En 1348 llegó la mortífera peste a la egregia ciudad de Florencia, más hermosa que ninguna otra en Italia, tras comenzar unos años antes en los países orientales y privarles de una innumerable cantidad de vidas. Se propagó sin cesar de un lugar a otro hasta extenderse miserablemente. No valía contra ella remedio ni saber humano, no nos valió limpiar la ciudad de muchas inmundicias ni prohibir la entrada a los enfermos. No valieron los consejos para mantener la higiene ni las rogativas de las personas devotas, ni las procesiones. Al principio de la primavera de dicho año comenzó horrible y sorprendentemente a mostrar sus dolorosos efectos. Como en Oriente, a varones y hembras les nacían en la ingle o bajo las axilas unos bultos, algunos de los cuales crecían como una manzana mediana, otros como un huevo, a los que las gentes llamaban bubas. Luego manchas negras o lívidas, indicio de muerte segura a los tres días de aparecer. Para curar la enfermedad no aprovechaba ni consejo de médico ni medicina alguna. Pocos eran los que sanaban. Y esta pestilencia fue más virulenta porque prendía de los enfermos en los sanos como hace el fuego cuando se acerca mucho a las cosas secas o grasientas. No solo el hablar o tratar con los enfermos contagiaba, sino también al tocar las ropas o cualquier otra cosa usada por los enfermos. No solo se contagiaba entre humanos, también las bestias se veían afectadas. Yo mismo asistí horrorizado al espectáculo de unos cerdos que hozaban entre las vísceras de un muerto de peste, se convulsionaron al poco y cayeron redondos al suelo como si hubieran tomado veneno.
Todo el mundo huía de los enfermos y de sus enseres. Los que podían se apartaban a casas donde no había enfermos y comían alimentos delicados y óptimos vinos, huyendo de todo exceso. Otros, de distinta opinión, afirmaban que el beber mucho y el gozar y el ir cantando y disfrutando por ahí, riéndose y burlándose de lo que ocurría, era la medicina más eficaz para tanto mal. Iban de día y de noche de una taberna a otra, bebiendo sin medida y asaltando las casas de quienes lo habían abandonado todo. Eso sí, siempre huían de los enfermos.
Las respetables autoridades, tanto divinas como humanas, igual que los demás, enfermaban o morían o se habían quedado sin servidumbre. Algunos creían que era muy bueno perfumarse con hierbas aromáticas y flores contra el hedor de los muertos, las enfermedades y las medicinas. Muchos abandonaron sus casas, sus posesiones, a sus parientes y a sus cosas y buscaron el campo, como si el azote de la pestilencia solo fuera a castigar a los que vivían dentro de las murallas de la ciudad. El espanto llegó a tal punto que los ciudadanos se esquivaban entre sí, ningún vecino se ocupaba de otro y los parientes se visitaban pocas veces o nunca. Un hermano abandonaba al otro; el tío, al sobrino; muchas veces, la esposa a su marido; y, lo más grave, lo padres se desentendían de sus hijos, como si no fueran suyos. A los que enfermaban, que eran una multitud incalculable, solo les quedó el auxilio de los amigos incondicionales (muy pocos), o la avaricia de los criados, que servían por elevadísimos salarios. Era tanta la multitud de los que morían que, entre los vivos, surgieron hábitos contrarios a las costumbres primitivas de los ciudadanos. Se olvidó el ritual de los velatorios, y el de los entierros. La gente moría sin testigos y nadie lloraba por ellos. La mayoría solía gastar risas y bromas, y no existía la compasión femenina. Se enterraba al muerto en la primera sepultura que se encontraba libre. Los pobres enfermaban a millares al no poder salir de sus casas y al no ayudarlos nadie, con lo que morían todos. Se enterraba a los cadáveres más por el temor a la corrupción que por la caridad hacia los difuntos. Se metía más de un cuerpo en cada ataúd y, cuando faltaba sitio, se les metía en fosas comunes.
Entre marzo y julio se cree que más de cien mil personas perdieron la vida. Cuando la ciudad estaba casi vacía de habitantes, siete jóvenes entre 18 y 28 años, unidas por la amistad y por el luto, se encontraron en la iglesia de Santa Mª de Novella. Pampinea les propuso a las demás huir de la tragedia al campo y así librarse de la muerte, a lo que Filomena y Elisa propusieron buscar a tres hombres jóvenes con los que pasar el exilio con mayor liviandad...
Todos a beber y a follar que son dos días. Eres el Bocaccio del sigli XXI.
ResponderEliminarEse era el mensaje. Lo peor es que nos han cerrado los bares.
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