De’ remi facemmo ali al folle volo» / «Though this be madness, yet there is method in it.
La locura fascina porque es saber.
(Michel Foucault, Historia de la locura en la época clásica)
1. Manía (μανία) y furor
Toda palabra es palimpsesto, huella y memoria de su origen, de sus usos, de su recepción. Las capas de historia y de historias se alternan y se confunden, removidas por el conflicto entre definición e interpretación. Todo lenguaje está vivo, sometido a la paradoja de esta esquizofrenia que llamamos hablar. Y sin embargo «no se puede no comunicar», defiende Paul Watzlawick en el primer axioma de Pragmática de la comunicación humana, donde desde una perspectiva sistémico-relacional analiza la normalidad como mito y reconoce que la dicotomía entre normalidad y locura supera el campo de la psicología para insertarse en lo social, en lo político, en lo literario. La locura como patología de la comunicación, como delirio del lenguaje, de la gramática y de la fisiología, como escribiría Foucault. Es decir, el comportamiento del sujeto que se autodefine o es definido como «loco» podría interpretarse como la única reacción posible ante un contexto de comunicación perturbado. Para los teóricos de la Escuela de Palo Alto, una perturbación comunicativa se genera cuando no está clara la distinción entre el contenido de la comunicación y la modalidad o el tipo de relación entre interlocutores. Pensa, lettor (escribiría Dante), piensa en las interferencias que estoy diseminando en nuestro diálogo silencioso. ¿Estaré acelerando tu locura?
«Fácilmente aceptamos la realidad, acaso porque intuimos que nada es real», nos recuerda Borges en su cuento «El inmortal». Ya lo sospechaban los griegos del siglo V: lo dionisíaco es el alma enloquecida de la tragedia griega, la herida del δαίμων, la divinidad que impone la locura y libera al individuo de sus máscaras sociales. Venganzas, celos, arrebatos de los dioses despiertan la μανία. Los héroes se autodefinen locos: el Áyax de Sófocles, el Orestes de Eurípides. Manchados por la ύβρις, la arrogancia humana, anhelan reconquistar la φρόνησις, la unión lógica de intelecto y espíritu. Y, sin embargo, la αφροσύνη, la locura de Antígona es su fuerza: más allá de la norma, renuncia al reconocimiento social, despiadada en su decisión, inevitablemente condenada a la muerte social y consagrada a la muerte humana. Su culpa ha sido querer atravesar el umbral que separa lo humano y lo divino.
Será también el error del Edipo de Sófocles. Su tragedia vibra en la alternancia de visión y ceguera: Edipo no comprende, porque no ve, no observa las señales, no es capaz de descifrar los códigos sociales y lingüísticos. Quien ve es Tiresias, el adivino ciego: «ήδ’ημέρα φύσει σε καί διαφθερεί / este día te hará nacer y morir», le dice al rey que, desesperado, sigue preguntándole la identidad del asesino de Layo. En los diálogos —con su esposa/madre Yocasta, con su cuñado/tío Creonte, con el Coro— Edipo desplaza constantemente el nivel de significación, mueve sus intervenciones en un campo semántico opuesto al de sus interlocutores. Es esta su locura. No quiere comprender, no quiere saber, no quiere conocer. Precisamente él, que solucionó el enigma de la Esfinge, no sabe acoger una verdad reveladora y ya trágicamente revelada. Sófocles describe con precisión fotográfica el delirio final de Edipo: en el suelo, las puertas abatidas de la habitación matrimonial; en el aire, los gritos ante Yocasta suicida; en las manos, las hebillas doradas del traje de su madre/esposa. En los ojos, aquellas hebillas que, cegando el presente, revelan el pasado y el futuro.
El cuerpo del loco adquiere el rol de narrador existencial de su locura, en la confluencia de afectividad (los modos de percepción del mundo interno) y cognición (los modos de evaluación del mundo externo), a partir del lenguaje. Es el furor de la tragedia romana. El Hércules de Séneca es furens, su locura sigue siendo de naturaleza divina, la de Medea está alimentada por el deseo de venganza y Fedra arde por la pasión amorosa.
Hipócrates fue el primero que atribuyó las alucinaciones a desequilibrios internos (su teoría de los cuatro humores permaneció inalterada durante siglos). Y Plutarco, Cicerón y Lucrecio siguieron buscando. Explicaciones, causas, curas. Hasta que llegó el cristianismo con su agua bendita. En la Edad Media el loco es, sobre todo, un personaje, sujeto y objeto de representación artística y alegoría, prueba de la falta de sentido de la condición humana y vasija de los miedos de sus contemporáneos. La época clásica exprime esos miedos, y el loco se convierte en el mensajero de una palabra que predice la verdad oculta, que anuncia el porvenir y ve con ingenuidad lo que la supuesta sabiduría de los demás no es capaz de detectar, como dice Foucault en El orden del discurso. La palabra del loco es la palabra del lenguaje sobre sí mismo: su folle volo, su loco vuelo.
