jueves, 29 de abril de 2021

En plan...

Perífrasis verbales que chirrían como "poner en valor"; muletillas estomagantes como "en plan"; gerundios, gerundios y más gerundios para hilar subordinadas; uso y abuso de "con lo cual", un conector que nos convierte en conferenciantes; las palabras "empatizar" y "visibilizar", empleadas a troche y moche, sin miedo a la indigestión; la tentación de la cita culta de Google, a menudo cargada de falsas autorías... No, no son vicios de alumnos de bachillerato. Comenzaron, nadie sabe dónde, en un púlpito político, en una tribuna periodística o en un tuit, y se extienden como la tercera ola de un coronavirus cualquiera. 

Los usos lingüísticos de una comunidad son muy útiles para explicar los engranajes internos de nuestro pelaje. La tendencia a la simplicidad nos convierte en individuos que necesitan un "en plan..." para salir con presteza del paso. El gregarismo esnob nos empuja a "poner en valor" nuestras declaraciones para que parezcan más sesudas; "con lo cual" conseguimos un discurso vacío de contenido, pero hinchado de pedantería. A la sociedad del aluvión informativo y del empacho de interacciones informáticas nos priva "empatizar" con todo quisque y aparentar que "visibilizamos" a las minorías y a los marginados. Y si, de paso, en nuestros perfiles sociales citamos a Cervantes, sin saber que estamos atribuyéndole palabras de Marino Lejarreta, qué importa. Es el lenguaje de las apariencias, como siempre, el de los "horteras" que, ansiosos por imitar a nuestros modelos (de mayor rango social y escaso calado intelectual) caemos en la vulgaridad de sus usos y, lo que es más anodino, de sus costumbres.      

miércoles, 28 de abril de 2021

Estrella y "Sierraldía"

Estrella era una alumna atípica. La recuerdo en los días de 1º de bachillerato, entusiasmada por la fotografía, el cine, los libros, por asuntos que a pocos alumnos de su edad interesaban. Las clases de Literatura Universal se prestaban a compartir experiencias culturales que se salían de lo común. La asignatura se planteaba de manera alternativa y suponía un espacio de libertad y aprendizaje muy distinto al de las clases tradicionales. La aventura de perseguir caminos no trillados nos llevó a participar en el concurso de prensa escuela "El País de los Estudiantes". Se trataba de elaborar un periódico ("Sierraldía") y convertir a alumnos de 16 y 17 años, de un pequeño pueblo de la serranía conquense (Landete), en redactores, maquetadores e ilustradores. Yo tenía pocas experiencias previas, pero siempre me han animado los proyectos inverosímiles y fuera de lo establecido. Lo que iba a ser un simple experimento se convirtió en el eje alrededor del cual giraba la clase de Literatura Universal. Comenzamos a viajar y a entrevistar a gente de todo pelaje: Emencio, el último maqui, al que tuvimos que buscar y traducir en su antiguo bar de San Martín de Boniches; Fréderic, un fabricante y reparador de órganos de iglesia; Joselito, el Pequeño Ruiseñor; Paloma Chamorro, la musa de la movida... Estrella era la principal animadora de esta locura, junto a su amigo Mario (otro alumno singular). De aquel viaje hace ya quince años y, sin embargo, lo recuerdo como si lo hubiéramos realizado ayer. Y no es un lugar común, lo realizamos ayer. Estrella me llamó hace dos años, es fotógrafa "freelance" y estaba embarcada en otra empresa deslumbrante: la elaboración de una revista con las presas de la cárcel de Picassent. Me regaló el primer ejemplar de "Impresas" y la vi igual que con diecisiete años, con el mismo ímpetu, con la misma ilusión de quien lucha en proyectos imposibles y se implica en carne viva con los más desfavorecidos. Solo haber conocido a Estrella es suficiente satisfacción para justificar mi paso por las aulas.   

martes, 27 de abril de 2021

Concursos de televisión

El mecánico locutor pregunta: "¿En qué isla del mar Jónico esperaba Penélope a Ulises?" El concursante está nervioso, es muy joven, sonríe, suda, se muerde las uñas, responde: "Lesbos". Un lamento fingido y sarcástico del presentador araña la dignidad del pobre muchacho. Siento lástima por él, pienso si no supondrá un trauma insuperable que le joderá la vida. Desesperado, aprieto la tecla de retroceso en el mando de la televisión. Vuelvo al momento en el que el odioso locutor plantea la pregunta, utiliza el mismo tono, silabeando con destreza de doblador. Y no, al pobre concursante no se le ve mejor. La misma gota de sudor recorre su sien derecha y se vuelve a morder las uñas en un tic apurado de desesperación. "Lesbos", vuelve a responder. Retrocedo una vez más en la línea del tiempo. El poder divino que nos ofrece la tecnología propicia convertir el pasado en presente una y otra vez; pero no cambia la respuesta, persiste en el error. Dos, tres, cuatro, hasta diez veces vuelvo la imagen atrás. Y no, el chico no rectifica, se reafirma en su "Lesbos" equivocado y el locutor en su burla. Busco en las instrucciones del mando por si hubiera alguna opción de cambiar las alternativas del pasado en la línea del tiempo. Las instrucciones están escritas en chino y en inglés. Imposible. Sigo probando. Retraso una y otra vez las imágenes: diez, quince, veinte vueltas atrás. Y, cuando estoy a punto de claudicar, resignado a la eliminación del concursante y a su posible suicidio, aparecen unas interferencias, cambia el rostro del chico: ahora se le ve mucho más seguro, sin el brillo del sudor en la piel, con las manos firmes sobre el atril. Contesta con fuerza, pronunciando las sílabas como el propio presentador. Paro la imagen, me recreo en la conquista. Voy a salvar a un joven concursante de la depresión. He encontrado la fórmula para alterar el pasado de los concursos televisivos. Podré hacer ganar dinero a quien lo merece y hundir a quienes me caigan antipáticos. Me pongo una copa, lo celebro, le doy al botón del mando y el chico responde: "Formentera". Lástima de cava.    

