Los espectáculos teatrales que monta Ana Zamora, reciente Premio Nacional de Teatro, son exquisitos. El castillo de Lindabridis es verdadera arqueología dramatúrgica. Cuando estaba en la butaca tenía la misma impresión que al ver los cuentos del Decamerón de Pasolini: quien ha dirigido este montaje conoce tan a fondo la época y los rincones del teatro barroco que es capaz de trasladarnos en un vuelo (como el del propio castillo) a ese siglo decadente y oscuro, el XVII. En la sencillez y el cuidado de la puesta en escena, en la carpintería, en el vestuario, en el verso claro (del oscuro Calderón), me parece trasladarme en el tiempo e imagino que la obra la está viendo Felipe IV, atiborrado de vino y con la Calderona sobre el escenario. Me asomo a los palcos y no, el rey no está o se ha dormido o ha bajado a los camerinos a extender la gonorrea entre las actrices. La coreografía de los cómicos, la escenografía y la música nos indican que estamos ante un espectáculo total, un espectáculo barroco en toda regla, sin efectismos, sin falsas pirotecnias. Quizás Cosme Lotti lo habría adornado más, pero así, con esta sobriedad, el verso fluye cristalino, como si no fuera de Calderón. Miro otra vez hacia el palco. No, Felipe no está viendo la función, pero sí, es una obra cortesana, ligera, llena de tópicos que la eficacia de la Zamora convierte en maravilla teatral. Hasta los entremeses de las jornadas se cuidan y se engarzan en la temática de la obra con una dinámica festiva de muy difícil ejecución. La mojiganga, la jácara, todo está allí, sobre el escenario: un puzzle de madera que cobra una vida majestuosa y vivaz, alegre, para divertir a ese que no está en el palco y que debería haber venido, mejor nos habría ido. Los placeres de la carne, ¡ay!, los placeres de los sentidos, de todos los sentidos, porque hasta se huelen y se saborean los aromas del palacio de los decadentes Felipe IV y cortesanos. El oído y la vista casi han reventado. Y hemos tocado a Ana Zamora, que es mucho.
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