2. L’ardore ch’i’ ebbi a divenir del mondo esperto / Mi deseo ardiente de conocer el mundo (Dante, Comedia, «Infierno», XXVI, vv. 97-98)
Si el lenguaje determina los límites del conocimiento (nos enseña Wittgenstein), la locura del Ulises dantesco vibra toda en la expansión del limen, que es límite y posibilidad a la vez. El limes romano marca la propiedad, la frontera, sobrepasarlo a través de la lengua es acceder a la propiedad —la identidad— ajena, es decir: a otro lenguaje. Ulises busca un territorio que no sea limitativo (libre de fronteras) ni limitante (expuesto a las fronteras): el conocimiento, su textura lingüística, el acceso a lo decible. Verlo para poder nombrarlo. Y narrarlo. Y aquí Dante dialoga con Homero, con el Ulises de la Odisea que, en los cantos VI y VII cuenta su viaje, en el espacio físico y simbólico del relato que es el palacio de los feacios. Ulises seduce con su palabra, encarnando la capa originaria del palimpsesto (del latín ducere, guiar), teje la complicidad del relato mágico y mítico. La magia del canto poético y el mito de fundación. Su odisea —que será la misma del Ulises de Dante y de Joyce— es viaje a través y más allá de la palabra, Ítaca como horizonte sin fronteras.
«O frati», dissi, «che per cento milia
perigli siete giunti a l’occidente,
a questa tanto picciola vigilia
d’i nostri sensi ch’è del rimanente
non vogliate negar l’esperïenza,
di retro al sol, del mondo sanza gente.
Considerate la vostra semenza:
fatti non foste a viver come bruti,
ma per seguir virtute e canoscenza».
«Oh, hermanos», dije, «que tras mil peligros
estáis en el confín del Occidente,
no renunciéis, en el escaso tiempo
que nos queda de vida, a la experiencia
de conocer el mundo no habitado
que a la espalda del sol está esperando.
Pensad en vuestro origen, que no fuisteis
hechos para vivir como animales,
sino para seguir virtud y ciencia».
El Ulises dantesco no quiere volver. Ni la dulzura de su hijo Telémaco, ni la piedad por su viejo padre, ni el amor hacia la devota Penélope pueden vencer su deseo de conocer el mundo, así le explica a Dante. Su lengua está en expansión: es λóγος y τέχνη, relato y técnica, viaje y crónica de viaje. La tecnología del lenguaje. De la misma forma Dante es poeta y personaje a la vez. Ya en el Paraíso, se acuerda de su interlocutor Ulises: «Sì ch’io veda di là da Gade il varco folle d’Ulisse / Vi más allá de Cádiz el trayecto insensato de Ulises» («Paraíso», XXVII, vv. 82-83).
Al folle volo de Ulises, Dante contrapone su alto volo («Paraíso», XV, v. 54). El deseo de Dante es deseo intelectual, y sin embargo, loco: reinventar la lengua, la poesía, el relato. La operación lingüística de Dante es extraordinaria, implica la expansión semántica a través del lenguaje de la poesía, en su forma (el terceto de rima encadenada) y contenido (el viaje por los tres reinos). Con manía y furor, humanos esta vez, se propone refundar la correspondencia entre sentido y significación: «Nomina sunt consequentia rerum / los nombres son consecuencia de las cosas», escribe en la Vita Nova, citando a Justiniano. Y contestará Lacan (Nomina sunt consequentia rerum será el título de su Seminario número 24): «No se puede hablar una lengua más que en otra lengua».
«Aguzza qui, lettor, ben li occhi al vero / A la verdad aguza bien los ojos, lector» («Purgatorio», VIII, v. 19). Hay otros locos en la Comedia, locos por y para el amor. Son Francesca da Rimini y su cuñado/amante Paolo Malatesta, asesinados por el marido de ella/hermano de él. Están en el segundo círculo del Infierno, el de los lujuriosos. Su locura no es el furor de Fedra, sino que nace por el descubrimiento del lenguaje amoroso, el código compartido que la lectura y el beso sellan («Per più fïate li occhi ci sospinse quella lettura e scolorocci il viso / La lectura juntó nuestras miradas muchas veces y nos ruborizamos», «Infierno», V, vv. 130-131). Porque «las palabras no están jamás locas (a lo sumo son perversas), es la sintaxis que es loca: ¿no es a nivel de la frase que el sujeto busca su lugar —y no lo encuentra— o encuentra un lugar falso que le es impuesto por la lengua?», así Roland Barthes en sus Fragmentos de un discurso amoroso. Y te pregunto: ¿no es a nivel del lenguaje que buscamos nuestro lugar —y no lo encontramos— o encontramos un lugar falso que nos es impuesto por la norma, la ilusión de normalidad? Y nos volvemos locos.
