La tercera vez que se me apareció la Virgen fue en Cartagena de Indias (Colombia). Corría el verano de 1994. Habíamos contratado un hotel con "todo incluido". Lo que no imaginaba es que la misma pulserita con la que me hinchaba a cervezas y frijoles, me serviría también para ver a la Virgen después de 18 años sin noticias de ella. Así fue, el "todo incluido" del hotel valía también para una aparición de una virgen morena en mitad de la playa de Bocagrande. Iba yo paseando por la orilla del mar, asustado de las ametralladoras que se gastaban los militares del malecón, cuando se me acercó una viejecita con un cubo lleno de ostras. Me ofreció la docena a muy buen precio. La rechacé. Me desagradaba entonces la textura mocosa de este bivalvo. La mujer tenía una segunda opción: cocaína sin cortar. Más barato el tiro que una docena de ostras. Tampoco me apeteció. Tengo una nariz muy sensible. La vieja renegó de los que llevábamos la pulserita verde del hotel y, cuando aún la oía maldecir contra las multinacionales y contra el turismo de tres al cuarto, una luz cegadora me tumbó en la arena. En un principio pensé en García Márquez, pero no. Patrocinada por la cadena Meliá, sobre una palmera, se me apareció la Virgen más negra que yo hubiera visto nunca. Bailaba bachata con la gracia de una mulata y se la veía más culona que nunca. No me dijo nada. Apareció un letrero de luces de neón sobre su aura que rezaba: "Por lo que has pagado, solo se te permite verme bailar durante cinco minutos. Si fueras "premium" otro gallo te cantaría". La vi alejarse en los cielos al ritmo de Rubén Blades. Me quedé con las ganas de preguntarle por los niños de Fátima.
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