Un esputo en la acera, reciente, burbujeante. Bulle la virulencia del mal sin nadie a quien amarrarse. Espero que la lluvia lo sofoque pronto, que lo arrastre en su caudal de charcos y barro, en la limpieza natural de cada mes. Ha llegado el temporal dos días después de recluirnos, para amansarnos, para que la calle no nos atraiga con su cebo de sol. El agua quiere borrar el esputo de la acera, para despejarla de infecciones y de pisadas malsonantes. El tamborileo de la lluvia disimula ese silencio estremecedor que se había instalado en el ambiente, ese funesto lametazo del miedo que ha empapado las calles, las miradas, los balcones, las pisadas, las trayectorias. Me cruzo con una mujer mayor y se aleja de mí cuanto puede. La cabeza abajo, el paso trémulo, arrastra los zapatos en el suelo mojado. En la plaza, solo la estatua de bronce contempla atónita la fachada de la iglesia. Nadie a quien observar, nadie a quien atrapar para la conversación, para el saludo.
Al esputo no se lo ha llevado el agua, resiste, se empecina en seguir apegado a la piedra. Es un ser vivo, como nosotros, un ser vivo que se aferra a la acera para no consumirse. Quizás mañana salga el sol, un sol fuerte, de caldera, y lo tueste para que podamos abandonar este gesto de estupefacción que nos deforma. Nadie, en esta sociedad de los seguros de vida y el día planificado, podía esperar que se nos despojara con tanta facilidad de los derechos burgueses contraídos con el sosiego y los banqueros. Nadie.
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