sábado, 22 de diciembre de 2018

"Guerra al calco anglicista" por Carlos Mayoral


La guerra del siglo XXI será lingüística o no será. Son numerosos los frentes abiertos alrededor de esta confrontación gramatical, que lo mismo incluye una tilde en un adverbio que una coma entre sujeto y verbo. Entre ambos fuegos se sitúa el castellanohablante, que ve cómo las balas sobrevuelan su cabeza, sin saber si será un proyectil en forma de imperativo o de posesivo el que se adentre en su corazón podrido por las clases de Lengua. No habrá paz hasta que los nazis gramaticales perezcan, ni fumaremos de su pipa hasta que los anarquistas ortográficos acaten la ley. Pero tranquilo, españolito que vienes al mundo. El día que una de las dos ortografías deje de helarte el corazón, solo podrá ser por dos motivos: o se ha extinguido la raza humana, o alguien con criterio le ha pegado fuego a la torre de Babel. Ya se ha dejado caer por el párrafo que el castellanohablante tiene más frentes abiertos que las potencias del Eje durante la Segunda Guerra Mundial. Bien, pues de entre todos esos frentes hay uno con el que debe tener especial cuidado si no quiere perecer en el campo: la llegada descontrolada del calco semántico procedente del inglés. Decía Unamuno que la llegada de nuevas palabras debe servir para añadir nuevos matices e ideas al idioma… cuán equivocado estaba el viejo.

El problema de esta llegada irracional de nuevos términos originarios de la lengua de Shakespeare es que, a menudo, no aportan nada. ¿A qué se puede deber entonces este desembarco masivo de anglicismos innecesarios? Primero, a que España siempre ha observado las islas británicas con admiración. Desde que Fraga volvió de Londres con bombín hemos colocado a Dickens por encima de Galdós; a Clapton por encima de Paco de Lucía; a Churchill por encima de Hernán Cortés; a Beckham por encima de Raúl. Por otro lado, nuestro acomodo en el autobús capitalista ya es un hecho, y conducimos a gusto sobre esta american way of life mientras entonamos canciones de Rihanna a todo trapo. El anglófono ha colonizado nuestra otrora lengua dominante, y solo nos queda doblar la cerviz servilmente para no quedarnos atrás en este mundo globalizado.

Ahora bien, una cosa es dejar la puerta del préstamo lingüístico abierta para enriquecer nuestra lengua con novedades llegadas allende los mares, y otra muy diferente es que en esta guerra se cuele un término como «bizarro». Sí, el horror. Según la RAE, este palabro ya puede utilizarse para referirse a la «rareza». Hasta hace no mucho, la Academia decía esto: «En español significa “valiente, esforzado” […] debe evitarse su uso con el sentido de raro o extravagante, calco semántico censurable del inglés bizarre». Sucumbimos a la moda anglófona y el pueblo ya utiliza «bizarro» para referirse a lo raro cuando antes ya contaba con maravillas como estrafalario, extravagante, esperpéntico, peculiar, estrambótico, insólito, infrecuente, inusual… Todas ellas formas hermosas, con sus pequeños matices. ¿Quién necesita bizarros en esta lengua?

Luego está el asunto informático. Es un hecho que la tecnología nos ha secuestrado las meninges y ha añadido cookies, webs, links, routers, users, passwords, hackers y quién sabe cuántos términos demoníacos más a nuestro imaginario. Sin embargo, cada vez que la palabra «remover» es utilizada con el significado «borrar», en un calco horripilante del inglés to remove, la guerra recrudece, los cañones resuenan estruendosos, las banderas se agitan al aire y el apocalipsis bélico alcanza su cota más alta. ¿Quién demonios decide utilizar «remover» en lugar de borrar, suprimir o eliminar sin que su alma se vuelva negra como el retrato de Dorian en la bodega? ¿De verdad añade algún tipo de matiz esta relación semántica? ¿No le bastaba a «remover» con su sempiterna definición: «Mover algo, agitándolo o dándole vueltas, generalmente para que sus distintos elementos se mezclen»?

