domingo, 18 de abril de 2021

"La generación del 50: versos contra la censura" por Carlos Mayoral



Ángel González llegó a Madrid cuando la infame década de los 40 se apagaba, encorvado y tuberculoso, preso aún de una guerra civil que se había llevado por delante a media familia. En la capital se refugió en el que por entonces era el único oasis literario para los escritores jóvenes: la casa de Aleixandre en Velintonia. Cuando años después decidió irse a Barcelona a probar suerte en otros quehaceres, acudió al maestro don Vicente para que este le guiase: «No tengas problema, ve a tal dirección y pregunta por mi amigo Carlos Barral». Eso hizo el asturiano, y Barral, fiándose del futuro Nobel, le invitó a una reunión con amigos que habría de celebrarse en su casa. Allí acudió don Ángel, y al penetrar en el domicilio se encontró en una oscura sala a cinco personas: José Agustín Goytisolo, su mujer, Asun Carandell, Jaime Gil de Biedma y el propio Carlos Barral. La tertulia era de lo más interesante. Literatura, pensamiento, historia… pero sobre todo política. Críticas a la dictadura, a la sociedad cómplice, a la torpe burguesía catalana. Ángel González no pudo intervenir en la charla… porque los participantes habían conversado en francés. Nadie volvió a fijarse en aquel silencioso asturiano, así que este se marchó sin ser visto. Solo cuando semanas después Barral recordó que un joven poeta recomendado por Aleixandre había presenciado la peligrosa conversación junto al resto de poetas, se dio cuenta: habían colado a un espía franquista en el grupo. Ángel González, con su humildad habitual, recordaría esta anécdota muchas décadas más tarde.

Introduzco al lector en el texto con esta anécdota para intentar aproximarle al ambiente agobiante, paranoico y represivo bajo el que hubo de germinar la maravillosa generación del 50, el grupo lírico más extraordinario a este lado de la guerra civil. El propio Ángel González reconocía en los dosmiles, con la dictadura ya borrosamente instalada en los recuerdos, que para escapar de esa censura, el grupo al que pertenecieron, además de los integrantes de la escena anterior, poetas de la talla de Caballero Bonald, Gamoneda, Ferrater, Julia Uceda o Claudio Rodríguez, tuvo que recurrir al arma que con más elegancia blande el simbolismo, la metáfora y el doble sentido; es decir, la mejor arma contra la censura y la represión franquista: el verso.

La guerra, no tan lejana

Una de las principales cargas que esta generación llevó consigo tuvo que ver con el hecho de necesitar definir el conflicto que asoló España desde el 36 hasta el 39 como lo que realmente fue: una guerra infame, una matanza entre hermanos promovida por un ejército reaccionario y secundada por una república marchita. Por supuesto, esa definición estaba muy lejos del relato que los vencedores habían promovido, esa especie de limpia que la España marxista y lujuriosa necesitaba. Los miembros de la generación, aquel lejano julio del 36, eran lo suficientemente jóvenes como para no haber tomado una posición activa en la contienda, pero también lo suficientemente conscientes para sentir el escozor que las heridas provocaban. Sin embargo, este escozor, que marcaría gran parte de su estrofa, tenía que esconderse, velarse bajo la capa invisible del verso. Véase el poema de Ángel González titulado «Primera evocación», donde el poeta va rememorando aquellos lejanos recuerdos de su madre en medio de la tormenta; tormenta que, por supuesto, tenía su correspondencia metonímica con el maldito conflicto.


Recuerdo
que yo no comprendía.
El viento se llevaba
silbando
las hojas de los árboles
[…]
sin embargo,
no devolvió lo arrebatado el viento,
ni la lluvia
pudo borrar las huellas de la sangre.

[Ángel González, «Primera evocación»]

A todos ellos les marcaron las ausencias, las oportunidades perdidas de entonces. Los casos de Ángel González, que como ya se ha dicho perdió a sus hermanos en la guerra, o de los Goytisolo, que perdieron a su madre, resultan especialmente trágicos. Pero incluso los que no hubieron de sufrir ninguna pérdida cercanísima también encontraban el vacío detrás del hecho simple de sobrevivir. La mayoría de los autores provenían de familias burguesas, de buen apellido y larga hacienda, lo que les permitió huir de la zona peligrosa. Es el caso de Gil de Biedma, a quien la guerra pilló en la finca familiar de Nava de la Asunción (Segovia), y la culpabilidad que le produjo el refugio paterno le provocó notables crisis de identidad. O el caso de Ana María Matute, segura bajo la fortuna familiar, pero a la que la guerra le produjo un terror psicológico que volcaría en su obra, donde los niños observan el horror, donde los adultos se refugian en la fantasía. La guerra es el dilema que todos afrontan, es el horror que todos disfrazan. Como en este poema de José Agustín Goytisolo, donde utiliza el parafraseo quevediano para hablar de aquellos años en que perdió a su madre.


Entre el humo y la sangre,
miré los muros
de la patria mía,
como ciego miré
por todas partes,
buscando un pecho,
una palabra, algo,
donde esconder el llanto.

