Otra vez la angustia del examen en 2º de bachillerato. La espera en la puerta de la clase, el agobio, la obsesión, el desconcierto, las caras con falta de sueño. Otra vez. "¿Qué tema has puesto? ¿Es difícil el comentario? ¿Lorca o Valle?... La desesperación por no saber, por no conseguir una nota aceptable, por el orgullo, por el futuro, por el miedo al padre, por la inconsistencia de la adolescencia, por las hormonas, por no verse excluidos del sistema... Recuerdo que durante bastante tiempo, esa desesperación, esa espera, el ser el objeto de sus preguntas, de sus dudas, de su angustia, me hacía creerme importante, me ensoberbecía (nos pasa a muchos profesores, somos así de gilipollas). Ahora ya no. Cada vez que asisto a una de estas situaciones, aborrezco más el sistema educativo capitalista. Gran parte de lo que hacemos está dirigido a colmar nuestro ego, a presentarnos en un pedestal ridículo sustentado a menudo por los detritus de nuestra ansia por sentirnos importantes. Ser profesor debía ser otra cosa, lo he empezado a descubrir tarde, muy tarde, cuando ya estoy a punto de dejar este oficio. Ser profesor no puede reducirse a curar nuestra hambre de relevancia o nuestras miserias personales. Y aún peor, ser profesor no puede limitarse a cumplir el trámite de la clase con la mayor levedad posible. He releído a Machado y envidio esas clases virtuales, de ficción, que imparte Juan de Mairena. Entre sus páginas se esconde, creo, nunca estoy seguro de nada, el espíritu del buen maestro, el que dialoga, pasea, escucha y, a menudo, calla.
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