Como en toda guerra, el asunto sexual tiene mucho peso en el correcto desempeñar de los quehaceres bélicos. Troya fue arrasada por una mirada de Helena, la Península fue ocupada por los musulmanes gracias a un lío de faldas y todos sabemos cómo acabó Egipto después de que el Senado de Roma se hartara de los favores que Marco Antonio le dispensaba a Cleopatra. En esta guerra ortográfica, el sexo también tiene mucho que decir. ¿En qué momento de la línea cronológica del castellano, alguien decidió que podemos «tener sexo»? Parece que este calco horrible (del inglés to have sex) no sabe que todos tenemos sexo, a menos que alguien haya perdido sus órganos genitales por mutilación o malformación, o quizás nos tomen a todos por maniquíes de la calle Preciados, con nuestra entrepierna difuminada por el pudor. Menos tener sexo y más follar, castellanohablantes, o habrán ganado ellos la guerra sin paliativos.

En este mismo plano también habrá que censurar la aparición del adjetivo «excitante» cuando alguien quiere referirse a algo emocionante, apasionante, emotivo, conmovedor… Este calco del inglés exciting le roba la identidad a nuestro viejo verbo «excitar», que cuenta con definiciones tan maravillosas como «Ocasionar o estimular un sentimiento o pasión» y «Despertar deseo sexual». Definitivamente, cuando en las series americanas un padre encuentra «excitante» la actuación de su hijo en el último partido de béisbol del curso, no se está refiriendo al mismo tipo de excitación que hemos conocido aquí durante todos estos años de paz lingüística hoy quebrantada. Fuera del terreno del sexo, empiezan a surgir por el campo de batalla aquellos que, sin morir al cometer semejante atrocidad, se deciden por el término «colapsar» para referirse al verbo «derrumbar» (to collapse). Para derrumbe o, esperen, que voy a lucirme, derribo, demolición, destrozo, destrucción, hundimiento o ruina, ya tenemos este idioma que se oculta famélico detrás de las trincheras. No sé si colapsado, pero seguro que sí harto de ver cómo se despersonaliza en favor de la lengua global. Otro crimen se produce cuando en cada capítulo de CSI los científicos encuentran «evidencias» en lugar de «pruebas». El detective Pepe Carvalho se revolverá en su tumba previendo que serán evidencias y no indicios, pistas o señales aquello que marque sus novelas. Lo único que evidencia este batiburrillo de calcos, dicho sea de paso, es que pronto terminará la guerra y dará con nuestros huesos en el calabozo.

Otro asunto, este ya desde el frente sintáctico, es la utilización de «esperar por» en vez del castellanísimo «esperar a». Este calco, triunfo del anglicista wait for, consigue que ahora espere por ti en lugar de esperarte a ti, que es como se ha esperado aquí toda la vida desde que Sara Montiel esperara fumando quién sabe a quién en alguna película de los años cincuenta. La preposición «por» en esta construcción hace tanto daño que casi obliga a retroceder hasta la fortaleza buscando víveres. Algo parecido ocurre con el verbo «aplicar». Verbo transitivo donde los haya (el DRAE aporta hasta siete acepciones diferentes, todas ellas transitivas), de un tiempo a esta parte se ha ido utilizando de manera intransitiva, calco del inglés apply. De esta forma, los castellanohablantes se inclinan por decir, ahora, que tal o cual cosa no aplica. Solo queda, cielo nublado mediante, beber té sobre una pradera del Saddleworth. En este mismo plano, no es menos humillante el último de los calcos. Ya me he encontrado varias veces con pancartas dirigidas al corazón del idioma en las que puede leerse «Vota Rajoy» o «Vota Pdro», en lugar de la clásica construcción sintáctica «Vota por Rajoy» o «Vota a Pdro». Ni siquiera en la política, vicio inmutable que el hispano carga sobre sus espaldas, nos mantenemos originales.

Al otro lado del fuego, la guerra sigue. El calco continúa avanzando y sus ráfagas se sienten en el frente cada vez con más fuerza. Es muy probable que pronto gane la batalla y el ejército pureta, cautivo y desarmado, vea cómo las tropas anglicistas alcanzan sus últimos objetivos militares. Solo queda esperar (no sé si aquí cabe «esperar por») que en el resto de frentes la cosa vaya mejor. Porque la guerra del siglo XXI será lingüística o no será.

