Fue mi padre quien me aconsejó una y otra vez, con énfasis, la lectura del Ulises. Sus recomendaciones siempre eran certeras y su pasión por este libro más que evidente —él se lo había leído casi de tirón la primera vez y creyó, craso error, que a mí me iba a suceder lo mismo—, así que intenté sumergirme en su lectura dos o tres veces. Y dos o tres veces abandoné la novela después de leer, o mejor diría de tropezar entre renglones, durante un par de capítulos. Pensaba que mejor dedicaría mis esfuerzos a libros menos inhóspitos.
Hay algo en el inicio del Ulises que puede desinflar el ánimo incluso de lectores bien entrenados y dispuestos. Puedo decir es el único libro que tuve que abandonar no porque fuese un mal libro, sino porque me sentía sobrepasado. Esta es una sensación que muchos lectores experimentan con esta novela, aunque hay una minoría privilegiada, o afortunada, o quizá más evolucionada, que consigue sumergirse en la obra ya con un primer contacto. Pero si escribo estas líneas es precisamente porque no pertenezco a esa selecta minoría. Y aun así conseguí terminar amando el Ulises y me gustaría animar a otros para que lo consigan también. La curiosidad por descubrir los ignotos alicientes de esta monumental y abrupta novela —y, por qué no decirlo, el orgullo de “voy a ser capaz de leer este artefacto y no solo de pasear los ojos por los renglones”— me impulsó a no dejarme vencer, a buscar los ratos indicados en que poder prestarle la debida atención, a centrar mi ímpetu en superar esos primeros capítulos. El esfuerzo fue recompensado. Aun así, hay que admitir que no se trata de un libro para todos los públicos y que su lectura es difícil, pero no es un callejón sin salida. Si yo pude, usted también puede.
Qué es este libro y para qué sirve
Ulises es, ante todo, un experimento. Un juguete literario. El juguete de James Joyce; el escritor irlandés quiso crear una obra repleta de paralelismos encubiertos y significados ocultos, cuyo descubrimiento tuviese ocupados a los críticos durante generaciones. No cabe duda de que consiguió su objetivo: aún hoy, las innumerables referencias camufladas en el texto son objeto de estudio. No nos detendremos aquí en hacer un sesudo análisis de los significados del libro, pero es inevitable apuntar algún comentario al respecto. Ulises narra una jornada en la existencia de varios habitantes cualesquiera del Dublín de los años veinte. Lo hace a través de dieciocho capítulos muy diferentes entre sí, tanto en tono como en estilo. Según el propio Joyce indicó a algunos amigos, cada capítulo hace referencia a un personaje o episodio de la Odisea de Homero, y el título de la novela ya da una pista de ello. El Ulises de la Odisea era el personaje literario favorito de Joyce, así que lo convirtió en título y centro de su juguete literario, aunque en el libro no hay ningún personaje con ese nombre. El equivalente del griego Ulises en la novela es Leopold Bloom, y su particular odisea no transcurre a través del océano sino por las calles de la pintoresca capital irlandesa. Molly Bloom, su esposa, es una moderna encarnación de Penélope. Y Stephen Dedalus no solo refiere a Telémaco —el hijo de Ulises y Penélope—, sino que es una especie de alter ego del propio Joyce. Además, ciertos capítulos hacen alusiones veladas a los cíclopes, las sirenas, Calipso, Proteo y demás mitología homérica. No vamos a adentrarnos más en todos estos paralelismos y en otros secretos del texto. Cualquier lector puede recurrir a los esquemas que el propio James Joyce envió a sus amigos Carlo Linati y Stuart Gilbert. Ambos esquemas difieren un tanto entre sí, hay que decir, pero dan una muy buena idea de cuáles son todos los motivos ocultos en la novela.
