El movimiento que apreciamos en la tierra se apoya esencialmente en dos invenciones del espíritu humano: el movimiento en el espacio se basa en la invención de la rueda, que gira vertiginosamente alrededor de su eje, y el movimiento intelectual guarda una relación directa con el descubrimiento de la escritura. En cierto momento, en algún lugar, un ser humano anónimo concibió la idea de doblar una madera dura, curvarla y convertirla en una rueda. Gracias a este pionero, la humanidad aprendió a superar la distancia que separa pueblos y países. De pronto era posible entrar en contacto con otras personas por medio de vehículos que permitían transportar mercancías, viajar para adquirir nuevos conocimientos y acabar con las restricciones impuestas por la naturaleza, que limitaba la obtención de frutos, de minerales, de piedras preciosas y de otros productos a zonas donde las condiciones climáticas eran propicias.
Los países ya no vivían aislados, ahora establecían vínculos con el resto del mundo. Oriente y Occidente, Norte y Sur, Este y Oeste fueron aproximándose poco a poco, a medida que concebíamos nuevos medios de transporte. El desarrollo de la técnica ha dotado a la rueda de formas muy sofisticadas—la locomotora que arrastra los vagones de un tren, los automóviles que circulan a toda velocidad o los barcos y los aviones propulsados por el giro de sus hélices—con las que acortamos las distancias y vencemos la fuerza de la gravedad; del mismo modo, la escritura, que ha evolucionado desde los pliegos más sencillos, pasando por los rollos, hasta culminar en el libro, ha puesto fin al trágico confinamiento de las vivencias y de la experiencia en el alma individual: desde que existe el libro nadie está ya completamente solo, sin otra perspectiva que la que le ofrece su propio punto de vista, pues tiene al alcance de su mano el presente y el pasado, el pensar y el sentir de toda la humanidad. En nuestro mundo de hoy, cualquier movimiento intelectual viene respaldado por un libro; de hecho, esas convenciones que nos elevan por encima de lo material, a las que llamamos cultura, serían impensables sin su presencia.
Para nosotros, hijos y nietos de siglos de escritura, leer se ha convertido en otra función vital, una actividad automática, casi física, y el libro, que ponen en nuestras manos el primer día de escuela, se percibe como algo natural, algo que nos acompaña siempre, que forma parte de nuestro entorno, y por eso la mayoría de las veces lo abrimos con la misma indiferencia, con la misma desgana con la que cogemos nuestra chaqueta, nuestros guantes, un cigarrillo o cualquier otro objeto de consumo de los que se producen en serie para las masas. Cualquier artículo, por valioso que sea, se trata con desdén cuando puede conseguirse con facilidad, y sólo en los instantes más creativos de nuestra vida, cuando reflexionamos, cuando nos volcamos en la contemplación interior, conseguimos que lo que ha llegado a ser común y corriente vuelva a resultar asombroso. En esos raros momentos de reflexión lo miramos con respeto y somos conscientes de la magia que insufla a nuestra alma, de la fuerza que proyecta sobre nuestra vida, de la importancia que hoy, en el siglo XX, tiene el libro, hasta el punto de no poder imaginar nuestro mundo interior sin el milagro de su existencia.El poder del libro para expandir el alma, para construir el mundo y articular nuestra vida personal, nuestra intimidad, suele pasarnos desapercibido salvo en raras ocasiones, y cuando cobramos conciencia de su importancia, tampoco lo manifestamos. Hace mucho que el libro se ha convertido en algo natural, en un objeto cotidiano cuyas maravillosas cualidades no despiertan ni nuestro asombro ni nuestra gratitud. Del mismo modo que no somos conscientes del oxígeno que introducimos en nuestro organismo cada vez que respiramos ni de los misteriosos procesos químicos con los que nuestra sangre aprovecha este invisible alimento, tampoco advertimos la materia espiritual que absorben nuestros ojos y que nutre (o debilita) nuestro intelecto continuamente.