domingo, 16 de diciembre de 2018

"La meditación" por Rafael Narbona

Meditar no es un ejercicio de relajación, sino de tensión. El que medita busca el límite, no la armonía. No se escala una cumbre para descansar, sino para contemplar el abismo. En el mundo actual, nos mueve el ansia de no perder el tiempo, de llenar cada minuto con una actividad productiva, de no enredarnos en menudencias que produzcan horas muertas. Ignoramos que esas horas muertas tal vez son la forma más humana de existir. En ese tiempo presuntamente desperdiciado se halla la semilla de la meditación, que nos enseña a convivir con los estratos más profundos de nuestra conciencia. Meditar es aprender a estar con uno mismo, sin rehuir el sufrimiento. Pablo d’Ors ha explicado su experiencia con la meditación en Biografía del silencio (2012), después de explorar en su propia mente y en su propia carne una técnica que se desconoce o malinterpreta. En la meditación no hay calma ni paz interior, sino riesgo e intensidad: “El dolor es nuestro principal maestro”. Meditar es un acto de despojamiento, que relega al yo a segundo término. Se parece a respirar, pero sin la abrumadora conciencia de ser un individuo escindido del todo. No es un estado de placidez, sino un abandonarse a las cosas, una apertura a la realidad que profundiza nuestra percepción. No se persigue una meta racional, sino una epifanía. La meditación se rebela contra el sentido práctico. Bajo la perspectiva de la utilidad, unas viejas botas campesinas sólo son un cachivache inútil. En cambio, el que medita descubre que esconden una historia. Las botas hablan de la siembra y la cosecha, de la espera y el fruto, de lo incipiente y la plenitud. Meditar es pensar poéticamente, trágicamente.

La meditación se parece a la búsqueda espiritual de los místicos. Santa Teresa de Jesús deambula por las moradas de un castillo interior. San Juan de la Cruz peregrina hacia el Monte Carmelo, huyendo de la noche oscura. Ambos desean ver “con los ojos del alma”. Ambos “pierden el tiempo”, pues saben que ese aparente abandono es el preámbulo de una verdad inasequible a la razón. Su intención es trascender la rueda del tiempo cotidiano, impulsada por la impaciencia, la futilidad y lo efímero. Su hambre de eternidad nace del silencio, de la escucha, de la soledad. Como advierte Santa Teresa en El Libro de la Vida, “ya se ve que, si el pozo no mana, que nosotros no podemos poner el agua. Verdad es que no hemos de estar descuidados, para que, cuando la haya, sacarla”. ¿Existe algún lugar donde el agua mane en abundancia, reconfortando al alma con su frescor? Pablo d’Ors responde que en “el desierto”. Solo la experiencia del desierto hace posible que escuchemos “lo que el desierto quiere decirnos a nuestro pesar”. Edmond Jabès opina algo semejante: “Toda claridad nos viene del desierto. […] Del alma, el desierto es el despertar”. El desierto se parece a la estepa castellana. En mi caso, es mi paisaje cotidiano. De joven, casi niño, no entendía que los poetas se emocionaran con los campos de Castilla. No advertía nada poético en esas llanuras infinitas, que contemplaba mientras viajaba en coche o tren hacia tierras de Levante. Verano tras el verano, el paisaje siempre era el mismo: campos roturados por la siembra, que enseñaban sus entrañas esponjosas; matas y jaras que manchaban de verde y amarillo lomas y cerros; rebaños de ovejas con pastores protegiéndose del calor con sombreros de paja; hileras de árboles delatando la presencia de un arroyo. Y, de vez en cuando, un pueblecito, con sus casas bajas, sus mujeres enlutadas, sus perros famélicos y su espadaña, una torre que sobresalía entre los tejados como el ciprés de un cementerio.

En los años sesenta, los viajes se hacían interminables. En muchos tramos, las carreteras ni siquiera se hallaban asfaltadas y los coches circulaban lentamente, levantando nubes de polvo. Era inevitable pensar en las diligencias, con sus balanceos de animal viejo y enfermo. La sensación de fatiga y de relativa inmovilidad se convertía en júbilo cuando el mar revelaba su cercanía, con su olor a brisa y salitre. El corazón se agitaba al sentir la inminencia de algo grandioso. A veces se escuchaban las olas, rompiendo detrás unos pinos jóvenes, que sombreaban una tierra tan árida como Castilla, pero con el mar lamiendo sus bordes. Cuando por fin surgían las gaviotas y sus pequeños barcos de vela, sentía que dejaba atrás un sombrío páramo para adentrarme en la palpitante claridad del Mediterráneo, con sus olas suaves y sus playas blancas. Ahora pienso que la estepa y el mar no son tan diferentes. Los dos se caracterizan por la luz, el espacio, el vacío. De hecho, los campos de trigo y cebada se bañan en el mismo sol fenicio. En esa quietud, manda el silencio, que nos conmina a observar la vida y a mirar más allá de la vida. Esa mirada nos descentra, nos hace diferentes. Escribe Jabès: “En el desierto uno se vuelve otro”. La meditación nos enseña a salir de uno mismo, a amar el silencio, a no temer la soledad, a coexistir con el dolor, a lidiar con la disonancia y el vértigo, a bajar hasta lo más hondo. Algunos se topan con Dios; otros, se reconcilian con la finitud. Meditar es anticipar la nada o la eternidad. Sea como sea, merece la pena un viaje para el que no hacen falta alforjas, sino afán de aventura y humildad.

