Dado que últimamente las redes son propicias a los críticos de cine prêt a porter, voy a animarme. Hay que agradecer a Castilla La Mancha Televisión la oportunidad de poder disfrutar lo mejor del cine español del siglo XX. La semana pasada, a pesar de los compromisos, estuve viendo Los chicos del PREU, un paradigma olvidado del neorrealismo español de los años 60. Nada que envidiar a Ladrón de bicicletas o a Roma, ciudad abierta, en absoluto, no pongamos palos en las ruedas a nuestra excelencia cinematográfica. En Los chicos del PREU se retrata a una juventud sana, guapetona, bien vestida, limpia, nada que ver con las fotos de la misma época de Cristina García Rodero (a saber dónde fue para sacarlas). Los chicos preuniversitarios de los sesenta estaban ya bien granados, posiblemente por haber repetido una y otra vez, vestían como los Hombres G, no se masturbaban (ni siquiera hablaban de ello) y cuando se besaban no se comían la boca, como mucho se acercaban los labios bien apretados. Era gente de familia bien, alguno de ellos incluso hijo de un catedrático, que, con toda decencia, suspende a su vástago y luego lo abraza. Perdonad que me quedara con poca cosa más de la película, pero es que me estaba friendo un huevo y la última vez que lo hice el aceite hirviendo me abrasó el dedo. Fue un episodio que ya conté por estos lares, pero bueno, a lo que íbamos, a la crítica sesuda de la película. Es un retrato fiel de la juventud (más o menos) española de los sesenta: próspera, culta, libre y grande. Creo que una de las chicas se queda ciega o algo así, no sé. También hay que reivindicar que Karina era nuestra Anna Magnani y Emilio Gutiérrez Caba nuestro Vittorio Gassman. Después volví a ver Amor de Haneke, vaya cuerpo se me puso. Sí, son como razas de cineastas diferentes. Se me ha olvidado citar a directores desconocidos y a películas de Irán, que siempre quedan bien en una crítica, pero ya lo haré en otra ocasión, os lo prometo.
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