Aunque estos instantes son tan escasos, precisamente por ello suelen permanecer en nuestro recuerdo durante mucho tiempo, a menudo durante años. Así, por ejemplo, sigo recordando con toda exactitud el lugar, el día y la hora en que surgió dentro de mí esa sutil intuición que me llevó a comprender que nuestro mundo interior se va tejiendo con ese otro mundo visible y, al mismo tiempo, invisible de los libros. No creo que sea una falta de modestia contar cómo se produjo en mí esta revelación espiritual, pues, aunque se trata de una experiencia personal, ese episodio memorable y revelador transciende con mucho al individuo en sí. En aquel entonces, debía de tener unos veintiséis años, ya había escrito algunos libros, por lo que conocía en cierta medida la misteriosa transformación que experimenta un sueño, una fantasía torpemente concebida, y las diversas fases por las que atraviesa hasta que, tras curiosas destilaciones y decantaciones, termina transformándose en ese objeto rectangular de papel y cartón al que llamamos libro, ese producto venal, al que le asignamos un precio y que colocamos como una mercancía más tras el cristal de un escaparate, como si no tuviera alma, cuando, en realidad, cada ejemplar, aunque se compre y se venda, es un ser animado, dotado de voluntad, que sale al encuentro del que lo hojea por curiosidad, del que lo termina leyendo y, sobre todo, del que no solo lo lee, sino que también lo disfruta.
Así pues, ya había experimentado en primera persona, al menos en parte, ese proceso inefable semejante a una transfusión con el que conseguimos que unas cuantas gotas de nuestro propio ser comiencen a circular por las venas de otra persona, un trasvase de destino a destino, de sentimiento a sentimiento, de espíritu a espíritu; sin embargo, la magia, la pasión y la trascendencia de la letra impresa, su verdadera esencia, no se me habían revelado de forma abierta, me había limitado a reflexionar vagamente sobre ello, pero no lo había pensado a fondo, no había sacado las debidas conclusiones. Eso fue lo que comprendí aquel día gracias a la anécdota que voy a referir.
Viajaba entonces en un barco, un buque italiano con el que estaba recorriendo el mar Mediterráneo, de Génova a Nápoles, de Nápoles a Túnez y de allí a Argel. La travesía iba a durar varios días y el barco estaba prácticamente vacío. Así las cosas, solía conversar a menudo con un joven italiano que formaba parte de la tripulación, un mozo que ni siquiera tenía el rango de camarero, pues se ocupaba de barrer los camarotes, de fregar la cubierta y de realizar otras tareas menores, que la gente, por regla general, no valora. Daba gusto ver trabajar a aquel muchacho, un chico espléndido, moreno, de ojos negros, con unos dientes deslumbrantes que brillaban cada vez que se reía. ¡Y cuánto le gustaba reírse! Me encantaba escuchar su italiano melodioso y grácil, una música que acompañaba siempre con vivos ademanes. Tenía un talento natural para captar los gestos de la gente e imitarlos, realizando formidables caricaturas: el capitán, balbuceando con su boca desdentada; el anciano caballero inglés que caminaba por cubierta tieso como un garrote, adelantando un poco el hombro izquierdo; el cocinero, digno y orgulloso, que después de la cena presumía delante de los pasajeros y tenía un ojo clínico para juzgar a las personas a las que había llenado la panza. Me divertía charlar con aquel chaval moreno, asilvestrado, con la frente resplandeciente y los brazos tatuados, que durante muchos años, según me contó, se había dedicado a cuidar ovejas en las islas Eolias, su hogar, una persona bondadosa y confiada como un cachorrillo. No tardó en darse cuenta de que yo le tenía cariño y de que no había nadie en todo el barco con el que me gustara hablar tanto como con él. Así que me contó un montón de detalles de su vida, con franqueza, con total desenvoltura, de modo que al cabo de un par de días nos tratábamos con la camaradería propia de dos amigos.
Entonces, de la noche a la mañana, un muro invisible se alzó entre él y yo. Habíamos recalado en Nápoles, el barco se había llenado de carbón, de pasajeros, de hortalizas y de correo, su dieta habitual en cada puerto, y luego se había hecho de nuevo a la mar. El elegante barrio de Posillipo había ido bajando la cabeza con humildad hasta perderse en el horizonte, entre las colinas, y las nubes que rodeaban la cima del Vesubio parecían las pálidas volutas del humo de un cigarrillo. Entonces se presentó de repente, con una sonrisa de oreja a oreja, se plantó delante de mí y me mostró orgulloso una carta arrugada que acababa de recibir, pidiéndome que la leyera.