jueves, 6 de diciembre de 2018

Teatro en el aula


Cuelgan del techo citas de Aristóteles, Rousseau, Ortega y Gasset... Es el aula de filosofía. Sartre y Nietzsche miran hacia las ventanas con un puro en la boca. Unas máscaras de cartón, en las estanterías, atestiguan que en las aulas todo es histrión, todo es comedia y representación teatral. 
El público (primero de bachillerato) es espontáneo y sincero: alborota o se duerme cuando el espectáculo es tedioso; escucha y participa cuando la obra interesa. Una diferencia importante respecto al público teatral es que los alumnos asisten a seis representaciones diarias y están obligados a no abandonar sus localidades, por muy malos que sean los actores o por muy pobre que sea la obra.
Los argumentos no los eligen las compañías de cómicos, vienen dictadas por los empresarios. No es plato de buen gusto representar a Ionesco si tu formación es la de un actor de teatro clásico. Tampoco es muy conveniente representar más de cuatro obras al día, pero los empresarios teatrales no tienen en cuenta las dificultades de enfrentarse a un público difícil y de duro criterio. A nuestro empresario teatral (como a todos los empresarios) solo le preocupa el dinero. Si se solicitan más actores o más medios, se suelen negar por motivos pecuniarios.   
El oficio de actor pedagógico no está mal pagado, pero son muy pocos los que aprecian la labor de un buen histrión. A muy pocos les interesa realmente el teatro. Se habla de él y de sus representantes a la ligera, con juicios peregrinos emitidos desde el desconocimiento, como se sentencia en la actualidad sobre cualquier otro gremio con trascendencia social.
Es el aula de filosofía, pero podría ser cualquier otra. El público sale alterado por la incomodidad de las butacas, por la sexta representación del día y por el examen que les he clavado. Solo quería comprobar si siguen al actor con atención. Ellos se lo han tomado muy a pecho. Espero que hayan reconocido a Sófocles, un maestro de la tragedia.  

lunes, 3 de diciembre de 2018

"¿Invisibiliza nuestra lengua a la mujer?" por Álex Grijelmo


Una corriente feminista muy presente en los medios asegura que la mujer se siente excluida del llamado “masculino genérico”. Algunas de sus promotoras (sociólogas, juristas…, raramente las filólogas) consideran machista este rasgo de la lengua española y propugnan que en una artificial “lengua cultivada”, certera denominación de Juan Carlos Moreno Cabrera (Diversidad lingüística y diversidad cultural, 2011), se pronuncien duplicaciones como “ciudadanos y ciudadanas”, “españoles y españolas”, “todos y todas”, a fin de evitar la “invisibilidad” de la mujer.

Para aportar nuevas reflexiones sobre este asunto, con otro punto de vista, partiremos de la diferencia entre “significado” y “significante”.

Lo mismo sucede con expresiones como “Estatuto de los Trabajadores” o “Congreso de los Diputados”. Los significantes femeninos “trabajadoras” y “diputadas” no se hallan presentes ahí, pero sí se activan sus significados. Porque, igual que al oír “casa” pensamos en ventanas, conocemos que la legislación laboral afecta del mismo modo a las trabajadoras y que en los escaños se sientan también las diputadas, aunque ni unas ni otras se mencionen. Los contextos compartidos completan, pues, los significados. El significante “casa” (es decir, la palabra “casa” pronunciada o escrita) nos hace pensar en la imagen (el significado) de un edificio con puertas y ventanas, tal vez también con chimenea. Al pronunciarse el significante “casa” no se expresan los significantes “ventana”, “puerta” y “chimenea”; sin embargo, todos los conceptos que ellos representan vienen a nuestra mente en el significado cuando oímos o leemos la palabra “casa”. La ideación activada por el significante “casa” incluye esos elementos porque están en nuestra memoria de una casa. Por tanto, el significante “casa” son unas letras o unos sonidos. Y el significado, la idea que tenemos de una casa. Las ventanas y la puerta no están en el significante, pero sí en el significado.

