La literatura, perdón, escribir, me salva de muchas calamidades. Por ejemplo, de sentirme aislado en el mundo o de sentirme demasiado acompañado. Me sirve para desalojar los gusanos que me destrozan; o para conectar con gente limpia o no tan limpia; o para entretenerme, para ocupar tanto tiempo vacío; o para no sentirme yo mismo o para tentarme real o para desmarcarme de la realidad o para no tirarme por la ventana o para calmar vanidades o para acrecentarlas o para despotricar de los que me rodean o para amarlos o para adorarme a mí mismo o para odiarme o para no llorar o para martirizarme o para curarme o para sosegarme o para enervarme o para desencajar las angustias de sus goznes o para ordenar el mundo o para descalabrarlo... Escribir es un hábito pernicioso, un hábito maravilloso, una costumbre narcisista, un vínculo social, una llama apagada, un venero seco, un oxímoron. Y después de tantas contradicciones y tantas chorradas, afirmo que escribir es para mí, ahora mismo, la mitad de mi vida. La otra ronda otras latitudes, otros páramos, otras dimensiones.
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