Desde la ventana del hospital se ve una azotea donde los muchachos y muchachas juegan al pádel y se bañan en una piscina. Me siento como esos presos que contemplan ansiosos el transcurrir del mundo a través de las rejas, el tránsito de los coches, de las bicicletas, de los patinetes, el trino de un ruiseñor, el paseo de los hombres libres. La habitación se ha convertido en un zulo angustioso, como si me hubiera raptado un grupo terrorista y estuviera esperando el momento de la ejecución o anhelando la puesta en libertad. Ella ya no espera casi nada. La degradación a la que la está sometiendo la enfermedad no le deja respirar y le ha absorbido prácticamente todos sus ánimos y esperanzas. La única libertad es ahora la muerte, y eso no se termina de digerir bien. Recuerdo los consejos de Montaigne para aprender a morir y me parecen baldíos en su situación, porque es tanta la crueldad del cáncer y tanto el daño infligido que no hay forma de racionalizar este sufrimiento, porque está postrada en una cama, porque la adormece la morfina, porque cada día aparece una nueva tara que agrava su situación, porque los parches de la espalda señalan las llagas de su inmovilidad y de su desgracia. No, en este estado no se pueden seguir los consejos de Montaigne, ni los de nadie.
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