Por todo ello, como explican las investigadoras feministas en el uso del lenguaje Aguasvivas Catalá y Enriqueta García Pascual (Ideología sexista y lenguaje,1995), no hay que confundir ausencia con invisibilidad. Es decir, no se debe confundir “ausencia del género femenino” en el significante con “invisibilidad de las mujeres” en el significado.

Así pues, al analizar el significado de una palabra conviene observar a la vez su sentido (entendemos aquí el sentido como “el significado más el contexto”). Veamos. La palabra “copa” se vincula a bote pronto en una conversación familiar con un recipiente de cristal; pero con un trofeo en la conversación entre futbolistas, o con la parte superior de un árbol si habla un grupo de ingenieros forestales. El contexto de cada caso influye en el sentido que activa el significante en nuestra mente.

El sistema lingüístico del español acoge fenómenos similares en algunos otros supuestos. Por ejemplo, cuando el singular representa al plural del mismo modo que el masculino representa al femenino. Si hablamos de que “este año se ha adelantado la caída de la hoja”, el significante “la hoja” se expresa en singular, pero la representación mental nos hace imaginar una pluralidad de hojas. Lo mismo sucedería con una oración como “tiene mucha afición al naipe” (ante la cual nadie imagina que se experimente tal inclinación por una sola carta).

Estamos aquí ante lo que los filólogos llaman “automerónimos”. Victoria Escandell, una de los grandes especialistas españoles en pragmática (el estudio del sentido más allá de los significados exactos), compara el caso del genérico masculino con ejemplos como “noche” y “día” (Reflexiones sobre el género como categoría gramatical, 2018). Cuando decimos que alguien “tardó tres días en llegar”, en ese periodo se sucedieron la noche y el día durante tres fechas. El término “noches” no ha figurado en el significante, “días”, pero esa idea no está ausente de lo que se entiende al oír “tres días”. Así pues, “día” engloba “noche” y “día”, del mismo modo que “los trabajadores de la empresa” engloba a los trabajadores y a las trabajadoras. En todos estos casos, una palabra puede abarcar a su opuesta conjuntamente o sólo a sí misma por separado. El contexto lo descifra con facilidad.

El dominio social masculino

Quienes entienden que el masculino genérico “invisibiliza” a las mujeres ponen en juego factores emocionales legítimos, basados en una realidad injusta, y proyectan sobre la lengua algunos problemas y discriminaciones que se dan en ámbitos ajenos a ella. De ese modo el dominio masculino en la sociedad se presenta como origen del predominio masculino en los géneros gramaticales.

Esa relación de causa-efecto (es decir, que el dominio social masculino provocó el masculino genérico) puede parecerse a la teoría de los dos relojes formulada hace siglos (con otro propósito) por el holandés Arnold Geulincx: Dos relojes de pared marchan perfectamente. Uno marca la hora y el otro da las campanadas, de modo que si miramos al uno y oímos al de al lado podría pensarse que el primero hace sonar al segundo.Se trata de una traslación fácil, que parece de cajón. Sin embargo, nos hallamos ante “una hipótesis científicamente indemostrable” (María Márquez Guerrero, Bases epistemológicas del debate sobre el sexismo lingüístico, 2016), aunque la veamos como probable con nuestros ojos de hoy. Pero, repetida tantas veces sin discusión, hasta se hace difícil contradecirla, por la influyente presión general y porque quienes la sostienen están defendiendo una lucha justa.

Dicho de un modo más rural: sabemos que el canto de los gallos no hace que salga el sol.

Si el dominio del sexo masculino en la sociedad fuera la causa inequívoca del predominio del género masculino en la lengua, eso habría de ejecutarse en todo tipo de condiciones, del mismo modo que dos y dos son cuatro en cualquier clase de problema.

Todos podemos observar, sin embargo, que con una misma lengua se dan sociedades machistas y sociedades más próximas a la igualdad. Unos idiomas tan extendidos como el español o el inglés ofrecen muchas posibilidades al respecto.

Por otro lado, si se cumpliera esa relación entre el predominio social masculino y el uso del genérico masculino en el idioma, las sociedades que hablan lenguas “inclusivas” deberían ser menos machistas. Por ejemplo, el idioma magiar no tiene género, de lo cual debería deducirse que la sociedad húngara es más igualitaria que la sociedad española. Y lo mismo sucede con el turco, un idioma con escasísimas palabras dotadas de género. Y con el farsi (o persa), la lengua que se habla en Irán. Si la sociedad iraní no ha dado lugar a un idioma de predominio masculino, eso habría de estar relacionado con la supuesta realidad de una sociedad menos masculina que la española.

