martes, 24 de diciembre de 2019

Soneto 66 de Shakespeare

Algo ligero para hoy: soneto 66 de Shakespeare. 
No sé inglés y me lamento, sobre todo desde que disfruté buenas traducciones del bardo. Si tanto me ha dado este autor, entrampados sus versos por la traslación a otro idioma, qué no habría extraído de su lengua original. 
El soneto 66 es una voz desgarrada, muy próxima, agotada (aunque no del todo) por la infamia del mundo. 
Fue traducido y utilizado por todo tipo de ideologías y es un bálsamo (aunque no lo parezca) contra la desesperanza. Qué mejor momento que este, para saborearlo (traducción de Mariano de Vedia Mitre):

Harto de todo imploro en paz mi muerte,
el mérito a ser pobre destinado,
y ostentosa la nada más inerte
y el limpio juramento quebrantado

y el honor arbitrario conferido, 
la pura virtud prostituida
y lo correcto vilmente escarnecido
y la fuerza por mancos impedida

y el arte amordazado por quien manda
y la memez, maestra del talento,
y la lealtad, llamada ingenua y blanda
y el justo bien sujeto al mal violento.

Harto de todo, el mundo yo dejara
si muriendo a mi amor no abandonara.

lunes, 23 de diciembre de 2019

"El humor de Kafka" por David Foster Wallace


Lo que los relatos de Kafka tienen es más bien una grotesca, magnífica y completamente moderna complejidad, una ambivalencia que se convierte en la lógica multivalente inclusiva del, entre comillas, “inconsciente”, que yo personalmente creo que no es más que una forma sofisticada de llamar al alma. El humor de Kafka -que no solo es neurótico sino que es antineurótico, heroicamente cuerdo- es, en última instancia, humor religioso, pero religioso al estilo de Kierkegaard y Rilke y los Salmos, una espiritualidad desgarradora contra la cual hasta la gracia sanguinaria de la señora O’Connor parece un poco fácil, y las almas en juego prefabricadas.
Y es esto, creo yo, lo que hace que el ingenio de Kafka sea inaccesible para unos niños a quienes nuestra cultura ha educado para que vean las bromas como entretenimiento y el entretenimiento como algo reconfortante. No es que los estudiantes no “pillen” el humor de Kafka, sino que les hemos enseñado a ver el humor como algo que se pilla, de la misma forma que les enseñamos que el “yo” es algo que se tiene sin más. No es de extrañar que no puedan apreciar el chiste que hay en el centro mismo de Kafka: que la horrible pugna por establecer un “yo” humano resulta en un “yo” cuya humanidad es inseparable de esa pugna horrible. Que nuestro viaje interminable e imposible hacia el hogar es de hecho nuestro hogar. Es difícil de explicar con palabras cuando uno está frente a una pizarra, créanme. Se les puede decir a los alumnos que tal vez sea bueno que no “pillen” a Kafka. Se les puede decir que imaginen que sus relatos tratan todos de una especie de puerta. Que nos imaginemos acercándonos y llamando a esa puerta, cada vez más fuerte, llamando y llamando, no solo deseando que nos dejen entrar sino también necesitándolo; no sabemos qué es pero lo sentimos, esa desesperación por entrar, por llamar y dar porrazos y patadas. Y que por fin esa puerta se abre… y se abre hacia fuera: que durante todo el tiempo ya estábamos dentro de lo que queríamos. Das ist komisch.

David Foster Wallace
Algunos comentarios sobre lo gracioso que es Kafka,
de los cuales probablemente no he quitado bastante, 1999