lunes, 26 de abril de 2021

Aquellos claustros de profesores

Asistí a un claustro de profesores casi descalzo, con las chanclas rotas y la cabeza perdida por la fiesta del día anterior. En otro, por poco me duermo y lo peor era que yo dirigía el discurso (como le pasó a Jardiel Poncela en una conferencia). También recuerdo uno interminable en el que, imitando a los judíos de "La vida de Brian", votamos sobre la forma de votar y lo tuvimos que aplazar hasta el día siguiente. Otros, memorables, en los que algunos profesores, a imagen de nuestros diputados, nos enzarzábamos en discusiones agrias que nada tenían que ver con la enseñanza, sino con nuestros hipertrofiados egos. Cuando fui jefe de estudios, tuve la tentación de analizar en verso los resultados académicos de la evaluación. Sí, al final lo hice, aunque el resultado fue igual de pesado que cuando los recitaba en prosa. Habitualmente llegábamos a estas reuniones después de haber comido juntos y, en plena digestión de la fabada. Alguna solía dormitar con ruido de fondo, ante el jolgorio casi adolescente de la concurrencia. También se apostaba sobre su duración o sobre quién iba a soltarse en "ruegos y preguntas". Eran episodios que servían para aliviar el plomo con el que se cargaban muchas de estas sesiones. 

Estas reuniones periódicas son inevitables, necesarias, y a veces hasta resuelven conflictos y aclaran malas interpretaciones, a pesar de la tenaza del trabajo burocrático y del miedo a molestar nuestras sensibles voluntades. Los últimos claustros a los que he asistido se han realizado a través del ordenador, cada uno desde casa. Se nos ha dado información relevante, bien organizada y se han planteado problemas de calado, pero ya no oigo a nadie roncando ni sin zapatos ni alterado por la discusión que ha mantenido con el compañero de comida. Hasta aquí nos va a llevar la pandemia, hasta añorar esas sesiones soporíferas de sobremesa en las que lo más interesante era esperar a oír las sandeces del profesor de...    

domingo, 18 de abril de 2021

"La generación del 50: versos contra la censura" por Carlos Mayoral



Ángel González llegó a Madrid cuando la infame década de los 40 se apagaba, encorvado y tuberculoso, preso aún de una guerra civil que se había llevado por delante a media familia. En la capital se refugió en el que por entonces era el único oasis literario para los escritores jóvenes: la casa de Aleixandre en Velintonia. Cuando años después decidió irse a Barcelona a probar suerte en otros quehaceres, acudió al maestro don Vicente para que este le guiase: «No tengas problema, ve a tal dirección y pregunta por mi amigo Carlos Barral». Eso hizo el asturiano, y Barral, fiándose del futuro Nobel, le invitó a una reunión con amigos que habría de celebrarse en su casa. Allí acudió don Ángel, y al penetrar en el domicilio se encontró en una oscura sala a cinco personas: José Agustín Goytisolo, su mujer, Asun Carandell, Jaime Gil de Biedma y el propio Carlos Barral. La tertulia era de lo más interesante. Literatura, pensamiento, historia… pero sobre todo política. Críticas a la dictadura, a la sociedad cómplice, a la torpe burguesía catalana. Ángel González no pudo intervenir en la charla… porque los participantes habían conversado en francés. Nadie volvió a fijarse en aquel silencioso asturiano, así que este se marchó sin ser visto. Solo cuando semanas después Barral recordó que un joven poeta recomendado por Aleixandre había presenciado la peligrosa conversación junto al resto de poetas, se dio cuenta: habían colado a un espía franquista en el grupo. Ángel González, con su humildad habitual, recordaría esta anécdota muchas décadas más tarde.

Introduzco al lector en el texto con esta anécdota para intentar aproximarle al ambiente agobiante, paranoico y represivo bajo el que hubo de germinar la maravillosa generación del 50, el grupo lírico más extraordinario a este lado de la guerra civil. El propio Ángel González reconocía en los dosmiles, con la dictadura ya borrosamente instalada en los recuerdos, que para escapar de esa censura, el grupo al que pertenecieron, además de los integrantes de la escena anterior, poetas de la talla de Caballero Bonald, Gamoneda, Ferrater, Julia Uceda o Claudio Rodríguez, tuvo que recurrir al arma que con más elegancia blande el simbolismo, la metáfora y el doble sentido; es decir, la mejor arma contra la censura y la represión franquista: el verso.

La guerra, no tan lejana

Una de las principales cargas que esta generación llevó consigo tuvo que ver con el hecho de necesitar definir el conflicto que asoló España desde el 36 hasta el 39 como lo que realmente fue: una guerra infame, una matanza entre hermanos promovida por un ejército reaccionario y secundada por una república marchita. Por supuesto, esa definición estaba muy lejos del relato que los vencedores habían promovido, esa especie de limpia que la España marxista y lujuriosa necesitaba. Los miembros de la generación, aquel lejano julio del 36, eran lo suficientemente jóvenes como para no haber tomado una posición activa en la contienda, pero también lo suficientemente conscientes para sentir el escozor que las heridas provocaban. Sin embargo, este escozor, que marcaría gran parte de su estrofa, tenía que esconderse, velarse bajo la capa invisible del verso. Véase el poema de Ángel González titulado «Primera evocación», donde el poeta va rememorando aquellos lejanos recuerdos de su madre en medio de la tormenta; tormenta que, por supuesto, tenía su correspondencia metonímica con el maldito conflicto.


