Nunca había asistido al encendido de las luces de Navidad en una ciudad. Ha sido una experiencia casi religiosa, emocionante, subyugante, abrumadora. He visto cosas que jamás imaginaríais, como diría un replicante cualquiera. He visto la noche convertirse en día, he visto ríos de gente extasiada por la emoción de las luminarias, he visto bailar la luz al son de la música, he visto a las tiendas de ropa engullir millares de seres humanos como si estuvieran ingresando en el paraíso, he visto robar carteras, caer babas, hincar rodillas, dejar caer móviles al suelo, miradas de LSD..., y, además, era Blas Fridéi, otra tradición milenaria que nos coloca en la vanguardia del capitalismo. Las gentes salían de las tiendas cargadas de bolsas de papel, de cajas de cartón, de satisfacción absoluta y de bolsillos vacíos. No veo mejor conjunción en los astros, ni mejor atracción para un viernes noche que asistir al encendido de luces de Navidad y a un Blas Fridéi. ¿Quién puede gozar de mayor felicidad, de mayor arrobo? Lástima que no fui capaz de encontrar al distribuidor del ácido lisérgico, solo al de cornezuelo.
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