Aún se queja su alma vagamente,
el oscuro vacío de su vida.
(«A Larra, con unas violetas», de Luis Cernuda)
Febrero del año 1837. El rumor de pasos se apaga al pisar el último escalón. El leve sonido lo provocan Dolores Armijo y su cuñada, que ya se marchan tras haber cumplido con el último cometido. Arriba, en la soledad del desamor y del invierno, Mariano José de Larra, además de percibir cómo el rumor de pasos se ha perdido entre el fragor de la calle Santa Clara, sostiene las cartas que ha venido a entregarle Dolores, el último estertor de un amor sacrílego, intenso, romántico y mortal. Su amante tardará exactamente siete minutos en volver a los brazos de su marido, que a esa hora habrá de tomar café tranquilamente en alguno de los locales cercanos al Teatro Real. No lo piensa demasiado. Pocos segundos más tarde, coge su pistola de bolsillo, la cachorrillo, que descansa en el interior del cajón. El tacto de su empuñadura de madera tallada, rematada al extremo con una palmeta de tipo neoclásico, es áspero y triste. Aunque solo es superado en crudeza por el tacto helado del cañón rayado sobre la sien. En última instancia, para qué más detalles: la detonación, el proyectil y la muerte. Su desgracia se completa con un último error de cálculo: el cadáver lo descubre Adela, su hija de seis años.
Ahora bien, ¿qué se quedaba atrás con este disparo? ¿Un dandi de la cultura? ¿Un afrancesado enamorado de las letras? ¿Un veinteañero capaz de revolucionar la literatura? ¿La pluma que más cobraba por párrafo de toda la prensa madrileña? Era todo eso, aunque más como consecuencia que como esencia. En este último plano, la frase que primariamente define a Larra es mucho más simple y a la vez más compleja: con aquel disparo que rompió la quietud de la calle Santa Clara se marchaba el primer hombre que supo observar la actualidad con ojos de la más alta literatura.
¿Por qué periodismo?
El pequeño Mariano José había aprendido que el drama había llegado para quedarse, y entre los numerosos desastres que asolaron su niñez y su adolescencia están los años de destierro en Francia, que más tarde imprimirían en él un carácter especialmente ilustrado, y el vagabundeo por las distintas ciudades españolas mientras su padre intentaba alejarse del estigma afrancesado. Sin saberse de lugar alguno, el Larra casi impúber deambula por la vida perdido. Flirtea con determinados círculos absolutistas, quizás por retirar al fin el estigma de su padre. A manos de esta figura, por cierto, termina de conocer el engaño: una mañana ya de juventud descubre que la mujer que ama es, en realidad, la amante de su propio padre. Su relación con la realidad empieza a oscurecerse, lo que le lleva irremediablemente a la literatura como única puerta de salida.
No accede a ninguno de los ámbitos académicos que persigue: quiso ser médico y abogado, con sendos fracasos. Se casa joven con una mujer a la que no ama. Tiene varios hijos, alguno de ellos no reconocido, y paga con ellos los rigores del mal ejemplo que había recibido de su familia. No los aprecia, como sus padres le habían despreciado a él. Parecía apagarse la figura de aquel niño prodigio que con apenas una decena de años traducía del griego la homérica Ilíada. Sin embargo, ese Larra que ya no era de ninguna parte descubrió que su lugar en el mundo estuvo siempre a mano: era la realidad misma. Y de esa visión surgió el mejor periodismo nunca antes ni después escrito.
El cronista de la costumbre
Cuando alguien se refiere a Larra como un simple costumbrista, los cimientos de la literatura romántica tiemblan. La labor de Mariano José empezaba en la costumbre, eso es cierto, sea esta una boda tempranamente planificada, error cometido muy a menudo en la España de la época, entre otros por él, o un retraso burocrático motivado por la mala organización funcionarial del Estado. Pero es a partir de esta realidad costumbrista y gris, realidad que tanto le había escocido párrafos atrás, cuando de veras aparece la magia del escritor madrileño: a la elegancia lingüística le añade una mordacidad y un ingenio maravillosos. Es la magia de lo que hoy todo periodista llama «el enfoque».