"Ni ‘Babieca’ ni ‘Tizona’: desmontando mitos sobre el Cid" por Jacinto Antón


El Cid real, el Rodrigo Díaz de Vivar histórico, no tenía dos espadas denominadas Colada y Tizona, ni un caballo que respondiera al nombre de Babieca, ni obligó nunca a jurar en Santa Gadea al rey Alfonso VI, que no había tenido nada que ver con la muerte del hermano del monarca. Sus hijas no se llamaban Elvira y Sol, sino María y Cristina, y además había un hijo varón, Diego. A las chicas tampoco las ultrajaron ni hicieron de todo los infantes de Carrión en la legendaria afrenta de Corpes tras las bodas, ni hubo batalla ganada después de la muerte. De hecho, hasta puede que nadie hubiera llamado Cid al Cid en toda su vida (aunque sí se le conocía y él firmaba como “Campeador”, de campidoctus, “señor del campo de batalla”). Pero todo eso no quiere decir que la existencia y hechos del personaje de verdad (¿Vivar, 1040?-Valencia, 1099) que dio pábulo a la leyenda no fueran extraordinarios.
Ahora, el historiador David Porrinas (Castañar de Ibar, Cáceres, 1977), investigador y profesor en la Universidad de Extremadura y un reconocido estudioso de la guerra en la Edad Media y del propio Campeador, arroja luz sobre el de Vivar en un ensayo desmitificador, tan erudito como apasionante. El Cid, historia y mito de un señor de la guerra (Desperta Ferro Ediciones, 2019), con prólogo del catedrático de Historia Medieval y acreditado cidista Francisco García Fitz, se centra especialmente en la actividad bélica de Rodrigo Díaz y lo muestra como un gran hombre de acción. Un guerrero aventurero y oportunista que se mueve con habilidad y pragmatismo extremos en la frontera difusa entre la cristiandad y el islam al frente de una hueste de tropas híbridas, compuestas por su propia mesnada y contingentes musulmanes. Un mercenario en busca de botín y señor al que servir en un mundo mestizo, en el que los reinos cristianos y las taifas musulmanas guerrean unos contra otros y todos entre sí, aliándose sin importar la religión. Y un combatiente temible que puede ser brutal (hace torturar a civiles y quemar vivo al cadí de Valencia) y que se granjea fama de invencible en la batalla.
Un personaje y un escenario, como se ve, que coinciden poderosamente con los de Sidi, la última novela de Arturo Pérez-Reverte (Alfaguara, 2019), aunque en esta hay jura, Tizona y otros mitos.
“Es muy complicado depurar al verdadero Cid histórico de la leyenda tejida a su alrededor”, explica Porrinas, que subraya que hay unas ideas fijadas durante siglos, unos clichés que cuesta desterrar, y valga la palabra. El caso, recalca, es que hay muy buenas fuentes históricas que nos permiten saber cómo era en realidad. “Es seguramente el personaje que mayor cobertura informativa recibió en su tiempo, más incluso que el propio emperador Alfonso VI. Es absolutamente excepcional disponer de tanta información de alguien del siglo XI que no era ni miembro de la realeza ni un alto cargo eclesiástico”.
Porrinas cita entre esas fuentes la Historia Roderici, contemporánea del Cid o de poco después, y las informaciones coetáneas de cronistas musulmanes que narran la conquista de Valencia (la gran realización del Campeador), algunos de los cuales incluso vivieron el asedio. Disponemos asimismo, apunta, de la carta de arras del matrimonio con Jimena y hasta de un documento firmado de puño y letra por el Cid, que signó “ego ruderico” (el trazo no es muy seguro, así que probablemente el Cid manejaba mejor la espada que la pluma).
Pese a las fuentes, continúa, “el Cantar de mio Cid, puesto por escrito a partir de versiones juglarescas entre finales del siglo XII y primeros del XIII y convertido en la obra cumbre de la literatura medieval española, establece una imagen literaria muy distinta de la histórica, pero llamada a tener mucho más éxito”. Fue, explica, el empeño de Ramón Menéndez Pidal desde 1929 en considerar el Cantar y los romances sobre el Cid fuentes históricas válidas para el conocimiento del personaje lo que ha creado tanta confusión. Por no hablar de la apropiación franquista y de la película de 1961, con Charlton Heston.
Es la del Cantar una imagen heroica, “muy cinematográfica”, con “evidentes concesiones a la sensiblería, la fantasía y el dramatismo morboso”. De los episodios más famosos para los mortales comunes de la vida del Cid, Porrinas recalca que “no hay nada de eso”, y que son todo imágenes que se forjan con posterioridad. El duelo con el padre de Jimena, por ejemplo, no aparece hasta el siglo XIV. En cuanto a la jura de Santa Gadea, no se empieza a hablar de ella hasta el siglo XIII, en una obra del historiador eclesiástico Lucas de Tuy, y sería imposible que se hubiera producido: ningún noble podía desafiar así al poder haciendo jurar a un rey.

Muerte del hijo

De Diego, el hijo del Cid, dicen las fuentes que murió luchando contra los musulmanes en Consuegra (Toledo), en 1097. “Fue un mazazo para el Cid, que perdió la esperanza de crear una línea dinástica para perpetuar su recién conquistado principado de Valencia, aunque consiguió casar bien a sus hijas” (María se desposó con Ramón Berenguer III, conde de Barcelona). En cuanto a la victoria después de muerto, atado al arzón de su caballo, señala que forma parte de la leyenda elaborada por los monjes del monasterio de Cardeña (Burgos) donde fue enterrado el Cid —luego sus restos se dispersaron— tras sacarlo embalsamado de la Valencia amenazada por los almorávides. El historiador indica que no hay pruebas de que en su época le llamaran Sidi o Cid. “La primera vez que vemos esa denominación es en el Poema de Almería, de mediados del siglo XII, donde se menciona a Rodrigo como Cid”.
Sorprende que el Cid fuera un mercenario... “Suena peyorativo, pero esa es la definición del que combate por dinero o por beneficio propio. Rodrigo, un gran pragmático, entiende que su servicio al rey Al Mutamin de Zaragoza y sus sucesores es lo mejor para cumplir su propósito último de hacerse con Valencia. No se puede entender al Campeador sin su relación de mestizaje militar, político y cultural con los musulmanes”. El historiador dice que no ha leído aún la novela de PérezReverte, del que se declara admirador. El ensayo de Porrinas y Sidi coinciden en destacar los aspectos militares del Cid, como el uso decisivo de la carga de caballería y la lanza. También en mostrar el mundo fronterizo de la Península como un escenario turbulento y sin ley, un Far West medieval.