Y otro tanto pasa con el quechua, empleado por una sociedad que fue poligámica y donde funcionaban los harenes (Araceli López Serena. Usos lingüísticos sexistas y medios de comunicación).

También se hablan en el mundo algunas lenguas que tienen el femenino como genérico (varias caribeñas, entre ellas el guajiro; además del koyra en Malí y el afaro en Etiopía), y no se corresponden precisamente con sociedades ni igualitarias ni matriarcales. Por ejemplo, el zaise o zayse es hablado por 30.000 etíopes que forman una “marcada organización social patriarcal” (Bárbara Marqueta, ‘El concepto de género en la teoría lingüística’; en la obra colectiva Algunas formas de violencia. Mujer, conflicto y género, 2016).

Sin embargo, otras lenguas con femenino genérico, como el mohawk o mohaqués (ahora 3.000 hablantes en EE UU y Canadá), sí se dieron en sociedades con notables rasgos matriarcales.

Dos tipos de dobletes

Asimismo, si el supuesto dominio masculino del idioma español hubiera respondido a un impulso machista o patriarcal, este habría dominado todos los aspectos de la lengua, y no solamente algunos. El mismo sistema que no activó durante siglos “juez” y “jueza”, ni “corresponsal” y “corresponsala”, ni “criminal” y “criminala” o “mártir” y “mártira” sí permite “bailarín” y “bailarina” o “benjamín” y “benjamina”.

Y en efecto, el genérico “niños” engloba a niños y niñas; pero el masculino “yernos” no engloba a las nueras; ni “curas” engloba a las monjas. No podemos decir “mañana vienen mis yernos” si en el grupo hay nueras. Eso sí sería lenguaje no inclusivo. Y habría de afirmarse por tanto “mañana vienen mis yernos y mis nueras”; del mismo modo, una reunión de curas y monjas no se puede definir como “una reunión de curas”. Ni una asamblea de hombres y mujeres como “asamblea de hombres”.

Si hubiera existido algún día esa directriz machista original y duradera, el mismo masculino que se impone en los dobletes morfológicos (es decir, “los niños” para nombrar a “niños” y “niñas”) se habría impuesto también al femenino en todos los dobletes que no son de carácter morfológico sino léxico (“toro / vaca”, “jinete / amazona”, “dama / caballero”, “marido / esposa”…).

Asimismo, esas teorías que aquí cuestionamos deberían considerar más igualitario el laísmo castellano (con su desdoblamiento “la dije” a ella / “le dije” a él) que el uso general en español (“le dije” tanto para ella como para él). Sin embargo, ese laísmo igualitario sería rechazado seguramente por la mayoría de las hablantes. Eso no sucede, como señala Victoria Escandell, cuando la referencia a varones o mujeres, o machos y hembras, está lexicalizada. Así pues, añade, la oposición masculino-femenino se neutraliza en unos casos, pero no en otros.

De todos estos ejemplos se puede deducir, si así se desea, que no existe una relación comprobada de causa-efecto entre la sociedad y la lengua en cuanto al dominio masculino.

Plantear esa relación como si fuera cierta y tenaz equivale a ver el problema en un plano (la desigualdad real) y poner la solución en otro (la gramática).

Hipótesis inversa (falsa)

Es cierto que la mujer sufre una discriminación insoportable, y eso dispara los juicios y los prejuicios contra el genérico masculino una vez que éste ha sido erigido como símbolo de la dominación del varón. Lo curioso es que si la sociedad discriminara al hombre (lo cual planteamos solamente a efectos dialécticos, pues sabemos que no sucede así) unas hipotéticas (y absurdas) organizaciones masculinistas tendrían también argumentos (o falacias) para culpar al lenguaje. Es decir, podrían plantear sus propios relojes de Geulincx.

Esa visión igualmente desenfocada (aunque en distinto grado) daría lugar a hipotéticas razones como éstas (que serían en realidad unas cuantas sinrazones):

1. La circunstancia de que un mismo significante sirva para el genérico masculino y también para el masculino específico (del mismo modo que el significante “día” abarca el significado del día y de la noche) priva a los hombres de un género propio e individualizado como sí tienen las mujeres. Los hombres deben compartir su género, pero las mujeres no.

Veamos este ejemplo que recogen las mencionadas Catalá y García Pascual,según el cual John Major era (en un texto tomado de EL PAÍS del 15 de diciembre de 1990) “el primer representante varón del Reino Unido en una cumbre comunitaria desde hace 11 años”.

