sábado, 27 de febrero de 2021

C. Tangana es el nuevo Juan Ruiz

¿Es C. Tangana la reencarnación de Gonzalo de Berceo? Esta pregunta me ronda la cabeza desde que he escuchado con mucha atención la letra de una de sus últimas canciones. La genialidad del poema monorrimo al estilo de la cuaderna vía parece decirnos que sí, que este muchacho sin duda es Gonzalo de Berceo o Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita. Y esa mezcla de la segunda y la tercera persona nos confirma la arriesgada apuesta de contar una historia desde el perspectivismo múltiple. Sin palabras me he quedado. Una nueva gloria de las letras españolas asoma desde el trap. Os dejo disfrutar de la lírica en estado puro:


Esto no es más que otro sarao

en el que te has cola'o

con un traje alquila'o

ni siquiera me han nomina'o

cuando paso a su la'o

¿Qué coño me ha pasa'o?



miércoles, 24 de febrero de 2021

"Poesía" de Lee Chang-Dong

A pesar de su edad, Mija mantiene la alegría y la espontaneidad de una adolescente. Su deseo más firme es escribir un poema. La vida, mientras tanto, se encargará de intentar estrangular la ingenuidad de la abuelita y de apagar los colores vivos de su atuendo. Una sucesión de vilezas y corrupciones se precipita, inmisericorde, sobre ella. Y, pese a todo, Mija sigue persiguiendo la belleza. El alzheimer la acecha. Primero olvidará los sustantivos, luego los verbos. Debe apresurarse para escribir una poesía, pero es tan difícil. Mija conoce la simbología de los colores, de las flores. Mija abriga un poema dentro y sabe que solo la muerte podrá liberarlo.  

martes, 23 de febrero de 2021

Escribir o conducir

"¿Qué esperas para convertirte en escritor?" Me angustia este anuncio del periódico digital, me hace pensar; bueno, elucubrar; bueno, divagar. Eso, ¿a qué espero?, ¿a no cometer faltas de ortografía ni de puntuación?, ¿a tener suficiente vocabulario?, ¿a leer lo suficiente?, ¿a interpretar la realidad de una manera personal?, ¿a aprender a transmitir con una sensibilidad propia?, ¿a dedicar cuatro o cinco horas a desentrañar mi yo desconocido?, ¿a ser sincero?, ¿a desesperarme por no saber si lo que hago merece la pena?, ¿a saber escribir?, ¿al tranvía de medianoche?, ¿a la musa?, ¿al ratoncito Pérez?, ¿a un padrino influyente? 

Con el desasosiego de Pessoa, sigo leyendo el periódico y, por suerte, otro anuncio me libra de la congoja: "¿A qué esperas para conducir tu Mercedes?" Mucho más sencillo y con unas facilidades de pago cojonudas. 

lunes, 22 de febrero de 2021

"Dante y Shakespeare, locos por el conocimiento" por Marilena De Chiara



De’ remi facemmo ali al folle volo» / «Though this be madness, yet there is method in it.

La locura fascina porque es saber.

(Michel Foucault, Historia de la locura en la época clásica)

1. Manía (μανία) y furor

Toda palabra es palimpsesto, huella y memoria de su origen, de sus usos, de su recepción. Las capas de historia y de historias se alternan y se confunden, removidas por el conflicto entre definición e interpretación. Todo lenguaje está vivo, sometido a la paradoja de esta esquizofrenia que llamamos hablar. Y sin embargo «no se puede no comunicar», defiende Paul Watzlawick en el primer axioma de Pragmática de la comunicación humana, donde desde una perspectiva sistémico-relacional analiza la normalidad como mito y reconoce que la dicotomía entre normalidad y locura supera el campo de la psicología para insertarse en lo social, en lo político, en lo literario. La locura como patología de la comunicación, como delirio del lenguaje, de la gramática y de la fisiología, como escribiría Foucault. Es decir, el comportamiento del sujeto que se autodefine o es definido como «loco» podría interpretarse como la única reacción posible ante un contexto de comunicación perturbado. Para los teóricos de la Escuela de Palo Alto, una perturbación comunicativa se genera cuando no está clara la distinción entre el contenido de la comunicación y la modalidad o el tipo de relación entre interlocutores. Pensa, lettor (escribiría Dante), piensa en las interferencias que estoy diseminando en nuestro diálogo silencioso. ¿Estaré acelerando tu locura?

«Fácilmente aceptamos la realidad, acaso porque intuimos que nada es real», nos recuerda Borges en su cuento «El inmortal». Ya lo sospechaban los griegos del siglo V: lo dionisíaco es el alma enloquecida de la tragedia griega, la herida del δαίμων, la divinidad que impone la locura y libera al individuo de sus máscaras sociales. Venganzas, celos, arrebatos de los dioses despiertan la μανία. Los héroes se autodefinen locos: el Áyax de Sófocles, el Orestes de Eurípides. Manchados por la ύβρις, la arrogancia humana, anhelan reconquistar la φρόνησις, la unión lógica de intelecto y espíritu. Y, sin embargo, la αφροσύνη, la locura de Antígona es su fuerza: más allá de la norma, renuncia al reconocimiento social, despiadada en su decisión, inevitablemente condenada a la muerte social y consagrada a la muerte humana. Su culpa ha sido querer atravesar el umbral que separa lo humano y lo divino.

Será también el error del Edipo de Sófocles. Su tragedia vibra en la alternancia de visión y ceguera: Edipo no comprende, porque no ve, no observa las señales, no es capaz de descifrar los códigos sociales y lingüísticos. Quien ve es Tiresias, el adivino ciego: «ήδ’ημέρα φύσει σε καί διαφθερεί / este día te hará nacer y morir», le dice al rey que, desesperado, sigue preguntándole la identidad del asesino de Layo. En los diálogos —con su esposa/madre Yocasta, con su cuñado/tío Creonte, con el Coro— Edipo desplaza constantemente el nivel de significación, mueve sus intervenciones en un campo semántico opuesto al de sus interlocutores. Es esta su locura. No quiere comprender, no quiere saber, no quiere conocer. Precisamente él, que solucionó el enigma de la Esfinge, no sabe acoger una verdad reveladora y ya trágicamente revelada. Sófocles describe con precisión fotográfica el delirio final de Edipo: en el suelo, las puertas abatidas de la habitación matrimonial; en el aire, los gritos ante Yocasta suicida; en las manos, las hebillas doradas del traje de su madre/esposa. En los ojos, aquellas hebillas que, cegando el presente, revelan el pasado y el futuro.