[José Agustín Goytisolo, «La Guerra»]

Crisis social

Si por algo se caracterizó esta generación fue por tener la habilidad de retratar, casi en conjunto, los oscuros callejones de una realidad que a esas alturas de siglo se había tornado miserable. Prácticamente todos los integrantes coinciden a la hora de potenciar esta temática: la infelicidad del ser humano derivada del gris del contexto, angustia por un futuro no menos gris y áspero, la desigualdad, el hambre, la miseria, el exilio… Muy pronto se dan cuenta de que esta especie de columna es capaz de vertebrar a todos ellos, y al calor de la poesía se reúnen para poner sobre la mesa todos estos asuntos, moldearlos e incluirlos en el corpus de su poética. Se erigen en la voz de un pueblo callado, conscientes de que gracias al disfraz de la palabra podrán gritar, podrán protestar e incluso podrán esperanzar a un pueblo que solo encuentra refugio entre páginas. Este ejemplo de Julia Uceda es magnífico: utiliza la misma metáfora eólica que Ángel González en el poema reseñado antes, dejando claro que lo que el viento ha dejado es solo ruina, por la que revolotea, triste, la mariposa.


Nada te pido. Muerdo en mis entrañas
mi soledad, mi sal, mi aburrimiento,
mi corazón ahogado en telarañas
con un arado blanco y descontento.
Y destruida ciegamente vuelo
sin vida ya, sin muerte. Solo viento.

[Julia Uceda, «Mariposa en cenizas»]

Renglones atrás ha aparecido un concepto sumamente importante para entender lo que este grupo significó a la hora de sortear el elemento censor que toda dictadura trae consigo: las múltiples reuniones que celebraban. Los miembros del grupo se juntaban a menudo para establecer líneas estilísticas que no pudieran ser atacadas. Si un solo poeta, aislada e individualmente, publica una obra que «moleste», a la censura no le costará demasiado aplacar dicha molestia; sin embargo, si ese aspecto que puede inquietar al régimen llega desde las plumas de cada miembro del grupo literario más influyente del momento, detenerlo resultará más costoso. Y estas reuniones, además, están cargadas de un fuerte simbolismo.

Memorable fue la visita del grupo a Colliure, donde los miembros se fotografiaron frente a la tumba del maestro Antonio Machado, lugar molesto para la dictadura por razones evidentes. Como memorables serían también los encuentros que Carlos Barral, de alguna manera prócer del grupo, organizó en Formentor. Por no hablar de las pequeñas y esporádicas reuniones que fomentaban los lazos entre poetas, como por ejemplo la narrada al principio del texto. Toda esta cohesión permite que no sea un individuo el que se enfrente al contexto gris, al silencio, al llanto, sino un conjunto férreo de creadores, de artistas comprometidos difíciles de corromper. Y aparecen ya dos conceptos hasta entonces innombrables: paz y libertad.


Solicito
una sublevación
de paz, una tormenta
inmóvil.
[…]
Un mismo canto pide
la justicia y la
belleza.
Sea la luz
un acto humano.
Se puede
morir
por esta
libertad.

[Antonio Gamoneda, «Sublevación»]

Crisis personal

Y, en última instancia, la poesía acaba donde acaba siempre, es decir, en el dolor al que la herida propia te condena. Porque si bien es cierto que todos los miembros de este grupo fueron activistas de la realidad, comprometidos con su tiempo, que buscaban en su labor poética el auxilio social que ofrece el arte, no lo es menos que al final eran las propias tragedias individuales las que elevaban su verso.

Un ejemplo de esta tragedia velada es el suicidio. En algunos de sus componentes, el deseo de morir apareció de manera recurrente, acuciado entre otras cosas por la angustia descrita párrafos atrás. Obviamente, en una sociedad devota de María, donde la Iglesia había asumido el control de prácticamente todos los estamentos, el suicidio era un tema tabú, otro de esos incordios que la censura no admitiría. Por eso, cuando Gil de Biedma sintió, tumbado a las estrellas en su finca de la Nava, que habría de morir, que el suicidio era la única vía, muy rápido supo que no podría componer verso alguno que le salvara la vida si no utilizaba alguna artimaña que le permitiera salvar el feroz órgano censor. Para eso ideó el mecanismo: escribiría sobre la muerte de una segunda persona, que también sería él. Al poema lo llamó «Después de la muerte de Jaime Gil de Biedma», y es una de sus mejores composiciones. No menos dramático fue el enfrentamiento entre la muerte y Gabriel Ferrater. Este había jurado que no permitiría que los cincuenta años de edad le alcanzaran, y cumplió su promesa: veinte días antes de que llegara el momento, una caja de barbitúricos se lo llevó. Las alusiones al suicidio, como en el caso de su amigo Gil de Biedma, habían sido lo menos explícitas posible.


Caminará por bosques
oscuros. No verá
la azagaya de luz
de la memoria súbita.
Y cuando esté tan lejos
que ya parezca muerto
podremos recordarle.

[Gabriel Ferrater, «El mutilado»]

En este sentido, los ejemplos de pequeñas tragedias personales son innumerables; y el eco en sus obras, infinito. Desde el problema de la España rural, donde habitan algunos de sus miembros, hasta el machismo que las mujeres del grupo han de soportar, pasando por la homosexualidad, las drogas, la promiscuidad o el exilio. Temas todos ellos vetados dentro de la estrecha libertad permitida por el régimen. Pero permita el lector que despida el texto con el que para mí es el miembro más brillante de todos ellos: Gil de Biedma. Un ser completísimo, un artista inenarrable. El poema «Contra Jaime Gil de Biedma», donde el poeta clama contra sí, en segunda persona de nuevo, y contra el sentimiento de culpabilidad que le corroe, derivado de su mala vida, de su coqueteo con el vicio y de su pasión por todo aquello que, en tiempos oscuros, suele estar prohibido. Hasta tal punto llega su desprecio, que se dice a sí mismo: «Si no fueses tan puta…».


¡Si no fueses tan puta!
Y si yo supiese, hace ya tiempo,
que tú eres fuerte cuando yo soy débil
y que eres débil cuando me enfurezco…

[Jaime Gil de Biedma, «Contra Jaime Gil de Biedma»]

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