Torrente Ballester ha caído en un olvido inmerecido. Casi todos los autores de su generación han sufrido una suerte semejante, pese a que la crítica literaria estableció hace tiempo su condición de clásicos indiscutibles. Cada vez se lee menos a Cela, Delibes, Luis Martín Santos, Ramón J. Sender, Carmen Laforet o Francisco Ayala, por citar sólo unos nombres. Las generaciones posteriores no han reconocido su magisterio. En el caso de Gonzalo Torrente Ballester es particularmente injusto, pues su obra se caracteriza por la búsqueda incesante de nuevas formas que atestigüen el carácter poliédrico de lo real, explorando los límites entre historia y mito, experiencia y ensoñación, clarividencia y locura. Torrente no creó una fórmula literaria y se limitó a repetirla, buscando un público fiel. Cada libro constituyó una aventura estética, con un punto de partida diferente y un final de viaje sumamente original. Nunca le importó desconcertar, provocar o importunar. Esa actitud le condenó a peregrinar por los desiertos reservados a los grandes creadores. Su ingenio e inventiva desbordaron cualquier expectativa, suscitando admiración y asombro. O incomprensión, perplejidad e irritación.
Inconformista, sarcástico, enredador y obstinado, Gonzalo Torrente nació en 1910 en Ferrantes, Ferrol. Su vocación de marino se frustró por culpa de la miopía, pero el regalo providencial de un Quijote marcó un nuevo rumbo, no menos temerario y fecundo. Antes de la Guerra Civil, se afilió al Partido Galeguista y flirteó con el anarquismo, pero el asesinato de varios amigos bajo las balas de las milicias populares le acercó a los sublevados. Pidió el carné de la Falange y se integró en el “Grupo de Burgos”, donde conoció a Dionisio Ridruejo, Laín Entralgo, Eugenio d'Ors. Participó en la fundación de la revista Escorial y aprobó unas oposiciones de enseñanzas medias. En 1943, publicó su primera novela, Javier Mariño. En un primer momento, sorteó la censura, pero su protagonista, sumido en dudas ideológicas, eróticas y existenciales, estaba muy lejos del triunfalismo de la España franquista, lo cual hizo que las autoridades cambiaran de opinión, prohibiendo la novela.
Padre de una ingente prole, Torrente Ballester fue un trabajador incansable, que escribió novela, teatro, ensayo, crítica literaria, teatral y cinematográfica. Como traductor, destaca su versión de las Elegías de Duino, de Rilke. No conoció el éxito hasta 1982, cuando se estrenó una adaptación televisiva de Los gozos y las sombras, trilogía compuesta por El señor llega(1957), Donde da la vuelta el aire (1960) y La Pascua triste (1962). Ambientada en la imaginaria Pueblanueva del Conde, se dijo que la trilogía era costumbrista, pero no es cierto. Torrente declaró que su intención había sido captar las paradojas de Galicia, “un pueblo lógico instalado en una tierra mágica”, mostrando el envés del mito y la dimensión onírica de la experiencia cotidiana. Acostumbrado a ser ignorado por el gran público, reaccionó con sorna ante el éxito de la serie: “¡Oh, cuántos elogios! Durante años ni siquiera tuve los necesarios para sobrevivir!”.
La sombra de Valle-Inclán es un leve telón de fondo en Los gozos y las sombras, pero en La saga-fuga de J.B. crece hasta ser la principal fuente de inspiración. Torrente Ballester tenía demasiado talento para imitar a uno de sus maestros. Su estirpe cervantina -algunos críticos lo han situado a la derecha del autor del Quijote como su principal heredero y continuador- le obliga a fabular, distanciándole del realismo mágico, donde los excesos líricos ahogan a los personajes. Castroforte del Baralla es una ciudad suspendida entre la existencia y la nada. A veces levita, con aspecto de pesadilla goyesca. Es la quinta provincia gallega, aunque no aparezca en los mapas, ni en los libros de historia. José Bastida, maestro depurado, hombre feo, tímido y compasivo, inventará un idioma arbitrario, plástico y musical para liberar a Castroforte de su existencia falaz. Su idilio con una joven ingenua le dará las fuerzas necesarias para saltar a la realidad, aprovechando la última levitación de la ciudad. “Escritor de ideas”, según Dionisio Ridruejo, Torrente Ballester convierte La saga-fuga de J. B. en una fiesta literaria, acopiando, parodiando y reinventando materiales de Homero, Shakespeare, Cervantes, Joyce, Faulkner, Benet, García Márquez, Cela, la escolástica, la lingüística y las leyendas celtas. El espíritu burlesco de los narradores orales sirve de guía en ese entramado hiperbólico y barroco. La saga-fuga de J. B. no es una simple novela, sino una experiencia que exige la colaboración de un lector inteligente, cultivado y tenaz.
Siempre estimó que su mejor novela era Don Juan (1963). El infierno no son los otros, como sostenía Sartre, sino el individualismo insolidario del superhombre, que pisotea a los demás porque no se siente ligado a sus semejantes. Don Juan no es una novela de tesis, sino una fantasía operística con divagaciones estéticas, morales y metafísicas. Profunda y ligera a la vez, se lee con el mismo placer con el que se escucha un aria de Verdi. Guionista de Surcos, la extraordinaria película de Nieves Conde, Torrente Ballester rompió con la dictadura a principios de los sesenta, cuando firmó un manifiesto de apoyo a los mineros asturianos en huelga. Su gesto le forzó a marcharse a Estados Unidos, donde ejerció la docencia universitaria. En 1973 volvió a España. Dos años más tarde, fue elegido miembro de la Real Academia y en 1985 se le concedió el Cervantes. Murió en Salamanca el 27 de enero de 1999, donde había vivido sus últimos 25 años.
Quizás la invención más extraordinaria de Torrente Ballester fue su hijo Gonzalo Torrente Malvido, escritor de genio, estafador, sablista, vividor, patrón de yate -sin licencia- y atracador de bancos. Un “vate vago” que buscaba “cotufas en el golfo” sólo podía engendrar literatura o, dicho de otro modo, un “gran disparate”, por utilizar sus propias palabras al definir La saga-fuga de J. B.. Sospecho que Torrente Malvido, más cerca del comediante que del ratero contumaz, encarnó la idea que se había formado su padre de Don Juan. Creador de mundos imaginarios, Torrente Ballester convertía en literatura todo lo que pasaba por sus manos, evidenciando que los grandes escritores son siempre demiurgos, con el poder de modelar la realidad, a veces incluso a su pesar.
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