Eufórico, tras la exitosa aventura del balcón, entré en casa con el propósito de tragarme todos los especiales informativos que emitían a cualquier hora en la tele, en la 1, en A3, en Cuatro, en Telecinco, en La Sexta y en Disney Chanel (la 2 no, demasiado cultural). Apuntaba las estadísticas de muertos, contagiados, confinados, curados, exfoliados, rapados, deprimidos, parados..., en España, en las comunidades, en los países europeos, en América, en Tébar. Hacía gráficos de barras, de líneas, de círculos, de caja y bigotes, árboles de levas... El trasiego era frenético, zapping a lo Usain Bolt: un tertuliano hablaba del origen del virus; una epidemióloga, de cómo tirar de la cadena sin peligro; un funambulista recomendaba hacer gárgaras con agua hirviendo; una chica explicaba cómo hacer una mascarilla con una compresa; todos somos héroes; quédate en casa; esto es una gripe fuerte; es un castigo de Dios; todo va a salir bien; viva la Virgen del Rocío; esto es una conspiración contra los viejos; felaciones a diez euros (esto es spam)..., y yo anotaba lo que podía (que era bastante), con el ritmo de copia conseguido en la cárcel.
Al poco, noté que algo no iba bien en mi cabeza. Junto a los gurús de la televisión, comencé a oír, en estéreo, la cadencia talmúdica de la profesora de Lengua dictando el Quijote. Los datos comenzaron a cruzarse: "En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme vivía un hombre en casa encerrado desde hacía más de 23 días con cien rollos de papel higiénico", "la razón de la sinrazón que a mi razón se hace, España acaba de superar a China, somos los segundos", "él se enfrascó tanto en su lectura, que se le pasaban las noches leyendo de claro en claro, y los días los empleaba en sacar al perro más allá de los 200 metros permitidos",“Esta que llaman por ahí Fortuna es una mujer borracha y antojadiza, y sobre todo, guardad la cuarentena porque así los linces podrán fornicar sin medida"... Me asusté bastante. Nunca había tenido episodios de esquizofrenia, y, en principio, el cruce de voces lo identifiqué con uno de los síntomas que los psicólogos televisivos auguraban como propios de un encierro continuado. Apagué la televisión, se acalló también la voz de la profesora de Lengua y se me encendió el chivato de los descubrimientos: esto, en realidad, era causa de la telerrehabilitación. Creía que no me había hecho efecto, pero sí. Igual que al protagonista de La naranja mecánica le obligan a asociar una cierta música y la violencia con una sensación de angustia, a mí me habían hecho fundir la voz de martillo pilón de la profesora con las de la televisión. La apagué y dormí dieciséis horas seguidas, ¡qué paz!, mis aventuras cuartelarias y eróticas no pedían menos.
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