El cuerpo del loco adquiere el rol de narrador existencial de su locura, en la confluencia de afectividad (los modos de percepción del mundo interno) y cognición (los modos de evaluación del mundo externo), a partir del lenguaje. Es el furor de la tragedia romana. El Hércules de Séneca es furens, su locura sigue siendo de naturaleza divina, la de Medea está alimentada por el deseo de venganza y Fedra arde por la pasión amorosa.

Hipócrates fue el primero que atribuyó las alucinaciones a desequilibrios internos (su teoría de los cuatro humores permaneció inalterada durante siglos). Y Plutarco, Cicerón y Lucrecio siguieron buscando. Explicaciones, causas, curas. Hasta que llegó el cristianismo con su agua bendita. En la Edad Media el loco es, sobre todo, un personaje, sujeto y objeto de representación artística y alegoría, prueba de la falta de sentido de la condición humana y vasija de los miedos de sus contemporáneos. La época clásica exprime esos miedos, y el loco se convierte en el mensajero de una palabra que predice la verdad oculta, que anuncia el porvenir y ve con ingenuidad lo que la supuesta sabiduría de los demás no es capaz de detectar, como dice Foucault en El orden del discurso. La palabra del loco es la palabra del lenguaje sobre sí mismo: su folle volo, su loco vuelo.

2. L’ardore ch’i’ ebbi a divenir del mondo esperto / Mi deseo ardiente de conocer el mundo (Dante, Comedia, «Infierno», XXVI, vv. 97-98)

Si el lenguaje determina los límites del conocimiento (nos enseña Wittgenstein), la locura del Ulises dantesco vibra toda en la expansión del limen, que es límite y posibilidad a la vez. El limes romano marca la propiedad, la frontera, sobrepasarlo a través de la lengua es acceder a la propiedad —la identidad— ajena, es decir: a otro lenguaje. Ulises busca un territorio que no sea limitativo (libre de fronteras) ni limitante (expuesto a las fronteras): el conocimiento, su textura lingüística, el acceso a lo decible. Verlo para poder nombrarlo. Y narrarlo. Y aquí Dante dialoga con Homero, con el Ulises de la Odisea que, en los cantos VI y VII cuenta su viaje, en el espacio físico y simbólico del relato que es el palacio de los feacios. Ulises seduce con su palabra, encarnando la capa originaria del palimpsesto (del latín ducere, guiar), teje la complicidad del relato mágico y mítico. La magia del canto poético y el mito de fundación. Su odisea —que será la misma del Ulises de Dante y de Joyce— es viaje a través y más allá de la palabra, Ítaca como horizonte sin fronteras.


«O frati», dissi, «che per cento milia

perigli siete giunti a l’occidente,

a questa tanto picciola vigilia

d’i nostri sensi ch’è del rimanente

non vogliate negar l’esperïenza,

di retro al sol, del mondo sanza gente.

Considerate la vostra semenza:

fatti non foste a viver come bruti,

ma per seguir virtute e canoscenza».

«Oh, hermanos», dije, «que tras mil peligros

estáis en el confín del Occidente,

no renunciéis, en el escaso tiempo

que nos queda de vida, a la experiencia

de conocer el mundo no habitado

que a la espalda del sol está esperando.

Pensad en vuestro origen, que no fuisteis

hechos para vivir como animales,

sino para seguir virtud y ciencia».

El Ulises dantesco no quiere volver. Ni la dulzura de su hijo Telémaco, ni la piedad por su viejo padre, ni el amor hacia la devota Penélope pueden vencer su deseo de conocer el mundo, así le explica a Dante. Su lengua está en expansión: es λóγος y τέχνη, relato y técnica, viaje y crónica de viaje. La tecnología del lenguaje. De la misma forma Dante es poeta y personaje a la vez. Ya en el Paraíso, se acuerda de su interlocutor Ulises: «Sì ch’io veda di là da Gade il varco folle d’Ulisse / Vi más allá de Cádiz el trayecto insensato de Ulises» («Paraíso», XXVII, vv. 82-83).

Al folle volo de Ulises, Dante contrapone su alto volo («Paraíso», XV, v. 54). El deseo de Dante es deseo intelectual, y sin embargo, loco: reinventar la lengua, la poesía, el relato. La operación lingüística de Dante es extraordinaria, implica la expansión semántica a través del lenguaje de la poesía, en su forma (el terceto de rima encadenada) y contenido (el viaje por los tres reinos). Con manía y furor, humanos esta vez, se propone refundar la correspondencia entre sentido y significación: «Nomina sunt consequentia rerum / los nombres son consecuencia de las cosas», escribe en la Vita Nova, citando a Justiniano. Y contestará Lacan (Nomina sunt consequentia rerum será el título de su Seminario número 24): «No se puede hablar una lengua más que en otra lengua».

«Aguzza qui, lettor, ben li occhi al vero / A la verdad aguza bien los ojos, lector» («Purgatorio», VIII, v. 19). Hay otros locos en la Comedia, locos por y para el amor. Son Francesca da Rimini y su cuñado/amante Paolo Malatesta, asesinados por el marido de ella/hermano de él. Están en el segundo círculo del Infierno, el de los lujuriosos. Su locura no es el furor de Fedra, sino que nace por el descubrimiento del lenguaje amoroso, el código compartido que la lectura y el beso sellan («Per più fïate li occhi ci sospinse quella lettura e scolorocci il viso / La lectura juntó nuestras miradas muchas veces y nos ruborizamos», «Infierno», V, vv. 130-131). Porque «las palabras no están jamás locas (a lo sumo son perversas), es la sintaxis que es loca: ¿no es a nivel de la frase que el sujeto busca su lugar —y no lo encuentra— o encuentra un lugar falso que le es impuesto por la lengua?», así Roland Barthes en sus Fragmentos de un discurso amoroso. Y te pregunto: ¿no es a nivel del lenguaje que buscamos nuestro lugar —y no lo encontramos— o encontramos un lugar falso que nos es impuesto por la norma, la ilusión de normalidad? Y nos volvemos locos.