Era aquella una España tortuosa, recién salida de una cruenta guerra que enfrentó a hombres de a pie contra gigantes napoleónicos; una España que había visto como su rey, otrora deseado, ahora felón, implantaba un absolutismo feroz que atacaba directamente a la base intelectual de liberales como Larra. Fíjese el lector en el impacto que la aparición de este joven causó en la España de la época. La prensa era, claro, una de las principales víctimas del carácter censor del régimen fernandino. Sin embargo, un joven de apenas veinte años se salta cualquier censura a través de recursos como la ironía o la metáfora, y es capaz de contar las miserias de aquella sociedad con un colmillo imprevisible y genial. Al talento natural le añade un conocimiento minucioso de la literatura europea y algunos coletazos de luz dieciochesca en casi cada párrafo… Un cóctel que terminó convirtiéndole en lo que ya es: el primer escritor que consiguió que la literatura y la crónica se diesen la mano. El resultado, como ya digo, era el esperado: una sociedad rendida a su columna, la columna del periodista mejor pagado del momento.
La caída
Lo que Larra también sabía es que abrazar la miseria social para elevarla en la columna del domingo podía acarrear que dicha miseria se hiciese perpetua entre sístole y diástole. Mariano José había agitado el panorama español a través de su contacto constante con esa España oscura que era necesario denunciar. En artículos como «Un reo de muerte» o «Los barateros» consigue mostrar ese país a medio camino entre la ruina y la esperanza, dicotomía romántica donde las haya. En «Vuelva usted mañana» o en «El casarse pronto y mal», ya deslizados sutilmente por el texto, en «El castellano viejo», en «Las circunstancias», en «Horas de invierno»…, textos que van aposentando, con el paso de los años, la carcoma de la injusticia social en el frágil corazón de un Larra que, a esas alturas de su fama, ya le debe tanto a la realidad que casi no puede luchar contra sus males. La muerte, omnipresente en el romántico arranque del XIX, empieza a coquetear con él y con su periodismo.
Por otro lado, Dolores Armijo, mujer casada de quien se había enamorado fervientemente el pequeño Larra, ha decidido que su amor era otro de los idealismos del escritor. Algunos meses antes de su muerte, hastiado ya, decide largarse de España por Lisboa no sin antes pretender encontrarse con Dolores en Badajoz. Este encuentro, como todos, finaliza sin éxito, y en una carta dirigida a su amigo Ventura de la Vega, Mariano José empieza a diluirse:
Me voy lleno de disgustos (…) bebo para distraerme y aunque tengo abiertas las mejores sociedades, hago en ellas el papel de una estatua. Si toda la vida ha de ser como la que llevo vivida, te juro que j’en ai assez [ya tengo bastante]
Su amigo el liberal Mendizábal sube al poder y, tras varios meses de periplo europeo, Larra vuelve a España y es recibido como un héroe. Ficha por El Español con un sueldo astronómico, y con renovada fuerza vuelve a poner su pluma al servicio de la, esta vez ilusionante, realidad. Pero ahora ha decidido que habría que pasar de las musas al teatro, y además de ofrecerle su prosa a la injusticia social ofreció también su tiempo, pues es nombrado diputado por Ávila. En estas últimas horas la preocupación por España ya se mezcla indivisiblemente con su trágico amor por Dolores, pues esta última residía en Ávila, y los historiadores no son capaces de discernir si fue la patria o fue la Armijo la encargada de sentar al madrileño en el escaño.
Muy pronto todo terminó de hundirse. Mendizábal fracasó, Larra no llegó a tomar posesión de su cargo, y Dolores ni siquiera quiso verlo durante aquellos meses. El buen cronista tiene la ventaja de que, ante la tragedia, puede dar rienda suelta a la melancolía justificadamente. Estas últimas semanas escribe los mejores textos de su vida, sobre todo los dos más emblemáticos: «Día de difuntos de 1836» («Aquí yace media España; murió de la otra media») y «Nochebuena del 1836» («Una lágrima preñada de horror y de desesperación surcaba mi mejilla, ajada ya por el dolor […] ¿Llegará ese “mañana” fatídico?»). El mañana fatídico. El mañana que no llegaría: el coqueteo con la muerte había pasado de las palabras a los hechos.
La muerte
Febrero del año 37. Con el suicidio del articulista más brillante se apaga una época. La época del romanticismo más trágico, que se hizo prosa periodística a manos de la sublime tinta que para siempre nos legó Mariano José de Larra. Pero a la vez empezaba una nueva era. A su entierro acudieron centenares de personas, entre ellas Zorrilla, que leyó su célebre y ripioso poema «A la memoria desgraciada del joven literato». Aquel público ya era consciente de ese cambio de paradigma. A partir de ese momento, la realidad ya no estaba ahí para ser contada, sino que ahora debía elevarse sobre el papel de periódico. Y todo gracias a las pupilas de aquel joven de veintisiete años al que trágicamente se le había tragado la tierra.
No hay comentarios:
Publicar un comentario