Recuerdo
que yo no comprendía.
El viento se llevaba
silbando
las hojas de los árboles
[…]
sin embargo,
no devolvió lo arrebatado el viento,
ni la lluvia
pudo borrar las huellas de la sangre.

[Ángel González, «Primera evocación»]

A todos ellos les marcaron las ausencias, las oportunidades perdidas de entonces. Los casos de Ángel González, que como ya se ha dicho perdió a sus hermanos en la guerra, o de los Goytisolo, que perdieron a su madre, resultan especialmente trágicos. Pero incluso los que no hubieron de sufrir ninguna pérdida cercanísima también encontraban el vacío detrás del hecho simple de sobrevivir. La mayoría de los autores provenían de familias burguesas, de buen apellido y larga hacienda, lo que les permitió huir de la zona peligrosa. Es el caso de Gil de Biedma, a quien la guerra pilló en la finca familiar de Nava de la Asunción (Segovia), y la culpabilidad que le produjo el refugio paterno le provocó notables crisis de identidad. O el caso de Ana María Matute, segura bajo la fortuna familiar, pero a la que la guerra le produjo un terror psicológico que volcaría en su obra, donde los niños observan el horror, donde los adultos se refugian en la fantasía. La guerra es el dilema que todos afrontan, es el horror que todos disfrazan. Como en este poema de José Agustín Goytisolo, donde utiliza el parafraseo quevediano para hablar de aquellos años en que perdió a su madre.


Entre el humo y la sangre,
miré los muros
de la patria mía,
como ciego miré
por todas partes,
buscando un pecho,
una palabra, algo,
donde esconder el llanto.

[José Agustín Goytisolo, «La Guerra»]

Crisis social

Si por algo se caracterizó esta generación fue por tener la habilidad de retratar, casi en conjunto, los oscuros callejones de una realidad que a esas alturas de siglo se había tornado miserable. Prácticamente todos los integrantes coinciden a la hora de potenciar esta temática: la infelicidad del ser humano derivada del gris del contexto, angustia por un futuro no menos gris y áspero, la desigualdad, el hambre, la miseria, el exilio… Muy pronto se dan cuenta de que esta especie de columna es capaz de vertebrar a todos ellos, y al calor de la poesía se reúnen para poner sobre la mesa todos estos asuntos, moldearlos e incluirlos en el corpus de su poética. Se erigen en la voz de un pueblo callado, conscientes de que gracias al disfraz de la palabra podrán gritar, podrán protestar e incluso podrán esperanzar a un pueblo que solo encuentra refugio entre páginas. Este ejemplo de Julia Uceda es magnífico: utiliza la misma metáfora eólica que Ángel González en el poema reseñado antes, dejando claro que lo que el viento ha dejado es solo ruina, por la que revolotea, triste, la mariposa.


Nada te pido. Muerdo en mis entrañas
mi soledad, mi sal, mi aburrimiento,
mi corazón ahogado en telarañas
con un arado blanco y descontento.
Y destruida ciegamente vuelo
sin vida ya, sin muerte. Solo viento.

[Julia Uceda, «Mariposa en cenizas»]

Renglones atrás ha aparecido un concepto sumamente importante para entender lo que este grupo significó a la hora de sortear el elemento censor que toda dictadura trae consigo: las múltiples reuniones que celebraban. Los miembros del grupo se juntaban a menudo para establecer líneas estilísticas que no pudieran ser atacadas. Si un solo poeta, aislada e individualmente, publica una obra que «moleste», a la censura no le costará demasiado aplacar dicha molestia; sin embargo, si ese aspecto que puede inquietar al régimen llega desde las plumas de cada miembro del grupo literario más influyente del momento, detenerlo resultará más costoso. Y estas reuniones, además, están cargadas de un fuerte simbolismo.

Memorable fue la visita del grupo a Colliure, donde los miembros se fotografiaron frente a la tumba del maestro Antonio Machado, lugar molesto para la dictadura por razones evidentes. Como memorables serían también los encuentros que Carlos Barral, de alguna manera prócer del grupo, organizó en Formentor. Por no hablar de las pequeñas y esporádicas reuniones que fomentaban los lazos entre poetas, como por ejemplo la narrada al principio del texto. Toda esta cohesión permite que no sea un individuo el que se enfrente al contexto gris, al silencio, al llanto, sino un conjunto férreo de creadores, de artistas comprometidos difíciles de corromper. Y aparecen ya dos conceptos hasta entonces innombrables: paz y libertad.


Solicito
una sublevación
de paz, una tormenta
inmóvil.
[…]
Un mismo canto pide
la justicia y la
belleza.
Sea la luz
un acto humano.
Se puede
morir
por esta
libertad.

[Antonio Gamoneda, «Sublevación»]

Crisis personal

Y, en última instancia, la poesía acaba donde acaba siempre, es decir, en el dolor al que la herida propia te condena. Porque si bien es cierto que todos los miembros de este grupo fueron activistas de la realidad, comprometidos con su tiempo, que buscaban en su labor poética el auxilio social que ofrece el arte, no lo es menos que al final eran las propias tragedias individuales las que elevaban su verso.