Esto fue lo que pasó. Pero la auténtica vivencia, la que iba a transformarme por dentro, no había hecho más que empezar. Me tendí sobre una tumbona y dejé que mi vista se perdiera en la oscuridad de aquella apacible noche. No dejaba de darle vueltas a lo que acababa de ocurrir. Por primera vez me había encontrado cara a cara con un analfabeto, con uno europeo además, una persona que me había parecido inteligente y con la que había hablado como con un amigo. Esa idea me atormentaba. ¿Cómo se reflejaba el mundo en un cerebro como el suyo, que desconocía la escritura? Traté de imaginarme la situación. ¿Cómo sería el no saber leer? Por un momento me puse en el lugar de aquel muchacho. Coge un periódico y no lo entiende. Coge un libro, lo sostiene en sus manos, nota que es algo más ligero que la madera o que el hierro, tiene forma rectangular, toca sus cantos, sus esquinas, observa su color, pero nada de eso tiene que ver con su propósito, así que vuelve a dejarlo, porque no sabe qué hacer con él. Se detiene ante el escaparate de una librería y se queda mirando los hermosos ejemplares, amarillos, verdes, rojos, blancos, todos rectangulares, todos con estampaciones de oro sobre el lomo, pero es como si se encontrara ante un bodegón cuyos frutos no puede disfrutar, ante frascos de perfume bien cerrados cuyo aroma queda confinado dentro del cristal.Al principio me costó entender lo que quería de mí. Pensé que Giovanni había recibido una carta en un idioma que no entendía, francés o alemán, seguramente de una muchacha—era obvio que debía de tener mucho éxito entre las chicas—, y que había venido a buscarme para que se la tradujera. Pero no, la carta estaba escrita en italiano. ¿Qué quería entonces? ¿Que me la leyera? Nada de eso. Lo que quería es que se la leyera, tenía que saber qué decía aquella carta. Y, de pronto, comprendí lo que estaba pasando: aquel muchacho inteligente, de una belleza escultural, dotado de gracia y de auténtico talento para el trato humano, formaba parte de ese siete u ocho por ciento de italianos que, según las estadísticas, no saben leer: era analfabeto. Me puse a pensar y fue entonces cuando me di cuenta de que nunca había conocido a nadie como él, un ejemplar de una especie en vías de extinción en toda Europa. Hasta conocer a Giovanni no me había encontrado con ningún europeo que no supiera leer. Supongo que me quedé mirándole con asombro. Ya no le veía como a un amigo ni como a un camarada, sino como a una rareza. Luego, como es natural, le leí la carta. Se la había escrito una modistilla, no recuerdo si se llamaba Maria o Carolina. Contaba lo que las jóvenes cuentan a los jóvenes en todos los países y en todas las lenguas del mundo. Mientras se la leía, no apartó la mirada de mis labios ni un solo instante. Era obvio que se esforzaba por retener cada palabra. Arrugaba el entrecejo poniendo toda su atención en escuchar, su rostro se desencajaba tratando de recordar cada frase. Le leí la carta dos veces, lenta, claramente, para que pudiera conservarla en la memoria. Cada vez se le veía más contento: tenía los ojos radiantes y la boca florecía como una rosa roja al llegar el verano. Entonces apareció uno de los oficiales del barco, se acercó a la borda y Giovanni no tuvo más remedio que marcharse de allí.
La gente menciona a Goethe, a Dante, a Shelley, nombres sagrados que a él no le dicen nada, son sílabas muertas, voces vacías, carentes de sentido. El pobre ni siquiera se imagina el deslumbrante encanto que puede esconder cualquiera de las líneas de un libro, cuyo fulgor solo se puede comparar con el resplandor de plata que refleja la luna cuando rompe un cúmulo de nubes mortecinas, no conoce la profunda conmoción que se experimenta al comprobar que el destino del protagonista de un relato ha pasado a formar parte de nuestra propia vida casi sin que nos demos cuenta. Como no conoce el libro, vive encerrado dentro de unos muros infranqueables, sordo a cualquier reclamo, como un troglodita. ¿Cómo se puede soportar una vida así, sabiendo que entre nosotros y el universo se abre una brecha insalvable, sin ahogarse, sin empobrecerse? ¿Cómo soporta uno que lo único que puede llegar a conocer sea lo que llega por casualidad a sus ojos, a sus oídos? ¿Cómo se puede respirar sin el aire universal que brota de los libros? Estas eran las preguntas que yo me hacía. Puse todo mi empeño en imaginar la existencia de quien no sabe leer, de quien ha quedado excluido del mundo intelectual, me esforcé por reconstruir artificialmente su forma de vida igual que un erudito trata de reconstruir la forma de vida de un braquicéfalo o de un hombre de la Edad de Piedra a partir de los restos de un yacimiento lacustre. Pero no conseguí meterme en la cabeza de un hombre, de un europeo, que jamás ha leído un libro. Creo que es una empresa condenada al fracaso, tanto como lograr que un sordo se haga una idea de lo maravillosa que es la música por mucho que le hablemos de ella.
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