domingo, 14 de agosto de 2022

Berlín 2



He explicado tantas veces el concepto de “catarsis” en clase que lo había convertido en un tópico más. Hasta hoy, en Berlín, cuando he asistido a un concierto de música clásica en una iglesia protestante. Un grupo de cámara de la Orquesta de Berlín, realzado por una soprano, ha interpretado el Canon de Pachelbel y la Tocata y Fuga de Bach, entre otras piezas. Nunca la música me había producido una emoción tan intensa y abrumadora. He llorado más que un concursante de Masterchef y me he purificado anímicamente por un momento, me he limpiado, he aplacado gran parte del dolor que llevo arrastrando desde la detección de la enfermedad mortal de Eva. Explicaba a los alumnos que la catarsis es una especie de purificación espiritual que el espectador experimenta cuando se identifica con las emociones extremas que los actores o los músicos despliegan sobre el escenario. Nunca he sabido a ciencia cierta qué es la purificación espiritual. A partir de hoy sí lo puedo explicar con conocimiento de causa, aunque la palabra nunca consigue llegar al meollo de estas sensaciones. En cuanto los violines han empezado a soñar  y la voz de la soprano rubia ha comenzado poblar el aire caliente del recinto, todo se ha transformado, un torbellino imparable se ha apoderado de mí ánimo y las lágrimas han brotado como la lluvia de las nubes grises, como fuerza natural y necesaria. Un llanto copioso, espontáneo, automático, como el manantial que brota tras derretirse la nieve del invierno. Nunca había experimentado el llanto como un proceso necesario, como el agua que rebosa del aljibe colmado.

La noche anterior asistimos a un concierto de jazz, mucho más original que las piezas de música clásica que he escuchado hoy, sin embargo no experimenté la catarsis. Porque no es algo racional ni voluntario, es una emoción espontánea determinada por la naturaleza, por la animalidad y no por lo intelectual. La música, el teatro, cuando activan esos resortes anímicos tan frágiles, se convierten en traumatólogos, en médicos cirujanos, en sanadores profesionales. Bálsamo de los padecimientos anímicos, medicina de los melancólicos, árnica de los apesadumbrados. 

Ni siquiera el hecho de soliviantar a una espectadora vestida de negro al confundirla con una acomodadora, “Please, las toiletten?”, ha podido calmarme, ni sofocar los sollozos que me provocaban los gorgoritos de la soprano. Todo fluía, como se hinchan de aire mis pulmones, como bombea la sangre mi corazón, como la uretra me hincha la vejiga. Y tenía que ser en una iglesia donde yo comprendiera de veras el sentido de la catarsis, una fatalidad. Aunque en realidad, el altar presidido por un Cristo protestante, con cara de alelado y por un panal de vidrieras, la acercaba más al Guggenheim que a una catedral gótica. De todas formas, la arquitectura es lo de menos. Cuando la música se apodera de un espíritu dolorido, no hay otro sentido que se muestre activo que no sean el oído y la melancolía, esas puertas del delirio, de la catarsis. 

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