El término “varón” hace falta ahí porque el masculino no se basta a sí mismo para identificar a un hombre si el contexto implica que se incluye a mujeres (como sucedía claramente en ese caso, pues en aquellas fechas era de general conocimiento que Margaret Thatcher había precedido a Major).

Si en esa noticia se suprimiera el término “varón”, Major quedaría como “el primer representante del Reino Unido en una cumbre comunitaria desde hace 11 años”, lo que resultaría falso (pues no era la primera vez que el Reino Unido estaba representado ahí). Así pues, la necesidad de añadir “varón” demuestra que el genérico masculino incluye objetivamente a las mujeres.

2. Por otro lado, el genérico masculino excluye supuestamente a las mujeres de las acciones meliorativas (aquellas en las que se suele pretender la visibilidad), pero también de las peyorativas: Veamos esta afirmación: “Han entrado unos ladrones y se lo llevaron todo”. Siguiendo las teorías de una parte del feminismo, con esa afirmación se excluye la posibilidad de unas ladronas; a pesar de que se desconoce la autoría del latrocinio. Un sistema lingüístico construido para beneficiar a los hombres habría impedido eso. Y en una hipotética situación de inferioridad social masculina, esta circunstancia gramatical habría podido usarse para reforzar (absurdamente) sus reivindicaciones.

El contexto cambia el significado

En cualquier caso, en el debate sobre lenguaje inclusivo se suelen analizar las palabras aisladas, como en un laboratorio. Y el lenguaje sólo se entiende en su uso, en su aplicación concreta.

Como hemos visto, ante la palabra “casa” construimos nuestro significado a partir del contexto que conocemos (y por eso imaginamos las ventanas). El contexto, en efecto, rige el sentido de lo que expresamos.

Imagine usted, atento lector o atenta lectora, que lee esta oración:

“Hernández es representante de España en la ONU y una estrella de la diplomacia”.

¿Ha pensado usted en un hombre o en una mujer? Seguramente en un hombre, porque eso es lo que proyecta el contexto compartido. Pero no hay ninguna marca de género masculino en esa oración (al contrario, se cuentan más palabras en femenino). Si su conocimiento de la realidad le permitiese saber que “Hernández” es una mujer, pese al predominio de diplomáticos varones, la interpretación habría sido la contraria incluso con esa misma frase.

Entonces, podemos pensar si no será mejor actuar sobre la realidad que sobre el lenguaje. Cuando la realidad cambie, el contexto alterará el significado de las palabras sin necesidad de alterar su significante, del mismo modo que el término “coche” mantiene sus letras pero ha cambiado con el tiempo la representación mental que provoca (desde los coches tirados por la potencia de los caballos a los caballos de potencia que tiran ahora de los coches).

Por todo ello, al observar el supuesto machismo del lenguaje no se pueden analizar los significantes y los significados en ausencia del contexto que les aporta el sentido.

Pero ante este problema también compartimos la propuesta que formulan las ya mencionadas Catalá y García Pascual: Que las mujeres se apropien de los genéricos, en vez de excluirse de ellos.

Hay precedentes. Por ejemplo, una mujer puede recibir un “homenaje” porque las mujeres se han apropiado de esa palabra de forma que ya nadie recuerda que dentro de tal vocablo se encuentra la raíz home (“hombre”, en el occitano de origen). Del mismo modo, las mujeres tienen “patrimonio” y “patria potestad”; porque a lo largo de los años se han apropiado de esos términos de raíz masculina (pater) en vez de sentirse excluidas de ellos; como han hecho a su vez los homosexuales varones con la palabra “matrimonio” (de mater), de la que también se han apropiado venturosamente.

Si dijésemos (tomo un ejemplo que aporta Escandell) “Margarita ganó la plaza de catedrática”, eso implicaría que sólo podían presentarse mujeres. Pero si Margarita gana la plaza de catedrático, en ese momento invade felizmente el ámbito del genérico masculino. Se apropia de él.

Si las mujeres se adueñan de los genéricos “trabajadores” o “mineros”, o “policías”, o de “la diplomacia”, porque el contexto activa tal ideación, se estarán apropiando de los significados y del sentido del discurso, para dejar a los significantes en su papel residual de simples “accidentes gramaticales” (María Ángeles Calero, Sexismo lingüístico, 1999), portadores de conceptos que van cambiando sin alterar la palabra que los nombra.

Todo eso no impide (y la lengua lo permite) que se usen fórmulas como “señoras y señores”, “amigos y amigas” si así lo desea quien habla. Ya estaban en el Mio Cid (siglo XII): “Exien lo ver mugieres e varones, burgeses e burgesas por las finiestras son”.