Un ejemplo de esta tragedia velada es el suicidio. En algunos de sus componentes, el deseo de morir apareció de manera recurrente, acuciado entre otras cosas por la angustia descrita párrafos atrás. Obviamente, en una sociedad devota de María, donde la Iglesia había asumido el control de prácticamente todos los estamentos, el suicidio era un tema tabú, otro de esos incordios que la censura no admitiría. Por eso, cuando Gil de Biedma sintió, tumbado a las estrellas en su finca de la Nava, que habría de morir, que el suicidio era la única vía, muy rápido supo que no podría componer verso alguno que le salvara la vida si no utilizaba alguna artimaña que le permitiera salvar el feroz órgano censor. Para eso ideó el mecanismo: escribiría sobre la muerte de una segunda persona, que también sería él. Al poema lo llamó «Después de la muerte de Jaime Gil de Biedma», y es una de sus mejores composiciones. No menos dramático fue el enfrentamiento entre la muerte y Gabriel Ferrater. Este había jurado que no permitiría que los cincuenta años de edad le alcanzaran, y cumplió su promesa: veinte días antes de que llegara el momento, una caja de barbitúricos se lo llevó. Las alusiones al suicidio, como en el caso de su amigo Gil de Biedma, habían sido lo menos explícitas posible.


Caminará por bosques
oscuros. No verá
la azagaya de luz
de la memoria súbita.
Y cuando esté tan lejos
que ya parezca muerto
podremos recordarle.

[Gabriel Ferrater, «El mutilado»]

En este sentido, los ejemplos de pequeñas tragedias personales son innumerables; y el eco en sus obras, infinito. Desde el problema de la España rural, donde habitan algunos de sus miembros, hasta el machismo que las mujeres del grupo han de soportar, pasando por la homosexualidad, las drogas, la promiscuidad o el exilio. Temas todos ellos vetados dentro de la estrecha libertad permitida por el régimen. Pero permita el lector que despida el texto con el que para mí es el miembro más brillante de todos ellos: Gil de Biedma. Un ser completísimo, un artista inenarrable. El poema «Contra Jaime Gil de Biedma», donde el poeta clama contra sí, en segunda persona de nuevo, y contra el sentimiento de culpabilidad que le corroe, derivado de su mala vida, de su coqueteo con el vicio y de su pasión por todo aquello que, en tiempos oscuros, suele estar prohibido. Hasta tal punto llega su desprecio, que se dice a sí mismo: «Si no fueses tan puta…».


¡Si no fueses tan puta!
Y si yo supiese, hace ya tiempo,
que tú eres fuerte cuando yo soy débil
y que eres débil cuando me enfurezco…

[Jaime Gil de Biedma, «Contra Jaime Gil de Biedma»]

miércoles, 14 de abril de 2021

Reivindicación de la Misiones Pedagógicas



La creación de las Misiones Pedagógicas y el teatro itinerante de "La Barraca" autorizan por sí mismos para hablar de la Segunda República como un régimen atípico, extraordinario, en el que se intentó modernizar y culturizar España como nunca se había hecho. En ningún momento de la historia, los poderes fácticos se habían movilizado de tal manera para difundir la cultura, la historia y para librar al pueblo de un analfabetismo que lo atenazaba. Los pobres en los años treinta eran multitud, las clases medias apenas inexistentes; los poderosos (las familias de siempre), las oligarquías de toda la vida, se revolcaban, amancebadas con la Iglesia católica, dominaban el destino del país y se aprovechaban de la docilidad de un pueblo ignorante. Nunca, en ningún periodo de la historia de España, he conocido un empeño mayor de los que gobiernan por redimir a los desfavorecidos. Las Misiones Pedagógicas pretendieron algo inaudito: llevar a las comunidades rurales más recónditas lo más granado de la cultura española y europea: libros, conferencias, proyecciones, audiciones, discos, obras de teatro, pinturas... La labor era ingente, el empeño, el más loable de todos los que yo haya leído en los anales de la historia de este país. Promover colegios, instalar centros de enseñanza allá donde nunca los había habido; nombrar maestros, pagarles dignamente, impulsar una educación laica, al margen de las diatribas doctrinarias e interesadas de la Iglesia católica. No me extraña que los partidos reaccionarios, encabezados por las oligarquías y amparados por la alta jerarquía eclesiástica, se opusieran y se revolvieran contra las actuaciones de los primeros gobiernos republicanos. Se perdía el privilegio de aprovecharse de un pueblo desde siempre sometido, acogotado por las miserias de los latifundios, el caciquismo y el sermón dominical. En cada una de las piedras de las escuelas inauguradas durante la Segunda República, veían los facciosos un intento de subvertir su statu quo, de socavar sus privilegios. Un pobre escolarizado era un pobre menos al que someter, un siervo menos de la gleba, un criado menos al que explotar. Un hombre dueño de su destino, medianamente culto, alfabetizado, conocedor del mundo, es un feligrés menos, un lacayo menos, un individuo propenso a no dejarse explotar. La República, en su intento de darle al pueblo el pan, la sal y las letras, soliviantó a los poderosos y estos reaccionaron como era de esperar, con la violencia de quien teme perder sus privilegios y sus mucamas. 

En España no hubo ilustración. La República intentó instalarla dos siglos después, había pasado demasiado tiempo. El clero y los oligarcas no estaban por la labor de que no se les sirviera en las comidas, de que no hubiera una criada a la que estuprar. No, los hábitos tradicionales no se abandonan así como así, sin luchar por ellos, por muy justas que sean las reivindicaciones de los pobres. Las Misiones Pedagógicas pretendían cultivar en coto vedado. Y eso, no. La caza es sagrada.        

lunes, 12 de abril de 2021

"Steinbeck y el lado de los malditos" por Esther Peñas



«No se necesita valor para hacer una cosa cuando es lo único que puedes hacer», dice uno de los personajes de Las uvas de la ira, la demoledora novela del Nobel de Literatura norteamericano John Steinbeck (California, 1902, Nueva York, 1968). Y cuando uno no puede elegir, cuando sufre una necesidad tal que está dispuesto a aceptar lo inaceptable, cuando dejarse explotar es lo único que se puede hacer, las raíces de la desigualdad se extienden por la sociedad como un perverso tablero que enfrenta a poseedores y desposeídos.

