miércoles, 20 de julio de 2022

"Todas las vidas de Pessoa" por Antonio Muñoz Molina



Fernando Pessoa tenía una gran afición a los sellos de caucho, a los objetos diversos de papelería, a las máquinas de escribir, a los papeles de calco, a las tarjetas de visita, a las hojas con membrete de los negocios y las oficinas donde se ganaba la vida, nunca como empleado fijo, sino como colaborador eventual. Fernando Pessoa iba atareadamente de un lado a otro por las calles de la Baixa de Lisboa, y las que suben al Chiado o al Campo de Ourique, las que se extienden paralelas al río y a los muelles, el Cais do Sodré, el de Alcântara, ensimismado siempre, incluso cuando lo acompañaba algún amigo, llevando bajo el brazo su cartera muy gastada de cuero, en la que podía guardar de todo: cartas de negocios recién traducidas o borradores de poemas o de horóscopos, o de cartas al director para algún periódico de Lisboa o de Londres o Glasgow, que rara vez se publicaban, y que muchas veces él no enviaba, y ni siquiera llegaba a terminar.

En la cartera, bajo el brazo, sobre todo en los últimos años, Pessoa solía llevar también una botella mediana, y cada noche, antes de subir a su casa, pasaba por el ultramarino de la esquina y el tendero, que lo conocía bien, se la llenaba de coñac barato a granel, y sin que él lo pidiera le daba también un paquete de cigarrillos y un envoltorio con algo de queso y de pan. Unas veces el señor Pessoa, tan educado y amable, pagaba de inmediato, y otras veces dejaba a deber la cuenta, que por temporadas se acumulaba sin que el tendero llegara a inquietarse mucho, y menos todavía dejara de atenderlo. Tampoco le negaba nunca sus servicios, aunque se retrasara mucho en los pagos, el peluquero de la misma calle, que le cortaba el pelo y le afeitaba todas las mañanas.

En la casa que compartía con la familia de su hermana, y en la que vivió los últimos 15 años de su vida, Pessoa ocupaba un cuarto mínimo, oscuro, sin ventana, con una cama estrecha y un baúl enorme en el que iba guardando todas las cosas que escribía. En su cuartillo Pessoa escribía con letra diminuta y tenue, fumaba, bebía coñac. No permitía que nadie entrara a limpiar ni a poner algo de orden, lo cual a su hermana Teca la sacaba de quicio. Cualquier día iba a incendiar la cama y los papeles del baúl y la casa entera. Los papeles, los ceniceros, las colillas, los libros, las botellas, escapaban del cuarto y se expandían por la casa. Pero también era un hermano muy afectuoso y tenía un gran talento para divertir a sus sobrinos. Salía a la calle, y los niños se asomaban al balcón para decirle adiós. Entonces él hacía como que se chocaba contra una farola y se caía al suelo, con su silueta y sus gestos de cómico de cine mudo, y los niños se morían de risa.

Pessoa estaba escribiendo siempre. Escribía a mano en su cuarto a la luz de una lámpara y también en las oficinas donde pasaba unas horas traduciendo cartas comerciales al inglés o al francés, a veces redactando anuncios para una agencia de publicidad. El primer anuncio de Coca-Cola en Portugal lo inventó Fernando Pessoa en 1929. Le gustaba quedarse en una oficina cuando todo el mundo se había marchado ya y escribir a máquina en la soledad y el silencio, convirtiéndose en alguno de sus personajes heterónimos, como un actor a solas sobre un escenario. Era el ingeniero naval Álvaro de Campos, o el poeta campesino Alberto Caeiro, que murió tan joven, o el riguroso latinista Ricardo Reis, o el ayudante de contabilidad Bernardo Soares, quizás el que llevaba una vida más semejante a la suya y escribía y escribía fragmentos destinados a un libro que ni se acercaba a su fin ni llegaba a tomar forma.

Pessoa no terminaba nada y no dejaba nunca de escribir, pero la literatura no era su dedicación exclusiva. También escribía las reglas de juegos de mesa que había inventado él, o las de un sistema de taquigrafía al que dedicó mucho tiempo sin llegar a nada, o consagraba centenares de páginas minuciosas a la elaboración de horóscopos y a la transcripción embarullada de mensajes del más allá recibidos durante sesiones de espiritismo. Todo acababa en el baúl. En una foto de poco después de su muerte se ve el baúl abierto y rebosando de papeles, más de 30.000 hojas escritas en una caligrafía críptica que los estudiosos llevan más de 80 años explorando, como egiptólogos en una tumba inagotable.

El más constante, que yo sepa, es el profesor Richard Zenith, autor de la edición más completa, dentro de lo conjetural, del Libro del desasosiego. Ahora Zenith ha completado su tarea de editor con la de biógrafo. Su Pessoa. An Experimental Life es el relato en más de 1.000 páginas de una vida de solo 47 años en la que exteriormente pasaron muy pocas cosas, y de una imaginación que desbordaba su conciencia individual y se multiplicaba en un dédalo de personajes y de voces, en el reparto de un drama em gente que tenía como escenario la ciudad entera de Lisboa pero que existía sobre todo en las ensoñaciones muchas veces desatinadas de su autor. La erudición de Richard Zenith es casi tan asombrosa como su paciencia: no hay dato de la vida exterior de Pessoa que no haya registrado; no hay testimonio tan ocasional o dudoso que no merezca su atención; no hay borrador, hoja suelta, poema adolescente, organigrama empresarial o editorial destinado al fracaso que Richard Zenith no estudie tan meditadamente como el manuscrito de una obra maestra. Ninguna pseudociencia era lo bastante disparatada como para no merecer el respetuoso estudio y hasta la adhesión de Fernando Pessoa: la cábala, el rosacrucismo, la alquimia, la quiromancia, la metempsicosis, la mística de los templarios, la astrología, los viajes astrales. El hombre de traje oscuro y gafas redondas con la cartera bajo el brazo que era tan parecido a todos los que se cruzaban con él era también el más raro de todos. La obsesión de Richard Zenith por abarcarlo todo pone a prueba de vez en cuando la paciencia del lector, pero está siempre animada por un alto sentido narrativo y una extrema sensibilidad, literaria y humana: quizás no sea posible un retrato más aproximado de un personaje tan huidizo y tan plural como Fernando Pessoa, de todas las vidas que pueden caber en una sola.

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