3. The lunatic, the lover and the poet are of imagination all compact / El lunático, el enamorado y el poeta son todos ensamblados de imaginación (Shakespeare, Sueño de una noche de verano, V, I).

Lear es hombre/padre/rey. No ve y no entiende. Solo en su locura experimenta y asume sobre sí mismo la potencia de la pasión contra la racionalidad del pensamiento impuesto. Y así siente profundamente el destino trágico de la vida: «O matter and impertinency mixed, reason in madness / Ah, sustancia y despropósito mezclados. Razón en la locura» (Rey Lear, IV, VI).

El Fool, el bufón de corte, es la locura en el espejo, conciencia y sabiduría. Se expresa con metáforas, ve lo que la mirada oculta, escucha lo que las palabras no dicen. En la noche de tempestad, la locura de Lear se personifica en la invocación a la naturaleza, a la humanidad, al propio (sin)sentido de la vida. Una vez más, el lenguaje propicia el paso a la locura: la tragedia se abre con Lear, quien convoca un concurso de elocuencia entre sus tres hijas. El tema: el amor filial. La batalla dialéctica se construye a partir de exageraciones, se eleva sobre la mentira. Cordelia permanece anclada a la veracidad de su lengua y por eso es excluida del círculo oratorio. La comunicación se convierte en paradoja. Así transita Lear hacia la locura socialmente reconocible. Y no se reconoce: «Does any here know me? This is not Lear. Does Lear walk thus, speak this? Where are his eyes…? Who is that can tell me who I am? / ¿Alguno de vosotros me conoce? Este no es Lear. ¿Anda Lear así, habla así? ¿Dónde están sus ojos?» (I, IV). Su vocabulario está circunscrito por la fragmentación, la laceración, la caída, la fractura. Cae el nombre, cae el rol, caen las máscaras: totus mundus agit histrionem / todo el mundo es un escenario, según la inscripción del lema del Globe Theatre, el teatro de Shakespeare en Londres. Por eso «when we are born we cry that we are come to this great stage of fools / Al nacer lloramos por haber llegado a este gran tablado de locos» (IV, V). Todos estamos locos. Nuestra locura se disuelve en el lenguaje, en la ilusión de realidad y de comunicación.
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Hay un recuerdo que conservo muy vivo: año 2002, Roma, Teatro Valle, la puesta en escena de Rey Lear de la directora Serena Sinigaglia, LEAR: Ovvero tutto su mio padre. Los actores interpretan por turnos al viejo rey, Lear es uno y son (somos) todos. La señal para el público: una chaqueta dorada y el rostro de la actriz o del actor cubierto de maquillaje blanco, el color que fusiona todos los colores, la máscara del clown. Y la escenografía la conforman unas telas rojas que son palacio, bosque, tempestad. En el último acto, Lear está llorando mientras sostiene a Cordelia sin vida en sus brazos y las telas se convierten en una tienda de circo: los actores se despojan de sus trajes de escena, se quitan el maquillaje. Han sido Lear en el espacio y el tiempo del arte, vuelven a esta vida con el destello de aquella locura en la mirada y en la lengua.

Para explicar el teatro de Baudelaire, Roland Barthes escribió que la teatralidad es «espesor de signos y sensaciones que se edifica en la escena a partir del argumento escrito». Sinigaglia generó este espesor de signos en aquel espacio privilegiado de la palabra y del silencio que es el escenario, allí brota la sangre en las manos de Fedra y en las de Lady Macbeth, con Eurípides y Shakespeare que transforman la penuria del lenguaje ante la autoconciencia en fluido biológico, en aquella sangre —nuestra sangre— que es vida y muerte.

«E per le note di questa comedìa, lettor, ti giuro / Y por los versos de esta comedia, yo, lector, te juro» («Infierno», XVI, vv. 127-128) que he estado buscando una lengua que hablara de otras lenguas, que volviera visible mi locura —la nuestra— mientras hablamos y leemos y escribimos, ensamblados de imaginación como somos. Pero yo, como el Enrique IV de Pirandello, «estoy curada, señores, porque sé perfectamente que estoy haciendo el loco (la loca), aquí; y la hago, ¡quieta! El problema lo tenéis vosotros que la vivís agitadamente, sin saberla y sin verla, vuestra propia locura».

Las traducciones de los versos de la Comedia son de José María Micó (Dante, Comedia, Acantilado, Barcelona, 2018); la traducción de Sueño de una noche de verano es de Agustín García Calvo; y la de Rey Lear de Vicente Molina Foix (William Shakespeare, Obra completa, Debolsillo, Barcelona, 2012).

miércoles, 17 de febrero de 2021

Don Quijote y los galeotes

Aprovecho un fragmento del capítulo XXII de la  primera parte del Quijote, ligeramente retocado, solo por ver si os suena a algún acontecimiento de la actualidad.  

Se topó don Quijote con una cadena de galeotes, presos condenados a galeras. Le asaltó la curiosidad y, como hombre honorable que era y partidario de la justicia en su más alto grado, preguntoles por qué caminaban aherrojados de esa guisa. Uno de ellos, lenguaraz y poco discreto se soltó y contó a nuestro hidalgo los pecados cometidos:

-Yo, mi señor, voy aquí, en esta cadena de condenados, por canario y músico cantor.

-Pues, ¿cómo? -repitió don Quijote-. ¿Por músicos y cantores van también a galeras?

-Sí, señor -respondió el galeote-; que no hay peor cosa que cantar un rap.

-Antes he yo oído decir -dijo don Quijote- que quien canta, sus males espanta.

-Acá es al revés -dijo el galeote-; que quien canta una vez, llora toda la vida.

-No lo entiendo -dijo don Quijote.

