Cuando Acis y Galatea se fueron a vivir juntos, el mundo parecía bien hecho. Mientras Galatea pastoreaba a los muchachos de Primaria, Acis preparaba la comida, leía poemas de Miguel D´Ors, libros de caballerías y comedias de Lope. Además, criaron gatos, muchos gatos, y vivieron junto a un mercado, sobre un antiguo cementerio, donde las acacias y las plantas de marihuana crecían alimentadas por el vigor de los muertos. La vida era fácil, se disolvía entre burbujas al echarla al agua, los cajeros escupían dinero suficiente y la juventud vibraba en la casa de maestros, con estufa de leña y rosales de dos metros.
Galatea gozaba con su oficio y empezaba a pensar que estaba tocada por la vocación. Los compañeros y los chicos también lo creían, hasta el bedel hablaba maravillas de la firme dulzura de la nueva maestra. Para celebrarlo, Acis y Galatea gastaron todos sus ahorros en recorrer el mundo, primero Sudamérica (Brasil, México, Colombia, Cuba), luego las Españas y después el destino preferido de Galatea, Roma. En Roma, la maestra fue tan feliz que se estremecía y lloraba admirando el foro y el arco de Trajano y el Panteón y el Trastévere y el Tíber y la perspectiva de la plaza Navona, que atisbaban desde la cama.
Por aquel tiempo ya había nacido la hija de Acis y Galatea, sonrosada, calva y con los mofletes de los querubines. Es verdad que en los libros de pastores no se menciona a los hijos de los amantes, pero en este el autor no lo ha podido evitar. Porque Galatea se volcó amorosa y firme a la educación de la muchacha y era de razón que apareciera en este capítulo.
El teatro era una de las aficiones preferidas de los dos pastores. Acudían a Almagro en julio con especial puntualidad para recrearse con lo mejor de Lope y para cocerse con lo peor de la canícula manchega. Galatea se veía transmutada en todas esas actrices que representaban a Nise, a Finea, a Dorotea, a Aurora, a Marcela y sobre todo a Laurencia, la heroína rebelde de Fuenteovejuna, de fuerte carácter y convicciones claras.
Los años y los cursos fueron deshaciéndose. Acis y Galatea descubrieron las montañas y se volvieron eremitas. Buscaban los Pirineos en cuanto el mundo se abría y recorrieron las sendas, los apriscos y las veredas en la frontera con Francia. Se acurrucaban en los bares de Villanúa cuando el cierzo soplaba recio. Allá, allá arriba, bien alto, seguía comprobando Galatea que el mundo seguía bien hecho, que todo era armonía, que el viento movía los abetos y que la Naturaleza siempre ofrece el abrazo más largo. También lloraba cuando abandonaban las montañas. Una sensación de pérdida amarga quedaba en las papilas de los dos.
Cuando fueran libres y el trabajo ya no les sujetara al páramo, buscarían los Pirineos para abandonarse entre los árboles y las grutas de las brujas.
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