Steinbeck conocía el percal. No hablaba desde la barrera. Se manchó las manos antes de escribir. No le importó. En realidad, nunca nada que quisiera detenerlo en su compromiso de denuncia lo importó lo más mínimo. Descubrió que el sueño americano no es más que una distorsión, un espejo deformante de esos del Callejón del Gato que describiera Valle-Inclán en su esperpento. El Sueño Americano lo es para unos pocos, a costa de otros muchos. Se dio cuenta de la estafa, y decidió quedarse del lado de los perdedores, de las víctimas, de los fracasados, de los malditos. Y en él permaneció hasta su muerte.

En 1936, 26 años antes de recibir el Nobel, Steinbeck publicó siete reportajes en The san Francisco News sobre el éxodo de estos trabajadores agrícolas, nómadas a su pesar. El propio autor fue recolector de fruta en su juventud (fue muchas otras cosas). Reflejó en sus crónicas los miles de campamentos improvisados, las vejatorias e inhumanas condiciones que padecían los emigrantes, los vehículos destartalados que quedaban por el camino reventados por el uso y la sobrecarga, las historias de algunas de esas personas, enlodadas por el dramatismo y el desgarro, a partes iguales. La desigualdad entre quienes tenían y quienes, carentes de todo, suplicaban.

Esos reportajes son la semilla de Las uvas de la ira, que cuenta esa misma historia, encarnada en la familia Joad. La novela arranca con el regreso de Tomy, uno de los hijos que ha estado varios años en la cárcel por matar en defensa propia (vinculado por defecto de modo inolvidable a ese rostro atormentado de Henry Fonda en la película de John Ford). Encuentra a toda la familia reunida: sus abuelos, su tío, sus padres, sus cinco hermanos y su cuñado. Tienen hambre y ausencia de futuro. Deciden emigrar. No les queda otra.

A partir de ahí, la peregrinación va acumulando zarpazos: el abuelo muere a los pocos días; la abuela no remonta la pérdida y también fallece; el primogénito decide separarse del clan; el cuñado los abandona después de dejar embarazada a su esposa… «Hubo un tiempo en que estábamos en la tierra y teníamos unos límites. Los viejos morían, y nacían los pequeños, éramos siempre una cosa… éramos una familia… una unidad delimitada. Ahora no hay ningún límite claro», afirma en un susurro la madre.

Steinbeck piensa de otro modo la pobreza, la desigualdad. Para el norteamericano, la riqueza no es la acumulación, los beneficios del capitalismo, el despilfarro. La pobreza es no tener manera alguna de ganarse la vida, estar condenado a dejarse la piel a cambio de un mendrugo de pan mientras otros atesoran. «Supón que ofreces un empleo y sólo hay un tío que quiere trabajar. Tienes que pagarle lo que pida. Supón que haya cien hombres interesados en el empleo, que tengas hijos y estén hambrientos (…) ofréceles cinco centavos y se matarán unos a otros por conseguir el trabajo». Esto es la desigualdad según Steinbeck, en la boca de unos californianos que abusan de los emigrantes.

La familia Joad y las otras muchas que se suman a esta marcha agónica apenas consiguen dinero para comer una vez a día. Se mueven entre la miseria más absoluta, soportan con una dignidad casi incomprensible cómo a su paso sus compatriotas, movidos por el rechazo a los harapientos, a las bestias en las que la pobreza ha convertido a esos granjeros, incendian sus campamentos, destruyen las cosechan para que no las saqueen, los insultan y los exprimen. Esto es la desigualdad según Steinbeck. Que los que tengan te expriman sin posibilidad de que escapes de esa hemorragia.

Pero el Nobel, que a pesar de todo supo dejar espacio siempre para la fraternidad (no en vano a su furgoneta la llamaba ‘Rocinante’, en honor al Quijote), coloca la solidaridad entre los que nada tienen, salvo la dignidad mencionada. Ellos se ayudan, se protegen, se sostienen. Inolvidable la última escena del libro, en la que vemos cómo la hija abandonada por su marido, cuyo bebé ha nacido muerto, le da el pecho a un hombre enfermo que agonizaba de hambre para salvarle la vida.

La familia Joad se convierte en el arquetipo de los desposeídos, de los desarrapados, de los despojados, de los que nunca heredarán la tierra. Los desplazamientos masivos incuban historias personales cuajadas de desolación, tragedia, desgarro. Las narraciones resultan angostas y estrechas en comparación con lo real. Lo real mata. Lo real siembra miedos, prejuicios, desprecio, crueldad, explotación, desahucios, deshumanización… desigualdad. En lo real aparecen las alimañas dispuestas a sacar provecho de la fragilidad, la miseria y la desesperación ajena. Supongo que esta historia les recuerda a muchas otras que ya apenas ocupan espacio en los telediarios.

(Por cierto, en la ciudad natal de Steinbeck, Salinas, a donde se dirigían muchos de estos emigrantes, le amenazaron de muerte, le hicieron la vida imposible, tuvo que emigrar de allí, y quemaron públicamente con cierta asiduidad sus obras, hoy, los descendientes de cuantos asentaron la desigualdad entre los hombres de aquellas tierras, construyeron un centro para honrar la memoria del escritor).

domingo, 11 de abril de 2021

"Baudelaire al desnudo" por Juan Francisco Ferré



El 9 de abril de 1821 nació en París Charles Baudelaire. Ese mismo día nació la poesía moderna, esa que arranca de él como un caudal turbulento y se precipita con furia, a través de Rimbaud, Mallarmé y Laforgue, en el tumultuoso océano del siglo XX, del que poetas como Apollinaire, Rilke y Eliot destilarían los elixires más tóxicos y tentadores. Para celebrar tal acontecimiento, la editorial Nórdica reedita ahora esta joya literaria (un florilegio selecto de Las flores del mal) con magníficas ilustraciones de Louis Joos.