Fábula de una princesita con máster

Había una vez, en la capital de las Españas, una princesa rubia amante de los cosméticos que fue elegida por el pueblo para regir la Comunidad. A nuestra heroína solo le quedaba un sueño por cumplir: obtener un máster auténtico, firmado por doctores. Se matriculó en la universidad Juan Carlos I. Sabía que con ese nombre muy mal le tendrían que ir las cosas para no lograr su objetivo. El problema era que no tenía tiempo ni ganas de asistir a clase ni de completar los trabajos que le exigían. Por suerte, una profesora altruista y una asesora con perfume de santidad se prestaron a cumplimentar un acta falsa para darle gusto a la graciosa princesita. Esta, ignorante del buen hacer de sus benefactoras, creyó que sus méritos telepáticos habían sido suficientes para alcanzar la gloria. 

¿Quién con una pizca de corazón no habría actuado de la misma manera? Hacer feliz a una princesita rubia solo está al alcance de príncipes intrépidos o de funcionarias abnegadas. Cuando la justicia se enteró de la falsificación, por supuesto no cargó contra la amante de los cosméticos y cremas antiarrugas. Ella era inocente como las pupilas de Celestina. Aunque los jueces no pudieron evitar enviar a la cárcel a la profesora y a la asesora, sabían que las dos cumplirían la condena muy contentas. Las buenas obras, si se adornan con un martirologio, son dignas de ser santificadas. 

Los medios de comunicación, fascinados por la trayectoria exitosa y redentora de la princesita, se rindieron a su gracia e inocencia y la contrataron como tertuliana. Todos, jueces y periodistas, henchidos de ética y honra, fueron felices con sus programas basura y comieron mierda hasta el fin de sus días.      

viernes, 12 de febrero de 2021

"El chico" de Chaplin, un clásico para la ESO


El chico de Chaplin, 1921. Lo vimos hace dos semanas mis chicos de 1º de ESO y yo, entusiasmados, enternecidos, sonrientes. Ronaldiño disfruta viendo cómo Charlot burla a los incluseros, Kaoutar casi llora con la ternura del padre adoptivo y el hijo adoptado, a Maati le caen lágrimas de risa con la persecución del policía... Hace cien años que se estrenó, me enteré de esto una semana después de verla en clase. Animado por mi amigo Javi, quien todos los años utiliza Tiempos modernos para mostrar las miserias de las sociedades industrializadas, me atreví con Chaplin. Era un experimento. Quería descubrir si una película muda, en blanco y negro, de hace cien años, podría despertar el interés de chicos de doce años con el rumbo torcido. Y sí, la respuesta fue mucho más satisfactoria de lo que imaginaba. Charlot conecta con ellos sin que el tiempo haya hecho mella en su discurso ni, lo que es más difícil, en su humor. A veces lo moderno tiene cien años y lo antiguo tan solo unos días. El arte verdadero, los auténticos clásicos son mucho más actuales que los youtubers

lunes, 8 de febrero de 2021

Enseñanza telemática ya

Un titular llamativo que anima a la reflexión: "El curso de la pandemia elevó los aprobados a números históricos", y no, no me refiero a analizar la cuestionable redacción del titular, sino a su significado de fondo. Si durante el curso pasado, marcado por la enseñanza a distancia, se alcanzaron los mejores registros en cuanto a aprobados y un consecuente menor número de repeticiones -uno de los males inveterados de nuestra enseñanza si comparamos nuestro fracaso académico con la estadística de otros países-, por qué no aplicar un método de tanto éxito de forma sistemática. Si recapacitamos, todo son ventajas: nos ahorraríamos la construcción de nuevos centros educativos, el transporte, gran parte del material escolar, gastos en excursiones y actividades extracurriculares... Podríamos dedicar los institutos a otros menesteres: asilos, centros recreativos, teleclubs... Incluso podríamos reducir el número de profesores, porque se podrían aumentar las ratios sin ningún problema, dado que el alumnado no concurriría en ningún espacio común. No habría problemas con la socialización, ni con la disciplina (con enmudecer el micrófono, asunto zanjado), tampoco agresiones de padres, ni de profesores, ni de conserjes, ni de inspectores. Evitaríamos que el profesorado se dedicara a reunirse en salas de profesores, departamentos, bares o excursiones, con lo que se centrarían únicamente en su labor pedagógicoinformática y no en conversaciones y entretenimientos peregrinos. Es más, se podría ir sustituyendo paulatinamente a los profesores por vídeos de Youtube.  

No me explico por qué no se está estudiando esta nueva vía de enseñanza, que tan buenos resultados ha dado, para instaurarla definitivamente. Hasta el informe PISA nos saldría fetén, dada la habilidad del alumnado para aprobar cualquier cosa a través de internet. Pensadlo bien, administradores educativos, pedagogos de pro: no despreciéis esta solución que se nos ha puesto en la mano y cuyo éxito es más que evidente. El hecho de que los padres tuvieran que soportar a sus hijos todo el año no creo que sea una razón de peso para rechazar un hallazgo de estas proporciones.     

domingo, 7 de febrero de 2021

Mi ONG

Hace unas semanas, impulsado por la buena voluntad y por el buen rollo, creé una ONG, sí una ONG alternativa, original, con la intención de aliviar a todos aquellos famosos que hubieran sido desplazados de su vida cotidiana por causas diversas. Es muy duro para gentes habituadas a la exposición pública y a la propaganda gratuita que, por diferentes motivos, hayan caído en la depresión. Es el caso de Miguel Bosé, Carles Puigdemont y Juan Carlos I. Todos ellos han sido víctimas de la sobreexposición mediática y es muy difícil para ellos desarrollar una vida normal. Mi ONG se puso a su disposición y tengo la enorme satisfacción de tenerlos en mis dependencias. Gracias a ayudas de todo tipo, hemos sacado a esta gente del marasmo en el que se encontraba y hemos cumplido con creces la misión que se había propuesto la ONG. 

Por ejemplo, Juan Carlos tenía un gran trauma, estaba convencido de que su dicción no era suficientemente clara y que los españoles no lo entienden. A causa de esto, él ha tenido, nada menos que exiliarse en Abu Dabi. Nuestra ONG se puso en contacto con Mario Casas y este, encantado de colaborar, se prestó a impartir clases de dicción a Juan Carlos. El progreso en este campo de nuestro exrey nos augura una pronta recuperación de su persona por nuestros lares. Primer éxito.

