Me gusta el fútbol. Lo he mamado casi desde la cuna. He jugado a este deporte desde que tengo uso de razón y ha sido uno de mis entretenimientos favoritos hasta que el físico me lo ha permitido. Ahora disfruto de él solo como espectador, sobre todo, de eurocopas y mundiales. A la liga le he ido perdiendo afición con el paso del tiempo. En estos días de fútbol televisado, me pongo ante la pantalla y me trago los partidos que hagan falta. Eso sí, después de verlos, olvido casi al instante el resultado y me queda una sensación desagradable, como de vacío, de haber perdido el tiempo soberanamente. En ocasiones, se hace necesario atravesar la vida sin ninguna ambición, sin ningún objetivo, de verla pasar como una vaca ante la vía del tren. Sentarte en el sofá y dejarte llevar por la abulia que te proporcionan veintidós muchachos pateando un balón. Cuando leo, cuando escribo, cuando converso con amigos, cuando veo una buena obra de teatro o una buena película, la sensación es la opuesta. No sé por qué. Es posible que la desazón provocada por el fútbol sea el producto de un prejuicio. Lo que se escribe, se lee, se habla o se ve con emoción es tan efímero como un partido de fútbol, tan ridículo como esos bigardos disputando quién coloca más balones detrás de una raya. No hay más grandeza en el Macbeth de Shakespeare que en un Francia-Italia, ¿o sí?
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