Solo cuando me he asomado a la cruel naturaleza del adolescente, en casos de acoso, racismo o clasismo, no he dudado de que es necesario luchar para modificar dichos comportamientos. Hay que educarlos para apartar de ellos la inercia que les lleva a humillar y vilipendiar al compañero débil, al extraño. Es una labor imprescindible para que avancemos como sociedad civilizada. Los comportamientos de los chicos de 12 a 16 años, en ocasiones, causan pavor cuando se ven de cerca, desde las tripas, en su desarrollo real, lejos de los adultos. He tenido la desgraciada oportunidad de asistir a casos crudelísimos de humillación y vejación del otro y he comprobado que la inconsciencia y capacidad para dañar de un chico de esta edad rebasa con creces cualquier previsión. Ha sido en esas ocasiones cuando he considerado más que necesaria la educación, la formación del espíritu crítico para que dejen de ser unidades gregarias que siguen, ciegas, el impulso de la violencia y de la masa. Un hombre, una mujer adultos, en teoría, deberían de haber limado esos comportamientos de grey agresiva, sin compasión, de instintos primarios. Solo con la educación podemos despojarnos de estos perniciosos hábitos inveterados. Por eso, la única certeza que tengo es esta: la educación sirve para afeitar nuestra pelambre más ancestral, la del troglodita que arroja una quijada a la cabeza de un congénere porque imita a otro que lo acaba de hacer. La educación es válida siempre que sirva para aprender a raparnos con autonomía y por propia iniciativa, con la conciencia de no criar piojos que puedan contaminar a la comunidad en la que convivimos.
jueves, 2 de junio de 2022
La educación como necesidad
Llevo más de veinte años en el intento de educar adolescentes. Muchas veces pienso que la labor es inútil, que el circo de la enseñanza institucional, la obligación de las aulas, los currículos y el rigor disciplinario no sirven de nada, solo para ahormarlos y adocenarlos. En otras ocasiones, cuando salgo de clase, contento por ver que la labor ha divertido o ha impresionado, tengo el pálpito de que nuestra acción es la única que puede sembrar en ellos un germen de rebeldía o de pasión por la belleza. La abulia y el entusiasmo son sensaciones que nos asaltan más de una vez en un solo día. Salgo de la clase de 3º convencido de que obligar a chicos de quince años a estudiar el Cantar de Mío Cid es tan absurdo como inconsecuente. Termino con 1º de bachillerato con la sorpresa de verlos entusiasmados ante un fragmento del Quijote. Y así andamos un día y otro, oscilando entre la desesperanza y la emoción inusitada.
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