Hoy hemos leído a Cernuda en un bar. Las voces de los alumnos rompían, con letanía cristalina, el murmullo de los almuerzos y el reguetón de fondo. Al principio, parecía imposible que nos entendiéramos, difícil poder extraer algún placer a ese sonsonete que los primeros lectores le dan a los versos. Pero, sí, he terminado por escuchar únicamente la voz temblorosa, avergonzada un poco, de los adolescentes, enhebrada y apurada por el bullicio de la calle. Es más, Cernuda, parecía más Cernuda, en su casa, en aquella que añoraba y repudiaba a la vez; entre sus hombres, a los que amaba y odiaba; rodeados del aroma del café, el coñac y la cazalla. Hoy hemos leído a Cernuda y, aunque creíamos que su palabra se perdería en las brumas del bar, se ha enganchado a las tazas, ha impregnado los licores y se ha ajustado a los hombros de los obreros como un mono antiguo, manchado por la desolación de la quimera.
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