Paseo por los pasillos del instituto. Las aulas tienen la puerta abierta y se oye a los chicos entonar una melodía con la flauta, responder a un profesor con nerviosismo, leer en voz alta un poema de Machado, hablar en inglés... Al volver la esquina, atruena la música bélica y una voz metálica nombra a Hitler y a Mussolini. Me cruzo a un chico enmascarado, como yo, que se apresura por ir al baño. Las voces chispean, lejanas e inocentes, ensayan para ser adultos, se preparan para ajustarse a los relojes. Esperan la siguiente clase y cuando empieza esta, la otra y así, las horas se van adueñando de sus pulsiones. Durante la infancia el tiempo no existe, se nos va grabando a fuego en cada uno de nuestros aprendizajes. Poco a poco, se nos adiestra para que pensemos en el futuro, para que seamos conscientes del tiempo, todo comienza a gobernarse con el imparable paso de las agujas o de los números digitales: a las 8:30, Lengua; a las 9:25, Inglés; a las 10:15, Historia; a las 11:10, recreo (media hora que pasa en cinco minutos); a las 12:40, Religión (¿Religión?, ¿por qué?); a las 12:35, Música; a las 13:30, Matemáticas (55 minutos que equivalen a 550). La mañana compartimentada, organizada, sin fisuras. Tediosa, interminable, sin resquicios para la anarquía, ni para la vida. Que la muerte del futuro lo gobierne todo, que la tiranía de los relojes ahogue la espontaneidad y la lujuria. Y la Religión, ¿por qué?
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