Las flores del mal (1857) es el poemario seminal que engendra la sensibilidad moderna. En À rebours (1884; mi título en español favorito es Contra natura, sugerido por Cabrera Infante en la edición de Tusquets de 1980, frente a los más neutros o moderados Al revés y A contrapelo), el gran Huysmans convirtió a Baudelaire en el poeta predilecto del excéntrico dandi y esteta absoluto Des Esseintes, que no soporta la existencia diaria excepto si puede injertarle algún artificio estimulante. A su vez, esta fascinante novela es el texto maligno (el libro amarillo) que corrompe a los estetas ingleses de El retrato de Dorian Gray (1890) del no menos grande Oscar Wilde, completando así el círculo vicioso de influencias decadentes originado por la cosecha maldita de Baudelaire.

Baudelaire encarna, como escribió Julien Gracq, la madurez consumada de la poesía y la cultura. Una cultura que alcanza la madurez histórica se expresa con la voz lírica de Baudelaire (“Tengo más recuerdos que si tuviese mil años”, declara el poema “Spleen”). Una poesía que logra sondear abismos del alma y el cuerpo que hasta entonces nadie imaginaba (“al fondo de lo desconocido para encontrar lo nuevo”, se lee en el poema “El viaje”). Simas del espíritu y la sensibilidad que la inteligencia ilumina y el lenguaje crea y recrea con la sonoridad de los versos y la belleza de las imágenes. En “Las joyas”, poema prohibido, donde la adorada amante del poeta se deja poseer desnuda conservando puestas sus joyas más preciosas, se alegoriza la alianza del sonido y la luz, el candor y la lubricidad, que define la poética paradójica de Baudelaire.

Baudelaire ostenta todas las máscaras contradictorias de la poesía. Esta multiplicidad hizo que algún crítico hablara de la “doble postulación” de la escritura de Baudelaire, su esquizofrenia entre el ideario romántico y la tendencia barroca. El alma romántica (“La musa enferma”) lo fuerza a identificarse con el albatros abatido, torpe en el suelo y majestuoso en el vuelo, o con la profundidad del mar y sus tesoros imaginarios, o con la psique atormentada que actúa como vampira de sí misma, o con el maldito repudiado por la sociedad y la familia burguesas. Y también soñar con los paraísos perdidos de la infancia, o con recostarse a la sombra del cuerpo descomunal de “La giganta”, otro paraíso tentador y sensual, o con adormecerse en medio de una orgía de cuerpos revueltos, embebido en fragancias artificiales y aromas animales.

Mientras la lucidez libertina y la exuberancia barroca (Rubens, Rembrandt, Puget y Watteau son algunos de “Los faros” que lo alumbran en la noche poética) guían a Baudelaire en sus preferencias por la seducción y el artificio, el lujo y la sensualidad, el refinamiento en la depravación, el juego erótico, la apoteosis del ornamento, el maquillaje, la moda superflua, la frivolidad y la superficie mundanas. Baudelaire es el genial poeta de la vida moderna con todos sus contrastes e incongruencias, el primer escritor que percibió la sinestesia y las “correspondencias” como modos estéticos de conectar sensaciones inconciliables. Es imposible, al mismo tiempo, leer poemas como “La metamorfosis del vampiro”, “La carroña”, “Mujeres condenadas” o el ciclo “Spleen”, entre otros, sin sentir la deliciosa crueldad, sádica y masoquista, el humor negro, el ingenio y la aguda ironía de su autor.

Baudelaire ve la realidad con el sarcasmo despectivo con que Don Juan, al abrazar su destino trágico, contempla el paisaje infernal en el poema “Don Juan en los infiernos”: desafiando a los poderes divinos que condenan la vida a la intrascendencia y los poderes diabólicos que la arrastran a la perdición. Baudelaire y Nietzsche hacen buena pareja en la historia de la cultura. Lo dionisíaco y lo apolíneo, tándem descubierto por el filósofo alemán, concuerdan con las aspiraciones artísticas del visionario poeta francés, como el Eros y el Tánatos freudiano.

El malditismo es otra máscara del mal que el poeta ostenta ante la sociedad y la familia que lo desprecian por su vocación anómala. No hay peor maldición, exclama la madre en el poema “Bendición”, que haber dado a luz a un hijo poeta como Baudelaire. El matriarcado maléfico (Mater Lachrymarum, Mater Suspiriorum y Mater Tenebrarum), que Baudelaire descubrió, sin naufragar en las fantasmagorías del opio, en Thomas De Quincey (Suspiria de profundis; 1845), expresa así todo el poder primigenio de las entrañas para destruir a su débil criatura. Es negando ese terrible poder materno como Baudelaire logra desvincularse de sus orígenes, invertir su fuerza y convertirla en poder de creación alquímica del verbo y la sensibilidad.

Con afán provocador, el título original pensado por Baudelaire para el célebre poemario era Les lesbiennes (Las lesbianas), pero fue prohibido por la censura inapelable como lo fueron por sentencia judicial en 1857 (y excluidos de las primeras ediciones de Las flores del mal) los poemas donde Baudelaire evoca sin tapujos, como Proust décadas después, el amor lésbico y a Safo, la sacerdotisa viril de ese culto venéreo (“la Safo masculina, la amante y el poeta”, del poema “Lesbos”), así como las floraciones secretas del sexo entre mujeres libres de la obligación de casarse y tener hijos (“Femmes damnées: Delphine et Hippolyte”, “Lesbos”). Baudelaire había aprendido a admirar la oscura fascinación de estas mujeres malditas (las “heroínas de lo moderno”, como las llamó Walter Benjamin) en Balzac (La fille aux yeux d´or; 1835), Alfred de Musset (Gamiani; 1833) y Théophile Gautier (Mademoiselle de Maupin; 1835).

