Me gusta, disfruto, babeo cuando encuentro una noticia en la que unos chicos se han reunido para celebrar una fiesta en plena pandemia. Es la ocasión propicia para sacar la hiel a pasear contra la juventud -¡qué futuro nos espera!- y no veas cómo me quedo: "Hay que lapidarlos, meterlos en la cárcel con los presos peligrosos, humillarlos, descuartizarlos..." Volcar todo esto en los foros alivia un huevo. Uno, cuando es tan inteligente como yo, necesita vilipendiar a todo quisque y ridiculizar al santo palio. Tampoco es necesario argumentar demasiado, porque se me iría la fuerza en vano, la mayoría no me entendería y no valdría la pena. No está hecha la miel para la boca del asno.
Ser inquisidor es una delicia. Si por mí fuera, los castigos, los arrestos, las penas de cárcel, las torturas, tendrían que imponerse de manera más radical, sin tantos miramientos. Sobre todo por el placer que supone ver padecer a quienes han hecho algo que yo no puedo disfrutar. ¿Quién es esta gente para reírse, para divertirse, para bailar, para follar, si yo no puedo hacerlo? Me importa un huevo la pandemia, pero me solivianta ver cómo se goza sin que yo participe.
Dadme carnaza, dadme pandemias, terremotos, temporales, accidentes de tráfico, paro, miseria, delincuencia, drogas, dádmelas, para que pueda quejarme de todo, para insultar a diestro y siniestro, para arrojar toda esta bilis que me quema el hígado y me provoca úlceras de píloro. ¡Qué a gusto se queda uno cuando le escupe a la televisión y se orina sobre la pantalla del ordenador!