¿Quién, cuando ha viajado y ha llegado de noche a un lugar desconocido, no ha tenido la sensación de desasosiego, de intranquilidad, de desorientación? Yo creo que nadie, salvo algún iluminado, se siente seguro ante un paisaje nocturno totalmente nuevo. Lo curioso es que cuando amanece en Nápoles y bajamos a la calle, la sensación sigue siendo la misma que por la noche. Nuestra acomodada posición de burgueses hace que nos acongoje esta ciudad caótica, sin control, de tráfico desmesurado, anárquica, insegura. La sensación es similar a la que producen las películas de Haneke. La basura sigue desparramada por las calles; los adoquines, dispuestos en marejada, cimbrean los autos que navegan sin concierto en un mar descabalado; Dante sigue allí, en lo alto del pedestal, como un guardia urbano al que nadie atiende. En unos soportales se alinean mantas y cartones de indigentes, mientras unos hombres con chalecos reflectantes y mangueras intentan echarles a golpe de agua. El pescado se expone en plena calle, sin miedo de que salten al proceloso mar que los rodea. Cruzar la calle es un ejercicio de riesgo extremo, aquí querría yo ver a los que se lanzan con parapente o alardean de tirarse por un puente atados a una goma.
El caos llega también a las plataformas digitales con las que tenemos que sacar los billetes de tren para ir a Pompeya. Tras varias tentativas conseguimos entrar en uno. Como todo por aquí, atestado de gente. De entre los rostros que pueblan el vagón, destaca el de una muchacha de pelo negrísimo y ojos de un verde eléctrico. Un rostro italiano, displicente, desafiante, de una belleza sobrecogedora. Su ademán de diosa clásica me atemoriza. Está de pie, con el brazo levantado, agarrada a la barra horizontal no para evitar la caída, sino para imponer su dominio. Quiero creer que esto es Nápoles, Italia: dentro de un tren sucio, destartalado, pintarrajeado, a punto de descarrilar, se esconde la más alta expresión de lo estético.
Llegamos a Pompeya, qué os voy a contar de este lugar, nada, porque no os voy a decir nada nuevo. Esto, mejor lo consultáis en algún manual de historia o de viajes. A nosotros nos ilustra un historiador entusiasmado y eso le da un interés suplementario a los falos, a los lupanares, a las calzadas, a los mosaicos, a las mansiones, a los cadáveres detenidos en el tiempo, a los grafitis, a las barras de bar romanas, al abrumador encanto de una arqueología viva.
Contemplamos la tarde en Sorrento, lugar de veraneo, tan diferente a Nápoles que aquí se puede uno dar el lujo de dejar la bicicleta en la calle sin candado. Avenidas limpias, de comercios asépticos, hoteles de lujo, paraíso burgués en el que no nos importaría recalar un día más, aunque, en el fondo, echamos de menos ya el caos de Nápoles, hasta a sus ratas extrañamos. Están una a cada lado de la bahía, sin embargo parece que se trate de países diferentes. Como si hubiéramos visitado Saint Tropez y Calcuta en 24 horas.
De regreso en Nápoles nos espera un paseo nocturno por el casco viejo y una pizza de crema de pistacho. Esta ciudad sobrecoge, desarma. Solo llevamos aquí día y medio, pero algo distinto a cualquier ciudad que yo haya visitado se propone aquí. Un cartón con la imagen de Maradona a tamaño natural junto a una torre romana con columnas plagadas de grafiti es una buena muestra de los contrastes que nos asaltan en cada vuelta de esquina. La majestuosidad de sus edificios, sólidos y enormes, bellos, está arañada, rasgada por una decadencia que hubiera encantado a Valle-Inclán y a los poetas modernistas. Futbolistas y libros, motorinos y basílicas, ratas y pizzas, miedo y entusiasmo... Todo en un sorbo, como un tonificante y agresivo trago de grappa dorada.
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