Lo bello baudeleriano repudia la primacía de lo natural y exalta lo artificial a las más elevadas cumbres del pensamiento y la creación. La imaginación suscribe, entonces, un pacto blasfemo y perverso con el más absoluto alejamiento de la naturaleza, esto es, con el mal. A su pesar, Baudelaire reveló el bucle infinito de la naturaleza y la cultura, la vida y el artificio.

Todos los paraísos son artificiales.

"Coser y contar" por Irene Vallejo

El silencio y el estrépito. Eras solo una niña. Recuerdas a tu madre, después del trabajo, absorta en sus dos mundos cotidianos: los libros y la costura. Con el dedal o la lectura, todo era sigilo. Otras veces, la casa entera temblaba sacudida por ese tableteo entrañable de la máquina de coser o la de escribir. Siempre, el gesto de concentración. Enhebrar el hilo en el ojo de la aguja, fijar los ojos en las hebras de las líneas. Años después, leerías a Carmen Martín Gaite en El cuento de nunca acabar: “Ponerse a contar es como empezar a coser; es ir una puntada detrás de otra, sean vainicas o recuerdos”. Trenzando lana o letras, aquellos gestos paralelos anudaban mundos.


En muchas lenguas, “texto”, “textura” y “textil” son palabras que comparten el mismo origen. La metáfora del tejido es constante en la creación verbal: bordamos un discurso, hilvanamos ideas, hilamos palabras, urdimos planes, nos devanamos los sesos, desovillamos enredos, nuestros relatos tienen trama, nudo y desenlace. El nombre de los antiguos bardos de los poemas homéricos —rapsodas— significaba “zurcidores de cantos”. En las historias más antiguas de la humanidad encontramos el rastro de remotas tejedoras. La mitología griega cuenta la trágica victoria de Aracne, una mujer que componía maravillosas narraciones sobre las páginas en blanco de la tela. Sus obras eran tan bellas que las ninfas acudían a admirarlas. Orgullosa de su habilidad, desafió a Atenea a un torneo de bordado. La diosa representó en su tapiz a las divinidades olímpicas en toda su majestad; la irreverente Aracne ridiculizó al mismísimo padre Zeus en sus torpes atropellos amorosos: Europa, Dánae y otras. Humillada por el descaro y la pericia de la joven, Atenea juró venganza y Aracne, aterrada, se ahorcó. Entonces la diosa la transformó en una araña que, terca, extrajo de su propio cuerpo un hilo con el que crear delicadísimos encajes. Siglos después, en Las mil y una noches, Sherezade diría: “El mundo es como una tela de araña, detrás de cuya fragilidad está acechándote la nada”.

En las culturas tradicionales, los tejidos albergan significados, recuerdos, símbolos, mensajes: son escrituras. Los incas usaban quipus —cuerdas con flecos de distintos colores y grosor— para conservar leyes o leyendas. Sus libros estaban redactados con nudos y hebras, en un código que recuerda al de los ábacos. En el siglo XVI, los españoles, inquietos ante unos textos que les resultaban incomprensibles, ordenaron que los quipus fueran destruidos. Solo se han salvado algunos cientos, aún hoy enigmáticos e indescifrables. La conquista erradicó ese originalísimo alfabeto de hilo, un idioma de redes, secuencias y vínculos que parece anticiparse al lenguaje de la programación informática. Del mundo precolombino sí sobrevivió el telar de cintura, que relaciona simbólicamente el acto de tejer con el parto. Se ata como un cordón umbilical a un árbol, y el cuerpo que lo sujeta se mece moviendo la lanzadera mediante contracciones rítmicas. El parto, igual que la creación, necesita gestos de costurera: se corta un cordón, se cosen los desgarros de la madre y el ombligo se convierte en nuestro primer nudo. Como soñó Remedios Varo en su pintura mexicana Bordando el manto terrestre, el mundo fue —tal vez­— engendrado por mujeres que hablaban y tejían.


Una urdimbre íntima entrelaza tejido, escritura y maternidad. En La flor de mi secreto, de Pedro Almodóvar, la cámara retrata a la protagonista, Leo, a través de la máquina de escribir, y su rostro se adivina tras la celosía de las teclas. Después de un intento de suicidio, la novelista regresa a su pueblo natal para recuperar la salud. Arropada por su madre, su cuerpo frágil se dibuja detrás de un visillo con calados. Poco a poco, siente renacer su alegría y su deseo de escribir, sentada en la solana con las vecinas, escuchando sus anécdotas y cantos, mientras sus manos expertas se afanan en el encaje y resuena el traqueteo musical de los bolillos. La algarabía de ese tapiz de hebras y palabras le devuelve a la vida. En la costura, como en la escritura, no hay que dar puntadas sin hilo.