Miguel Bosé no estaba deprimido por sus polémicas declaraciones en torno a la pandemia, sino porque consideraba que las letras de sus canciones no eran lo suficientemente profundas. Javier Marías se prestó a ayudar al cantante y ahora mismo están en proceso de revisión de "Amante bandido". Otro posible logro.

Con Carles Puigdemot lo tuvimos más difícil. El arzobispo Cañizares se prestó a inculcarle valores españolistas para paliar esa rémora catalana que lo tiene relegado en Waterloo, pero tuvimos varios altercados. Cañizares se encontró con Bosé en un pasillo y la homofobia del arzobispo lo lanzó al exabrupto contra el cantante y este le dio una hostia que lo dejó sin habla. Esperamos la pronta recuperación de su excelencia. No obstante, pedimos al público en general se sirvan de enviar gente que pueda enderezar el tuerto, que no enderezar el entuerto, como dicen muchos indocumentados, entre ellos algunos académicos.  

sábado, 6 de febrero de 2021

"Larra, el periodismo que coqueteó con la muerte" por Carlos Mayoral





Aún se queja su alma vagamente,
el oscuro vacío de su vida.

(«A Larra, con unas violetas», de Luis Cernuda)

Febrero del año 1837. El rumor de pasos se apaga al pisar el último escalón. El leve sonido lo provocan Dolores Armijo y su cuñada, que ya se marchan tras haber cumplido con el último cometido. Arriba, en la soledad del desamor y del invierno, Mariano José de Larra, además de percibir cómo el rumor de pasos se ha perdido entre el fragor de la calle Santa Clara, sostiene las cartas que ha venido a entregarle Dolores, el último estertor de un amor sacrílego, intenso, romántico y mortal. Su amante tardará exactamente siete minutos en volver a los brazos de su marido, que a esa hora habrá de tomar café tranquilamente en alguno de los locales cercanos al Teatro Real. No lo piensa demasiado. Pocos segundos más tarde, coge su pistola de bolsillo, la cachorrillo, que descansa en el interior del cajón. El tacto de su empuñadura de madera tallada, rematada al extremo con una palmeta de tipo neoclásico, es áspero y triste. Aunque solo es superado en crudeza por el tacto helado del cañón rayado sobre la sien. En última instancia, para qué más detalles: la detonación, el proyectil y la muerte. Su desgracia se completa con un último error de cálculo: el cadáver lo descubre Adela, su hija de seis años.

Ahora bien, ¿qué se quedaba atrás con este disparo? ¿Un dandi de la cultura? ¿Un afrancesado enamorado de las letras? ¿Un veinteañero capaz de revolucionar la literatura? ¿La pluma que más cobraba por párrafo de toda la prensa madrileña? Era todo eso, aunque más como consecuencia que como esencia. En este último plano, la frase que primariamente define a Larra es mucho más simple y a la vez más compleja: con aquel disparo que rompió la quietud de la calle Santa Clara se marchaba el primer hombre que supo observar la actualidad con ojos de la más alta literatura.

¿Por qué periodismo?

El pequeño Mariano José había aprendido que el drama había llegado para quedarse, y entre los numerosos desastres que asolaron su niñez y su adolescencia están los años de destierro en Francia, que más tarde imprimirían en él un carácter especialmente ilustrado, y el vagabundeo por las distintas ciudades españolas mientras su padre intentaba alejarse del estigma afrancesado. Sin saberse de lugar alguno, el Larra casi impúber deambula por la vida perdido. Flirtea con determinados círculos absolutistas, quizás por retirar al fin el estigma de su padre. A manos de esta figura, por cierto, termina de conocer el engaño: una mañana ya de juventud descubre que la mujer que ama es, en realidad, la amante de su propio padre. Su relación con la realidad empieza a oscurecerse, lo que le lleva irremediablemente a la literatura como única puerta de salida.

No accede a ninguno de los ámbitos académicos que persigue: quiso ser médico y abogado, con sendos fracasos. Se casa joven con una mujer a la que no ama. Tiene varios hijos, alguno de ellos no reconocido, y paga con ellos los rigores del mal ejemplo que había recibido de su familia. No los aprecia, como sus padres le habían despreciado a él. Parecía apagarse la figura de aquel niño prodigio que con apenas una decena de años traducía del griego la homérica Ilíada. Sin embargo, ese Larra que ya no era de ninguna parte descubrió que su lugar en el mundo estuvo siempre a mano: era la realidad misma. Y de esa visión surgió el mejor periodismo nunca antes ni después escrito.

El cronista de la costumbre

Cuando alguien se refiere a Larra como un simple costumbrista, los cimientos de la literatura romántica tiemblan. La labor de Mariano José empezaba en la costumbre, eso es cierto, sea esta una boda tempranamente planificada, error cometido muy a menudo en la España de la época, entre otros por él, o un retraso burocrático motivado por la mala organización funcionarial del Estado. Pero es a partir de esta realidad costumbrista y gris, realidad que tanto le había escocido párrafos atrás, cuando de veras aparece la magia del escritor madrileño: a la elegancia lingüística le añade una mordacidad y un ingenio maravillosos. Es la magia de lo que hoy todo periodista llama «el enfoque».

Era aquella una España tortuosa, recién salida de una cruenta guerra que enfrentó a hombres de a pie contra gigantes napoleónicos; una España que había visto como su rey, otrora deseado, ahora felón, implantaba un absolutismo feroz que atacaba directamente a la base intelectual de liberales como Larra. Fíjese el lector en el impacto que la aparición de este joven causó en la España de la época. La prensa era, claro, una de las principales víctimas del carácter censor del régimen fernandino. Sin embargo, un joven de apenas veinte años se salta cualquier censura a través de recursos como la ironía o la metáfora, y es capaz de contar las miserias de aquella sociedad con un colmillo imprevisible y genial. Al talento natural le añade un conocimiento minucioso de la literatura europea y algunos coletazos de luz dieciochesca en casi cada párrafo… Un cóctel que terminó convirtiéndole en lo que ya es: el primer escritor que consiguió que la literatura y la crónica se diesen la mano. El resultado, como ya digo, era el esperado: una sociedad rendida a su columna, la columna del periodista mejor pagado del momento.