Qué me va a ocurrir cuando lea esta novela
…si es que podemos llamarla novela. Ulises es como una de aquellas viejas radios de onda larga, en las cuales uno giraba la rueda intentando captar lejanas emisoras que hablaban en lenguas desconocidas. De la radio surgían ecos, silbidos y fragmentos de charla o música; parecían llegados de otro mundo, una aparente cacofonía sin sentido que podía aburrirte, exasperarte, hasta que comenzabas a acostumbrarte a ella. Al final, los extraños sonidos del cósmico vacío de la radio se transformaban en un nuevo tipo de música, cuya rareza formaba parte del encanto del acto mismo de intentar localizar nuevas emisiones. En Ulises, el lector está obligado a hacer el esfuerzo de sintonizar su radio para poder captar la emisora de Joyce. Es muy difícil estar en la misma onda justo al empezar la lectura, y eso produce aburrimiento o exasperación en muchos lectores; sufren lo que en términos ciclistas podríamos llamar la “pájara del Ulises”. Pero esa pájara esconde una recompensa. Si uno hace el esfuerzo de seguir pedaleando, la cuesta inicial del libro puede llegar a ser superada. Eso sí, hemos de volver a sintonizar nuestra radio al comenzar cada nuevo capítulo —tan diferentes son entre sí—, pero llega un momento en que comenzamos a entender las reglas del juego que plantea Joyce. Y es entonces cuando empezamos a disfrutar incluso de los pasajes más experimentales y estrafalarios.
El único error que nadie debería cometer al enfrentarse a Ulises es pretender encontrar un argumento convencional, bien expuesto a la vista del lector y que permita seguir leyendo por el mero interés de comprobar cómo se desarrollarán los acontecimientos. No existe tal cosa en este libro; el argumento es lo de menos. Ulises es un collage, una narración cubista, tan descompuesta en pedazos que deja de parecer una narración. Hay que leerlo sabiendo de antemano que resultará difícil empezar a disfrutarlo hasta no conseguir formarse cierta visión global de lo que el libro pretende. Y para ello es necesario leer unos cuantos capítulos que nos permitan tomar perspectiva sobre el conjunto, como cuando uno se aleja unos metros de un gran cuadro para poder contemplarlo —y entenderlo— mejor.
La Biblia de la vulgaridad
Un ejercicio literario interesante es el de comparar Ulises con otras de las dos grandes novelas de su tiempo: En busca del tiempo perdido de Marcel Proust y La montaña mágica de Thomas Mann. Aparte de su importancia literaria y su contemporaneidad, la comparación entre las tres obras tiene ciertas razones de ser. Para empezar, tenemos tres sensibilidades distintas a la hora de describir la realidad. En busca del tiempo perdido es un libro pictórico que retrata el mundo con la atención al detalle y la profusión de pinceladas de un lienzo barroco. La montaña mágica es un libro musical, como una sinfonía en donde el ritmo y la duración son elementos fundamentales, herramientas para perfilar un concepto de la vida basado en la fugacidad de los años, en lo imparable del paso del tiempo. Ulises, en cambio, es un libro bíblico; distintos textos que, como en la Biblia, parecen provenir de diferentes autores y épocas, escritos con estilos de lo más variopinto, a veces incluso contradictorios. Es imposible atribuirle un estilo dominante. Cada capítulo tiene un narrador diferente, una forma de escribir (y de puntuar) distinta, un carácter ajeno al anterior.
Además, cabría hacer notar, los tres libros citados tienen la banalidad como uno de sus principales temas. En la vasta novela de Proust, la superficialidad burguesa de los entornos y los personajes que los habitan planea por todas las páginas. El propio Proust es partícipe de esta actitud frívola ante la vida, pero su sensibilidad, su aguda inteligencia y su talento literario le permiten convertirla en un complejo objeto de estudio formal; sabe justificarla hasta crear una verdadera Ciencia de lo Banal. Thomas Mann, en cambio, analiza esa superficialidad burguesa desde el exterior, como observador crítico. Aunque admite sus encantos y no niega sentirse atraído por ellos, también los censura y emite un juicio severo sobre una noción insustancial e improductiva de la existencia. Con esa categorización moral y su papel de juez, Mann eleva lo trivial no por sí mismo, sino como objeto —aunque sea negativo— de una reflexión filosófica profunda. James Joyce, sin embargo, ni justifica ni condena. Es la suya otra clase de materia superficial: la vulgaridad, es decir, la vacuidad sin refinamientos de las vidas del pueblo llano. Pero Ulises no reflexiona, por lo menos no de manera abierta, sobre esa vulgaridad. La utiliza como materia prima sin que nunca se perciba un intento de elevarla por sobre sí misma. De hecho, esa vulgaridad, unida a la relativa cualidad insustancial del argumento, sirve a Joyce para destacar la forma sobre el fondo y el continente sobre el contenido. Si Ulises narrase una tragedia o describiese un cuadro conmovedor, ya no sería el libro que es. La odisea vulgar que dura un día y cuyo pedestre escenario es la poco homérica Dublín, esa es la materia prima necesaria para la exaltación de la literatura misma, como artefacto y como arte. La novela está más allá de lo que cuenta y más allá de los personajes que la protagonizan, la novela como pieza artística es aquí lo primero y principal; no ha de importar cuál es el contenido de ese arte. Como en un bodegón donde la imagen de una humilde jarra y un par de ristras de ajos sirven para crear grandeza, lo innoble del tema carece de importancia en Ulises: es la creatividad y el sentido estético del artista que está retratando ese tema lo que debemos admirar.