sábado, 10 de abril de 2021

"Hölderlin, el poeta genial y malogrado" por Luis Fernando Moreno Claros




La vida del melancólico Hölderlin, exaltado y tierno, da mucho juego narrativo para un buen biógrafo. Así lo vio Härtling, quien en 1976 publicó Hölderlin. Una novela; en realidad, una biografía con algunos pasajes novelados. Si olvidamos la cantidad de pequeñas erratas de esta edición de Piel de Zapa (que recupera la de Montesinos en 1986), la “novela” constituye un magnífico acercamiento a la figura de Hölderlin. Es un relato denso y exhaustivo que también vivifica a los personajes que rodearon al poeta y los parajes en los que residió; sobre todo, revela con acierto el carácter de Hölderlin: niño concentrado y listo, joven atractivo y vigoroso, fogoso y espontáneo, sensible en extremo, y dotado de un talento excepcional para la poesía y el pensamiento. Sus años mozos, hasta que la demencia lo atacó en la treintena, transcurrieron entre amigos, amores, estudios y poemas; y el resto de su vida estuvo enclaustrado en una casa con torre redonda en Tübingen, a orillas del Neckar, sobreviviendo como un loco inofensivo, aporreando el piano y regalando poemas crípticos a las visitas. Härtling evita adentrarse en esos años de reclusión y se centra en los de lucidez; Safranski sí los aborda y va algo más allá de ellos al recordarnos a los “descubridores” del poeta, los románticos alemanes o, después, Nietzsche y Heidegger, que lo adoraban.
Era pacífico, pero revolucionario de espíritu, y fue uno de los fundadores del idealismo alemán con Hegel y Schelling

Antes de enfermar sin remedio, Hölderlin tuvo una vida agridulce. De familia acomodada, huérfano de padre a temprana edad, su madre se empeñó en que estudiara para párroco, contra su voluntad; él le daba largas a ocuparse de una parroquia y se ganaba el sustento como preceptor privado. Inteligente y estudioso, apasionado de las letras, conoció a figuras sobresalientes de la cultura alemana, Schiller o Goethe (quien apenas le hizo caso). Mantuvo gran amistad con los filósofos Hegel y Schelling, camaradas en el seminario de Tübingen (juntos iban para teólogos y a la vez perdieron la fe en el Dios tradicional). Juntos fundaron el movimiento filosófico del idealismo alemán y se emocionaron con la Revolución francesa. Hölderlin era hombre pacífico, pero sí fue revolucionario de espíritu y, como tantos jóvenes de su época, albergaba la idea de que, de la mano de unos líderes más honestos y sabios, llegaría para la humanidad una época definitiva de igualdad, fraternidad y libertad. Soñaba con gobiernos de hombres con cabeza, nada de déspotas, matones y descerebrados. Se desilusionó ante la crueldad sanguinaria de la Revolución, aunque se consoló pensando que los traidores a las grandes ideas sucumben, pero que éstas permanecen y que algún día serán realidad.

Vivió una época llena de cambios y contradicciones. Como visionario, en sus himnos elegiacos alertó de la crisis de la época moderna: un tiempo de transición que ha perdido a los dioses y la conciencia de lo sagrado, en el que el hombre se halla en peregrinación hacia la nada o hacia un nuevo renacer. Hölderlin lo llamó “el tiempo de la indigencia”, ése en el que los antiguos dioses han desaparecido y los venideros, si es que los hubiere, no han llegado todavía.

Aunque veía mayor hondura en la poesía que en la filosofía, tan atada a los conceptos, estudió filosofía con pasión, por ejemplo, a Kant. Helena Cortés y Arturo Leyte publicaron en 1990 su traducción de la Correspondencia completa de Hölderlin (Hiperión). De aquel volumen, hoy agotado, extraen algunas cartas en las que el poeta trata de filosofía. Es una delicia leer estas misivas emotivas y francas, en las que explica a su manera algunas cuestiones filosóficas.

En cuanto a su vida afectiva, el hermoso Hölderlin enamoraba con facilidad a mujeres y hombres (a su amigo Sinclair), pero fue desgraciado. Se apasionó por una mujer con la que no podía casarse: Susette Gontard, madre de un niño del que fue preceptor. La única manera de poseerla fue literaria: la idealizó en la figura de Diótima, la amada de Hiperión, el héroe de la novela homónima, obra en prosa de Hölderlin y que es una de las más bellas de las letras germanas.

El amor imposible, la libertad nunca alcanzada, la república que jamás llega, la existencia inconsistente, todo ello contribuyó tal vez al advenimiento de la enfermedad que lo privó en vida de la lucidez que sí iluminó sus versos, como éstos que tradujo el sevillano Cernuda en 1935, ayudado por el filósofo germano Jean Gebser: “Mas no es dado a nosotros / tregua en paraje alguno; / desaparecen, caen / los hombres resignados / ciegamente, de hora / en hora, como agua / de una peña arrojada / a otra peña, a través de los años / en lo incierto, hacia abajo”. Así es la condición humana según Hölderlin: sin dioses que los mimen, sin apoyos, frágiles, a los seres humanos sólo les queda el abismo de la existencia.

jueves, 8 de abril de 2021

Escribo

Escribo para no olvidar quién fui. Escribo para registrarme, para fichar, para acuñar el instante en los anales de mi etérea biografía. Escribo en cuadernos escolares, en cuartillas usadas, en servilletas de papel, en el ordenador, en las notas del móvil. Escribo para certificar mi existencia, para estampar el sello del día en la instancia del tiempo. Escribo, escribo, escribo, no para que me lean (mentira), para leerme, para recordarme cómo era. Escribo cuentos, historias reales, poemas deslavazados, novelas desmedradas, reflexiones de perogrullo, chistes, chascarrillos, decires, bondades y maldades (más maldades), estupideces. Escribo porque me aterroriza caminar sin saber quién fui, por orgullo, por pasar el rato, por no morir en la inane tarea de observar el cielo raso. Escribo, a veces, con rigor, otras sin él; a veces vestido, otras en calzoncillos; escribo calado de miedo o de ira o de alegría o de ironía. Escribo sin saber por qué. Y a veces duele, duele escribir con angustia, con la sensación de que ensuciar papel es la mayor ilusión que me queda en la vida. Ensuciar papel para desempañar el pasado.