martes, 17 de diciembre de 2019

"Scorsese" por Manuel Vilas

No le sobra ni un minuto de metraje a la última película de Martin Scorsese. Tal vez de esa necesidad de todos los minutos de la cinta no te das cuenta hasta la última parte de El irlandés, una de las más grandes películas que he visto en mi vida. Por supuesto, la vi en la pantalla de un cine, y no en casa. El irlandés no es una película para ver repantigado frente al televisor. Implora demasiado la vida como para que tú le devuelvas algo tan banal como tu mano unida a un mando a distancia en vez de a una pistola. Eso sí, cuesta encontrar un cine donde la pongan.
El irlandés tiene más bien poco que ver con El padrino y mucho con Érase una vez en América de Sergio Leone. No solo porque tanto la última de Scorsese como la que acabó siendo, para nuestra desgracia, la última de Leone tengan a Robert de Niro como protagonista sino porque las dos parecen películas de gángsters pero no lo son. Leone ya usó al célebre sindicalista Jimmy Hoffa para conseguir un retrato épico de la historia reciente de Estados Unidos, algo que nadie ha recordado al hablar de El irlandés. Más escenas que convergen: tanto Scorsese como Leone filman a De Niro en un cementerio, pensando en la muerte. Las dos cuentan la misma historia. Cuentan el paso del tiempo. A Leone le hubiera encantado El irlandés, tal vez incluso le hubiera pedido derechos.
El irlandés tiene que ver más con William Shakespeare que con Hollywood. El irlandés tiene que ver más con la desamparada vida de Elvis Presley que con la mafia. Es una película sobre la soledad de un octogenario que recuerda. Es un hombre complejo. Se niega a admitir que mató a su mejor amigo sin ninguna razón clara. Porque la gente en la vida comete deslealtades sin que haya una razón de peso, de eso habla esta película y por eso es una obra maestra, porque habla de nosotros, los seres humanos. Claro que hay muchas escenas que ya habíamos visto antes: el asesinato en la barbería, en el coche, en el restaurante, etc. Pero Scorsese necesitaba volver a filmarlo para llegar a filmar algo que no había filmado nunca: la deslealtad en estado salvaje. Y vale la pena. Lo comprendes hacia la mitad de la historia, pero una vez que lo comprendes el grado de enamoramiento y emoción es tan grande que esas tres horas y media se han convertido en cinco minutos reveladores. Un hombre que se niega incluso delante de la muerte a decir la verdad, eso es abismo y misterio. Un hombre que va a ver a su hija, y lo que ve es el odio y el terror de su hija, y sigue vivo, esperando un día más. Un hombre que mató a su amigo, pero le sigue queriendo como si no lo hubiera matado. Así es la vida, rara y fuerte, rara y luminosa, rara y sin enmienda.

