantas tropicales podemos encontrar una escultura imponente que rinde homenaje al orador republicano junto a una placa que recuerda la cuarta posta de la ruta de Fermín Salvochea, otro ferviente luchador por la república, anarquista, defensor de la jornada de ocho horas y del ateísmo. Es curioso que acabe de releer Baza de espadas de Valle-Inclán, donde Fermín es casi el personaje protagonista. Y en el primer sitio que visito en Cádiz me lo encuentro.
Es noche cerrada y los capuchinos rodean la plaza como si fueran a detener de nuevo al pobre anarquista y a callar al temible orador. De fondo se oye el deje desgarrado de una saeta cantada por una garganta de aguardiente. Los niños, mientras tanto, comen helados y los adolescentes se comen el morro, ajenos a los devaneos religiosos y bajo la peana en donde Castelar mira hacia el cielo para hacer más convincentes sus palabras, cagado de arriba abajo por las palomas. Los pájaros duermen entre la fronda, a pesar del estruendo de la procesión y del estilete del cantaor. Se oye rebullir alguno, ajenos también a la gravedad de las supersticiones humanas. Los niños se han acabado ya los helados, pero los adolescentes nunca se acaban los morros, porque su pasión no nace de un capricho ni del fanatismo ni de una imposición social, sino de las tripas mismas.
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