De espaldas aún era menos femenina que de cara. Le faltaban
las caderas y las turgencias propias de su sexo. Su rostro era agrio —tal
y como lo imaginé cuando la estonia me habló de ella—, capaz de humillar a cualquier adolescente que no se sometiera a sus caprichos. Sin
embargo, cuando pronuncié su nombre, me sorprendió su reacción: la
vergüenza de una mujer descubierta oliendo unos calzoncillos en los
vestuarios de hombres. Los pantalones de Puri no se le ajustaban al
culo porque carecía de glúteos. Le hubiera sentado mucho mejor un hábito de monja para ensanchar sus mejillas de hueso y para que su
esqueleto no tableteara como si lo acabaran de arrojar al pudridero. No
sé por qué no utilizaba los hábitos. Le habrían ido de perlas para camuflar, no solo su físico, sino también la leche cortada de su media sonrisa.
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