La caída

Lo que Larra también sabía es que abrazar la miseria social para elevarla en la columna del domingo podía acarrear que dicha miseria se hiciese perpetua entre sístole y diástole. Mariano José había agitado el panorama español a través de su contacto constante con esa España oscura que era necesario denunciar. En artículos como «Un reo de muerte» o «Los barateros» consigue mostrar ese país a medio camino entre la ruina y la esperanza, dicotomía romántica donde las haya. En «Vuelva usted mañana» o en «El casarse pronto y mal», ya deslizados sutilmente por el texto, en «El castellano viejo», en «Las circunstancias», en «Horas de invierno»…, textos que van aposentando, con el paso de los años, la carcoma de la injusticia social en el frágil corazón de un Larra que, a esas alturas de su fama, ya le debe tanto a la realidad que casi no puede luchar contra sus males. La muerte, omnipresente en el romántico arranque del XIX, empieza a coquetear con él y con su periodismo.

Por otro lado, Dolores Armijo, mujer casada de quien se había enamorado fervientemente el pequeño Larra, ha decidido que su amor era otro de los idealismos del escritor. Algunos meses antes de su muerte, hastiado ya, decide largarse de España por Lisboa no sin antes pretender encontrarse con Dolores en Badajoz. Este encuentro, como todos, finaliza sin éxito, y en una carta dirigida a su amigo Ventura de la Vega, Mariano José empieza a diluirse:

Me voy lleno de disgustos (…) bebo para distraerme y aunque tengo abiertas las mejores sociedades, hago en ellas el papel de una estatua. Si toda la vida ha de ser como la que llevo vivida, te juro que j’en ai assez [ya tengo bastante]

Su amigo el liberal Mendizábal sube al poder y, tras varios meses de periplo europeo, Larra vuelve a España y es recibido como un héroe. Ficha por El Español con un sueldo astronómico, y con renovada fuerza vuelve a poner su pluma al servicio de la, esta vez ilusionante, realidad. Pero ahora ha decidido que habría que pasar de las musas al teatro, y además de ofrecerle su prosa a la injusticia social ofreció también su tiempo, pues es nombrado diputado por Ávila. En estas últimas horas la preocupación por España ya se mezcla indivisiblemente con su trágico amor por Dolores, pues esta última residía en Ávila, y los historiadores no son capaces de discernir si fue la patria o fue la Armijo la encargada de sentar al madrileño en el escaño.

Muy pronto todo terminó de hundirse. Mendizábal fracasó, Larra no llegó a tomar posesión de su cargo, y Dolores ni siquiera quiso verlo durante aquellos meses. El buen cronista tiene la ventaja de que, ante la tragedia, puede dar rienda suelta a la melancolía justificadamente. Estas últimas semanas escribe los mejores textos de su vida, sobre todo los dos más emblemáticos: «Día de difuntos de 1836» («Aquí yace media España; murió de la otra media») y «Nochebuena del 1836» («Una lágrima preñada de horror y de desesperación surcaba mi mejilla, ajada ya por el dolor […] ¿Llegará ese “mañana” fatídico?»). El mañana fatídico. El mañana que no llegaría: el coqueteo con la muerte había pasado de las palabras a los hechos.

La muerte

Febrero del año 37. Con el suicidio del articulista más brillante se apaga una época. La época del romanticismo más trágico, que se hizo prosa periodística a manos de la sublime tinta que para siempre nos legó Mariano José de Larra. Pero a la vez empezaba una nueva era. A su entierro acudieron centenares de personas, entre ellas Zorrilla, que leyó su célebre y ripioso poema «A la memoria desgraciada del joven literato». Aquel público ya era consciente de ese cambio de paradigma. A partir de ese momento, la realidad ya no estaba ahí para ser contada, sino que ahora debía elevarse sobre el papel de periódico. Y todo gracias a las pupilas de aquel joven de veintisiete años al que trágicamente se le había tragado la tierra.

"Venir al mundo con ganas de hablar" por Karlos Zurutuza



La gramática es como el bazo o las ganas de llorar: esta ahí desde que nacemos, o incluso antes. La lengua que aprendemos después no es más que un cincel para dar forma a algo que nuestro ADN trae de serie. Queda dicho.

Todo esto les puede sonar muy raro y, de hecho, hay lingüistas que discrepan. No hagan caso; «el intelectual más importante de la actualidad» (New York Times), el que es «uno de los padres de la lingüística moderna» (clamor popular) está convencido de ello. Nos referimos, claro, a Noam Chomsky. Es uno de esos sonoros nombres con los que se da por un sesudo análisis político o por una preclara visión de la lingüística. Uno le empieza a seguir por un camino y, en algún momento, mira a un lado y descubre que este atleta del pensamiento también trota por otro que discurre paralelo. Luego resulta que es velocista y maratoniano; que corre simultáneamente por dos, tres, cuatro, o más pistas y, quizás lo más maravilloso, que estas se entrecruzan para abrir nuevos caminos aún por explorar. Decir que Chomsky es inabarcable resulta una obviedad, por lo que antes de enfangarnos en más metáforas para ilustrar su ubicuidad intelectual, nos centraremos en eso que mencionábamos del lenguaje.

Hay que remontarse a la década de los cincuenta para dar con la semilla de su aportación principal en este campo. Hasta entonces, los lingüistas consideraban las lenguas como un fenómeno puramente social, un conjunto de códigos arbitrariamente distintos que había que clasificar atendiendo a factores como los sonidos, lexemas u oraciones. Por poner algún ejemplo, hay lenguas SVO (sujeto-verbo-objeto) como el castellano o el inglés (Yo como patatas/I eat potatoes); lenguas SOV como el turco, el vasco o el japonés. Si se preguntaban por el klingon, sepan que es OVS, lo mismo que el hixkaryána, (lengua indígena de Brasil). También hay lenguas con artículos y preposiciones per se, y otras en las que se manifiestan en forma de caprichosas partículas que se añaden a las palabras; lenguas en las que el acento cae siempre en la primera sílaba (islandés); vergeles de consonantes en el Cáucaso, de vocales en la India…

Toda esta diversidad se estudia, se clasifica y se compara, pero independientemente de la particularidad de cada lengua, Chomsky fue el primero en plantear la hipótesis de que el lenguaje podía ser un esquema mental innato que explicara cómo alguien es capaz de aprender una lengua de forma natural y sin esfuerzo, y también de entender y producir un numero infinito de oraciones gramaticales. Los hablantes, todos nosotros, diferenciamos aquellas expresiones aceptables de las que no lo son en nuestras respectivas lenguas, de igual manera que entendemos que una luz verde en un semáforo significa «pasar», mientras que una roja lo contrario. Esto último lo sabemos porque alguien nos lo ha dicho, pero ¿cómo es posible que podamos conocer las restricciones de nuestra lengua si haber aprendido las expresiones que violan dichas restricciones?

