Hoy cumple 57 años Galatea, sí, 57. No puedo regalarle otra cosa que mi tristeza, mi nostalgia. La añoro como nunca creí que podría extrañar a nadie, con la espalda rota de arrastrarla conmigo, con los ojos arrasados por no poder verla, con la piel cuarteada por un envejecimiento prematuro de toda mi alma. Hoy cumple 57 años y yo me refugio, como hago desde que se fue, en los más hondos recovecos de la pena. Las voces se han acallado, las calles están vacías, los montes se deshojaron, mi capacidad de enredar con las palabras se perdió el día que la despedí, agarrada a mi mano, el último asidero que la sujetaba a la vida. No quería irse, no quería. Deseaba más que nadie cumplir 57 años y no pudo, la terrible enfermedad le usurpó la esperanza sencilla de vivir una madurez tranquila, rodeada de bosques y estrellas. No pudo. Un tremendo dolor, ese es mi regalo de cumpleaños, un tremendo dolor que, desde la soledad más absoluta, me desata en lágrimas, en lamentos incontenibles.
Galatea sigue creciendo, resuelta en hojas verdes, sigue creciendo, alimentando mi pena. La contemplo, hablo con ella, espero que algún día se transforme en lo que era. Esperanza baldía, literaria, nada más que literaria. Ya no puedo hablar de felicidad, no puedo desear feliz cumpleaños a nadie, solo a mi sombra, a su sombra, a su recuerdo, a su ausencia, a su no ser, a su transparencia, a su intangibilidad, al viento que me trae aromas de su cuerpo, a la maldita imaginación que me la devuelve en sueños casi corpórea. Aunque no seas, yo te sigo viendo crecer. Oigo a Chet Baker y el poder de la música me devuelve tu imagen, tu vitalidad, tu firme y amorosa manera de mirarme. Te fuiste, pero no te vas a ir nunca.
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