Una moderada duplicación —sobre todo en la “lengua cultivada”, en la actuación lingüística concreta— servirá legítimamente hoy como símbolo de que se comparte esa lucha por la igualdad; siempre que esto no implique considerar machista a quien use el genérico masculino por creerlo igualmente inclusivo.

Tampoco está de más evitar masculinos “genéricos abusivos” (en expresión de María Márquez) y decir “la persona” en vez de “el hombre”, o huir de usos asimétricos como “mi señora” o “mi parienta” (puesto que no se emplean “mi señor” ni “mi pariente”); o evitar el elogio de llamar “machada” a una hazaña deportiva, entre otros consejos válidos que suelen partir de filólogas feministas.

Con este mismo sistema de lengua (el sistema es una cosa y los usos son otra) se puede construir una sociedad más justa si nos aplicamos a ello, si desterramos la violencia machista, la brecha salarial o la publicidad sexista, si aplicamos una enseñanza igualitaria o si corregimos el tratamiento de la mujer en los videojuegos, entre otros muchos asuntos.

Cuando todos esos problemas estén resueltos (ojalá pronto) y la igualdad sea completa, el género gramatical perderá seguramente toda la trascendencia que ahora se le otorga. La realidad habrá cambiado los contextos; los contextos habrán transformado el sentido, y los genéricos masculinos se convertirán en una mera convención porque habrán sido asaltados por las mujeres, como ya ocurrió con “homenaje” o “patrimonio”.

Cuando ese momento llegue, quizás a nadie le importe ya la gramática. Pero mientras tanto, es entendible que el genérico masculino siga pagando los platos rotos.

sábado, 1 de diciembre de 2018

Idiocia colectiva



La idiocia es una deficiencia mental adquirida en la niñez y generalmente de origen congénito. Siempre ha existido una idiocia colectiva, una idiocia contraída por contagio social más que por herencia. Arrastra a una comunidad a comportarse como un ente ciego, sin raciocinio. La idiocia colectiva es capaz de aupar al poder a un imbécil, a un inepto y hasta a un psicópata para que rija los destinos de la sociedad. En el siglo XXI, con el acceso fácil a la información y a la cultura, esta idiocia colectiva se tendría que haber atenuado, pero no. La idiocia colectiva sigue vigorosa. Ha llevado a muchos de sus campeones a gobernar países poderosos: Trump, Putin, Bolsonaro, Salvini... Personas que deberían ser tratadas de su dolencia firman tratados y manejan armamento. 
Si bajamos a nuestra cotidianidad, comprobamos que la idiocia colectiva ha aupado a necios declarados en medios de comunicación, cargos empresariales, dirección de hospitales, rectoría de las universidades, en la cabeza de los partidos políticos, en los órganos de decisión de los institutos de enseñanza, de las guarderías, de los clubes deportivos... Es espeluznante ver a los incapaces mentales, a los menguados en cargos de gobierno, enredados en el complejísimo arte de organizar una colectividad. Y lo mejor es que los hemos elegido nosotros, víctimas de una idiocia contagiosa que nos hace votar como si no rigiera la razón en nuestros actos, sino el interés particular, la insania y la irresponsabilidad. 
En nuestros casos domésticos, esta nueva idiocia colectiva se agrava con nuestra atávica propensión a la envidia y a la soberbia. Nos molesta ver a un sabio, a una persona trabajadora, a una mujer competente, a un hombre honesto, dirigirnos, porque nos resulta más complicado criticarlos o arremeter contra ellos. Porque comprobamos, angustiados, que nosotros no podríamos hacerlo mejor. Nos puede la perversión de elegir a un incompetente, a un necio, a un menguado, a un gandul, para tener la sensación malsana de que su papel lo podría hacer uno mucho mejor. Para regodearnos en el barro de su fracaso, que aunque también es el nuestro, sobre todo es el suyo. 
Todo comienza cuando al lelo o al gamberro lo elegimos delegado de clase, para reírnos de él o para provocar conflictos innecesarios (ellos tienen perdón, están sin cultivar). El problema es que el personal de presunta "alta cualificación" es tan propenso a la idiocia colectiva como los infantes. La ética se pierde por los agujeros de los bolsillos (apolillados por los intereses) y la razón se abandona en pro del espectáculo del lelo gobernando asuntos que maneja con dificultad el sabio. Qué eufónica palabra, idiocia, y qué peligrosa.