La lingüística, decía Chomsky, tenía que romper las barreras de la mera taxonomía; no solo clasificar las lenguas, sino también formular una «gramática universal» común a todas ellas. Había que dar con esa serie de reglas que ayudan a los niños a adquirirlas, desde el mapuche hasta el frisón. Para que se hagan una idea de la importancia histórica de esta teoría, se la ha considerado el equivalente en lingüística a la teoría de la evolución de Darwin en biología, o la del inconsciente de Freud en psicología. Y así es como llegamos al capítulo de los «universales lingüísticos». Algunos son tan predecibles como: «Todas las lenguas tienen nombres y verbos», o vocales y consonantes, sujetos y predicados, pronombres… Pero a medida que nos adentramos en esta jungla, la vegetación se va haciendo más espesa. ¿Cuál es el número mínimo de vocales que puede tener una lengua? Dicen que todas tienen sendos vocablos para los colores blanco y negro, pero ¿qué ocurre con el naranja o el marrón? En cualquier caso, ¿podemos hablar de certezas en esto de los universales sin haber analizado todas y cada una de las aproximadamente siete mil lenguas que se hablan en el mundo?

El lingüista americano Joseph Greenberg recogió cuarenta y cinco de esas pautas comunes supuestamente innatas tras un estudio de treinta lenguas, un método inductivo que se oponía al reduccionismo deductivo de Chomsky: si son comunes a todas las lenguas, bastará con analizar una sola de ellas. Pero aquello se les fue de las manos. La selva del «generativismo», que es como se le llamó a la teoría chomskiana de la impronta genética del lenguaje, se iba llenando de exploradores que presumían de dar con más y más universales: «Si hay tres vocablos para los colores, el tercero es el rojo (recuerden que los anteriores son el blanco y el negro)», se oía desde la espesura; «Y si hay un cuarto o un quinto seguro que son el amarillo y el verde», replicaba alguien desde la copa de un árbol. Y así con la distribución de sujetos objetos y verbos en los enunciados, la proporción entre vocales y consonantes, entre fonemas sordos y sonoros…

Bajo la premisa de que existían docenas, incluso centenares de particularidades y categorías lingüísticas innatas al ser humano, se daban concurridas conferencias y se publicaban trabajos en todas las manifestaciones de la fiebre académica a manos de lingüistas dispuestos a dejarlo todo en su búsqueda del grial de los universales. Hasta que Chomsky dijo «basta». Con el ocaso del siglo XX, Zaratustra bajó de la montaña y anunció a los hombres que eso de que hubiera un carro de universales era una entelequia. Más que en una gramática común, el nuevo paradigma se centraba ahora en un mecanismo simple pero multitarea con el que se producía un nutrido grupo de oraciones. Había algo innato, sí, pero se limitaba a cubrir las necesidades más básicas del hablante. Muy acertadamente, a esta nueva corriente del generativismo se la llamó «minimalismo».

Entre el pánico y la confusión que generó todo aquello, los generativistas clásicos, ahora huérfanos, se debatían entre seguir adelante o rebajar sus expectativas de búsqueda, como ya hiciera el Creador. ¿Qué habría hecho san Pedro si Jesús le hubiese dicho que lo del reino de los cielos era poco más que una fantasía? «Estamos descubriendo propiedades nuevas e inesperadas de las lenguas hasta un punto en el que resulta imposible probar lo que sabemos que ha de ser cierto: que todas están sacadas de un mismo molde», fue exactamente lo que el dios de la lingüística les dijo a sus apóstoles.

La resaca tras décadas borrachos del generativismo más añejo dibujaba ahora un mundo distópico en el que Chomsky sumaba su voz a la de aquellos antichomskianos, en oposición a los últimos chomskianos. Eso sí, fue mucho más cauteloso al considerar el minimalismo como un «programa», y no una teoría: admitió que no había una razón concreta para pensar que fuera a funcionar. Si Dios se reconocía a sí mismo como un ser falible, ¿qué motivos tenían los chomskianos más irredentos para renegar de su fe? Probablemente muy pocos.

Universales interestelares

A sus noventa y dos años, Chomsky sigue dando charlas, escribiendo libros y dando entrevistas literalmente a todo aquel que se lo pida, desde estudiantes de primaria hasta jefes de Estado, pero ya no se prodiga demasiado en el tema de la adquisición del lenguaje. Que su sentido del humor sigue intacto quedaba públicamente corroborado hace un par de años, cuando arrancaba una charla en la Universidad de Arizona con un «Histórico: La primera presentación en PowerPoint de Noam Chomsky», proyectado sobre una pantalla a su espalda. El maestro es ya demasiado sabio para tomarse a sí mismo en serio, por lo que hoy son sus discípulos los que se esfuerzan en desarrollar nuevas metáforas para ilustrar su teoría de lo innato. Mark Baker, por ejemplo, trabaja sobre una «tabla periódica» de lo que él llama «átomos del lenguaje», los cuales se combinarían de la misma manera que las moléculas. Sepan, no obstante, que el generativismo as we knew it aún sigue vivo en los corazones y las mentes de un nutrido grupo de románticos, y que ni siquiera hace falta revolcarse en el fango académico para dar con él. Es disfrutando de una película como La llegada (2016), cuyo eje central es la comunicación con alienígenas, cuando escuchamos un nostálgico discurso que nos retrotrae al siglo XX. Con ocasión de su estreno, la lingüista Jessica Coon (se usó su oficina para el rodaje) insistía en lo de la «gramática universal», a la que consideraba «parte del legado genético que capacita al ser humano para adquirir el lenguaje». Coons, eso sí, matizaba que este podría resultar inútil para llegar a comunicarse con alienígenas.