3. The lunatic, the lover and the poet are of imagination all compact / El lunático, el enamorado y el poeta son todos ensamblados de imaginación (Shakespeare, Sueño de una noche de verano, V, I).
Lear es hombre/padre/rey. No ve y no entiende. Solo en su locura experimenta y asume sobre sí mismo la potencia de la pasión contra la racionalidad del pensamiento impuesto. Y así siente profundamente el destino trágico de la vida: «O matter and impertinency mixed, reason in madness / Ah, sustancia y despropósito mezclados. Razón en la locura» (Rey Lear, IV, VI).
El Fool, el bufón de corte, es la locura en el espejo, conciencia y sabiduría. Se expresa con metáforas, ve lo que la mirada oculta, escucha lo que las palabras no dicen. En la noche de tempestad, la locura de Lear se personifica en la invocación a la naturaleza, a la humanidad, al propio (sin)sentido de la vida. Una vez más, el lenguaje propicia el paso a la locura: la tragedia se abre con Lear, quien convoca un concurso de elocuencia entre sus tres hijas. El tema: el amor filial. La batalla dialéctica se construye a partir de exageraciones, se eleva sobre la mentira. Cordelia permanece anclada a la veracidad de su lengua y por eso es excluida del círculo oratorio. La comunicación se convierte en paradoja. Así transita Lear hacia la locura socialmente reconocible. Y no se reconoce: «Does any here know me? This is not Lear. Does Lear walk thus, speak this? Where are his eyes…? Who is that can tell me who I am? / ¿Alguno de vosotros me conoce? Este no es Lear. ¿Anda Lear así, habla así? ¿Dónde están sus ojos?» (I, IV). Su vocabulario está circunscrito por la fragmentación, la laceración, la caída, la fractura. Cae el nombre, cae el rol, caen las máscaras: totus mundus agit histrionem / todo el mundo es un escenario, según la inscripción del lema del Globe Theatre, el teatro de Shakespeare en Londres. Por eso «when we are born we cry that we are come to this great stage of fools / Al nacer lloramos por haber llegado a este gran tablado de locos» (IV, V). Todos estamos locos. Nuestra locura se disuelve en el lenguaje, en la ilusión de realidad y de comunicación.
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Hay un recuerdo que conservo muy vivo: año 2002, Roma, Teatro Valle, la puesta en escena de Rey Lear de la directora Serena Sinigaglia, LEAR: Ovvero tutto su mio padre. Los actores interpretan por turnos al viejo rey, Lear es uno y son (somos) todos. La señal para el público: una chaqueta dorada y el rostro de la actriz o del actor cubierto de maquillaje blanco, el color que fusiona todos los colores, la máscara del clown. Y la escenografía la conforman unas telas rojas que son palacio, bosque, tempestad. En el último acto, Lear está llorando mientras sostiene a Cordelia sin vida en sus brazos y las telas se convierten en una tienda de circo: los actores se despojan de sus trajes de escena, se quitan el maquillaje. Han sido Lear en el espacio y el tiempo del arte, vuelven a esta vida con el destello de aquella locura en la mirada y en la lengua.
Para explicar el teatro de Baudelaire, Roland Barthes escribió que la teatralidad es «espesor de signos y sensaciones que se edifica en la escena a partir del argumento escrito». Sinigaglia generó este espesor de signos en aquel espacio privilegiado de la palabra y del silencio que es el escenario, allí brota la sangre en las manos de Fedra y en las de Lady Macbeth, con Eurípides y Shakespeare que transforman la penuria del lenguaje ante la autoconciencia en fluido biológico, en aquella sangre —nuestra sangre— que es vida y muerte.
«E per le note di questa comedìa, lettor, ti giuro / Y por los versos de esta comedia, yo, lector, te juro» («Infierno», XVI, vv. 127-128) que he estado buscando una lengua que hablara de otras lenguas, que volviera visible mi locura —la nuestra— mientras hablamos y leemos y escribimos, ensamblados de imaginación como somos. Pero yo, como el Enrique IV de Pirandello, «estoy curada, señores, porque sé perfectamente que estoy haciendo el loco (la loca), aquí; y la hago, ¡quieta! El problema lo tenéis vosotros que la vivís agitadamente, sin saberla y sin verla, vuestra propia locura».
Las traducciones de los versos de la Comedia son de José María Micó (Dante, Comedia, Acantilado, Barcelona, 2018); la traducción de Sueño de una noche de verano es de Agustín García Calvo; y la de Rey Lear de Vicente Molina Foix (William Shakespeare, Obra completa, Debolsillo, Barcelona, 2012).