Presuntuosidad, artificiosidad y esnobismo
Que Ulises es un libro pretencioso no lo negaba ni el propio autor. Como ya hemos comentado, sus intenciones estaban más allá de contar una historia; quería epatar, intrigar, dar que hablar a la crítica. Pero no deberíamos caer en la trampa de pensar que por ello el libro carece de corazón. Puede que se trate, en lo primario, de un artificio. Sí, lo es; pero es un artificio edificado sobre la base de un inconmensurable talento y una artesanía cuidada con pasión. Son su complejidad y lo enrevesado de su estructura, así como lo revolucionario de muchas de sus propuestas, los que hacen que el artificio se transforme en Arte con mayúsculas. Aunque Joyce juega al gato y el ratón con las innumerables referencias ocultas del libro, no es necesario conocerlas para disfrutar y juzgar Ulises como una lectura completa y redonda. Es un juego, pero como sucede en el ajedrez, su profundidad estética y filosófica va más allá del mero componente lúdico o competitivo. James Joyce creó una novela demasiado rica, demasiado innovadora y demasiado fascinante como para que no trascienda el divertimento formal.
Cuando se habla de Ulises y se comentan sus virtudes literarias, o las peculiaridades de su estructura y contenido, resulta quizá inevitable sonar algo pedante o dar la impresión de ser un snob. Como es obvio, no estamos hablando de un libro de iniciación a la lectura para preescolares, así que resulta imposible hablar de él en términos demasiado simples. Es un libro difícil, muy difícil; intrincado a varios niveles, retorcido, exigente. Pero, vuelvo a insistir, no se necesita un doctorado en joycelogía para llegar a apreciarlo. El único requisito es estar dispuesto a dar el paso y hacer el esfuerzo de superar los escollos iniciales. Incluso el lector que desconozca que se trata de un compendio de secretos puede llegar a sentirse fascinado por muchos de los momentos de la novela, incluso por varios de los pasajes de apariencia más inconexa, que con una atenta lectura cobran vida como esas láminas de efecto tridimensional a las que uno ha de mirar durante un rato para conseguir ver alguna forma reconocible.
Hay obras que están en boca de los snobs y que, en efecto, no contienen ninguna sustancia más allá de su naturaleza “vanguardista”, “experimental” o “referencial”. Pero ese no es el caso de Ulises. Es un libro que merece muy mucho la pena. El que algunos lo califiquen como obra maestra con la boca vacía y como parte de una pose intelectual no significa que no tengamos razón quienes lo citamos también como obra maestra simplemente porque creemos que derrocha maestría por los cuatro costados. No es una lectura entretenida, no pide llevársela a la playa y no todo el mundo conseguirá apreciarla, porque como sucede con todas las obras diseñadas como un experimento estilístico punzante, habrá paladares que no se adapten. Pero no hubiese escrito este artículo si no creyese que, al igual que me sucedió a mí, hay quienes se lo están perdiendo por no haber encontrado el momento adecuado, o por haberse desanimado demasiado pronto, y que terminarán enamorándose del libro si le conceden una voluntariosa oportunidad. No es para todos los públicos, pero sí hay un cierto público que aún no sabe que podría ser para ellos. Buena suerte, quizá seas uno, o una, de los afortunados. Y entonces podré decir: bienvenidos a uno de esos libros que no se olvidan jamás.
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