Los de la película hablan en heptápodo, una lengua cuyos sonidos son imposibles de reproducir por los humanos por razones biológicas, y que se representan a través de unas formas circulares. Conviene no confundir el instrumento para la realización material de la lengua, el alfabeto, con su gramática. Si una raza alienígena se comunicara a través de feromonas, o frecuencias subsónicas, seríamos obviamente incapaces de interactuar de forma directa con ellos, pero sí sería factible fabricar un dispositivo que lo hiciera por nosotros: se teclea una palabra y la máquina emite la feromona o el infrasonido correctos. La cuestión ahora es si la forma en que las señales funcionan y el modo en que se combinan tienen algún sentido para la mente humana en el caso de que, por ejemplo, los alienígenas sean capaces de procesar cientos de enunciados superpuestos simultáneamente. Esto sería un problema porque nosotros los entendemos de forma lineal, es decir, uno detrás de otro.

Atravesamos aquí el umbral de la astrolingüística, la ciencia que estudia una potencial comunicación con seres del espacio exterior. En la película acaban apañándose, aunque todos sabemos que la previsibilidad es una cualidad innata de Hollywood. Aunque quizás no sea algo descabellado. «Si el universo está sujeto a las mismas leyes de la física, podríamos esperar que las lenguas interestelares también estén dotadas de bloques de significado que se combinen para crear significados más complejos. Puede que la marciana no sea una lengua tan distinta de la humana», dijo Chomsky en una conferencia en Los Ángeles el año pasado. Algo trama.

jueves, 4 de febrero de 2021

Un tranvía y un olmo


Cada 27 de enero un tranvía vacío recorre las calles de Varsovia para recordar a las víctimas del gueto. Es estremecedor escuchar el ruido metálico de las ruedas sobre los raíles y ver cómo el trole escupe chispas de muerte a su paso. Unas alumnas de 4º de ESO comparten conmigo su disección del olmo seco de Machado. Yo ya lo leo sin alma; ellas, con la mirada nueva, acaban de extraer del poema un tranvía vacío y unas chispas de muerte que me causan escalofríos. Un tranvía vacío y un poema viejo, seco, podrido, acariciado por las voces ardientes de la adolescencia, son capaces de acallar el roer constante del gusano del tiempo y la eléctrica demolición de la muerte. Los símbolos son vías de eternidad, raíces profundas que nos conectan con la vida a través de un olmo centenario y un tranvía amarillo que recorre la laguna Estigia. La vida, esa celebración continua de los muertos.     

martes, 2 de febrero de 2021

Cosmética del enemigo

En la novela Cosmética del enemigo de Amélie Nothomb, el protagonista no reconoce al asesino que lleva dentro hasta el final de la historia. Su conciencia o sus remordimientos se le aparecen con el rostro de un joven violento y medio tarado. Algo parecido nos pasa a los profesores, aunque nosotros lo tenemos más fácil a la hora de reconocer a nuestro oponente. Sí, porque nuestro Textor Texel (el enemigo que lleva dentro el empresario Jérôme) es la propia Administración Educativa y es mucho más grosera en sus demostraciones de humillación contra nuestro gremio. Sí, nuestros enemigos son los que supuestamente deberían cuidarnos, apoyarnos, atendernos y mimarnos. Sí, nuestros enemigos son nuestros jefes. A menudo dan muestras de esa animadversión: no aceptan nuestras recomendaciones ni nuestras reclamaciones más perentorias, es más, se suman sin ningún pudor a esa inercia social española de considerar al profesorado como una casta parásita con exceso de vacaciones. No les importa (ni siquiera en público) manifestar este lugar común, asentado en gran parte de nuestra sociedad, cuando son ellos los que deberían ayudar a limpiar este mantra injustificado. 

Hace poco leí que gran parte de los fondos asignados a la educación para paliar los efectos de la pandemia, en algunas comunidades no se habían dedicado a mejorar el sistema educativo, sino a otros menesteres. Fui Jefe de Estudios ocho años y el contacto directo con la Administración me producía constantes cabreos y sarpullidos. No comprendía por qué se empeñaban en hacer nuestra tarea cuanto más difícil mejor. Para ellos siempre somos sospechosos. 

En las actuales circunstancias, trabajamos de una forma muy precaria. Llevar la cara medio tapada en un oficio en el que la comunicación es fundamental no ayuda nada a la transmisión de conocimientos. Estar en una clase con 29 o con 20 alumnos no es muy saludable para nadie, hasta Fernando Simón lo sabe. No hay ningún otro oficio en pandemia en el que tengas que compartir habitaciones con 500, 600 o 1000 personas. Se han suspendido las actividades extraescolares, con lo que el encierro en el aula se ha convertido en algo más agobiante si cabe. Cada día se confina a veinte o treinta alumnos y debemos trabajar doble para llevar la clase fuera del aula a través del ordenador. La naturaleza adolescente tiende a la expansión y estamos yendo contra natura, como quien construye en mitad de una rambla. En un momento u otro la riada arrasará lo construido. 

Y a pesar de todo esto, a nuestros enemigos no se les ocurre otra cosa que sumar tres días lectivos más a esta carga, para compensar las ausencias de Filomena. Y no, no pueden añadirse a finales de junio cuando es posible que esta peste amaine. Los debemos añadir antes, para sufrir cuanto más mejor, nosotros y los alumnos. Yo he ido muchísimas tardes al instituto a hacer periódicos y teatro, fuera del horario lectivo (era una gozada), pero ahora no es ni mínimamente aconsejable alargar el calendario lectivo porque las condiciones para la enseñanza son deplorables. Esto lo sabemos todos los profesores, todos los que nos encerramos día a día con 20 o 30 alumnos en plena efervescencia de hormonas. Nuestros enemigos no, ¿o sí? 

Por eso nuestros enemigos han optado por esta medida, porque les gusta maltratarnos, humillarnos y, sobre todo, quedar bien con quienes nos vilipendian por envidia malsana. Luego, en alguna festividad señalada, nos mandarán una carta, escrita siempre con atropello y torpeza, donde nos darán las gracias por nuestra "encomiable" labor, mientras se descojonan de risa oyéndonos patalear. Esa es su cosmética.