lunes, 16 de diciembre de 2019

"Desenredada" por Marta Sanz

Siempre me piden explicaciones por no ser mamá y por no estar en redes. Visión: mosca en tela de arácnido o pezqueñina en boliche. No entiendo tanta inquietud por mi integración digital. Me decía un escritor: “Soy el príncipe de Facebook”. Ya sé que me pierdo ventanas abiertas al mundo. También me protejo de mi tendencia a saltar al vacío. A las adicciones: con la cerveza tengo suficiente. Cuando veo a personas prendidas a las pantallas, me acuerdo de la niña de Poltergeist. He elegido no participar en redes igual que hay quien ha decidido no comer corderos o volver a fumar. La vida consiste en elegir cuando te dejan —elegir bien significa ser elegante—, en no creer que eliges cuando en realidad no eliges y, luego, en justificarte por tus elecciones que, repensadas, pueden conducirte a enroque o rectificación.
No me disgusta la frivolidad, pero me aparto de las redes porque no quiero: grabarme con orejitas de gato; ser seguidora ni acumular likes; tener un millón de amigos y mutar en hikikomori; estresarme ante el imperativo de que cada momento sea fotogénico; fotografiar lo que como —simulacros de alimentos, tomates de plástico de las cocinitas e imágenes de hamburguesas me dan asquito—; ser encontrada sin que me pierda; ponerle estrellitas a Anna Karenina y comprobar que es más popular —oh, yeah— un poeta youtuber; transformarme en inspectora en restaurantes y hoteles; ser clienta, carne de zapping; echarle a mi opinión un baño de oro; equiparar el Louvre con una experiencia de karaoke; obtener diagnósticos por teléfono; cazar Pokémon; ser “el puto amo” en Twitter; hacer gilipolleces de riesgo; ser escrutada y que el algoritmo se anticipe a mis deseos comerciales y políticos; superodiar y superamar en un segundo; estar siempre en otra parte, habitar al otro lado del espejo; creer que el dinero es volátil y todo lo tengo a un click. Tampoco quiero ser mercancía y pagar por serlo: las redes no son gratis, transforman cuerpo y escritura en fetiche, nos obligan a cambiar de móvil porque el nuestro se ha quedado sin memoria… Rendueles, Zafra, Nadal Suau no soplan conmigo las trompetas del Apocalipsis. Es otra cosita.
Después de clase, Sonia fotografía la pizarra para subirla a Instagram. Manuel graba una presentación. Todo se aleja, se exhibe tras las pantallas táctiles y no hay necesidad de ocupar el espacio real. Sin peso ni olor. Tampoco las palabras que pronuncias delante de 15 son las mismas que dirías delante de 100.000: procuro no incurrir en autocensuras, pero me siento rigurosamente vigilada. La recepción se desdibuja y se provocan malentendidos. No es superstición ni un asunto de inmoderado uso de una herramienta. Internet es ideología dominante anclada en un sentido flojo de comunidad, comunicación, amor y política. Podría ser otra cosa, pero aún no es contrapeso al pensamiento único, sino productor de democracia de mala calidad. Soy dinosauria, carcamala y habitante del siglo XXI. No pretendo insultarles: solo justificar mi ausencia. Pero he mentido: uso WhatsApp. Esta Navidad inundaré a mis contactos con felicitaciones y caritas monstruosas con ojos de víscera. Después ahogaré mi smartphone en el clásico bidé.

martes, 10 de diciembre de 2019

La alacena

Entro en la alacena:
sobre tablas y mugre
una sombra de mí,
suspiros de almendra,
paliduz
y un tebeo de Agamenón. 
Hedor de infancias,
soledades
en bici Abelux, 
orines e inocencia.
Entro en la alacena:
mocos, legañas 
y jerséis de lana,
pantalones cortos,
la raya al lado,
trazada con Nenuco
y un poco de saliva.
Entro en la alacena:
la vieja Julieta 
con cuarenta niños,
caligrafías, burlas
y sangre en las rodillas.
Detrás de los plumieres de madera, 
un tullido muerde un lapicero,
lagartijas, ranas
y crueldades de sicario.
Entro y veo
el color sepia del río,
chopos como leyendas.
Piso un avispero
y reímos, bárbaros,
con el dolor del débil.
Partidos de fútbol 
sin reglas y con puños,
camisetas sin marca,
llagas sin porterías.
Miedo al otro,
miedo a mí mismo,
miedo al padre,
miedo a la calle,
miedo al colegio,
miedo a la noche,
refugio bajo la cama.
Infancia de mierda
con bocadillos nocturnos
y carros de roces,
cine los domingos
y braguero en verano.
Las tripas no querían
esperar en la barriga.
Demasiados caramelos 
de nata
y papillas de "Maizena".
La televisión y una jeringa
metálica que aún huele
y duele.
Miedo a la practicante,
al eclipse de sol
y a Matamala.
Miedo a despertar
y a dormir
y a vivir.  
Es oscura la alacena.

domingo, 8 de diciembre de 2019

Hipocresía


Estamos repitiendo el molde de los señorones y señoronas de la alta burguesía. Los días de diario colaboraban en la explotación del pobre, acumulaban riqueza de una forma indecente y la exhibían en salones, iglesias y procesiones. Eso sí, los días de fiesta colaboraban en las mesas petitorias del Domund. Para limpiar su conciencia nacionalcatólica.
Hoy salimos a diario a comprar en masa a las grandes superficies o nos surtimos de caprichos en Amazon, acumulamos ropa que valdría para vestir a todos nuestros vecinos y exhibimos nuestros coches cargados de petróleo hasta colapsar autovías de cinco carriles. Eso sí, los días de fiesta participamos en una manifestación contra el clima o nos ponemos una pulsera reivindicativa. Para limpiar el karma. 
¿Quién podría haber convencido a esas señoronas para que no usaran abrigos de visón o a sus maridos para que no estupraran a la doncella? Nadie. ¿Quién nos puede convencer de no entrar en el Primark o de no comprar compulsivamente en Amazon? Nadie. Nos ahogamos en plástico y carbonilla, seguro, como a los señores de bien los ahogaba la gota y la apoplejía.

sábado, 7 de diciembre de 2019

"Pliegos de cordel en el Museo del Prado" por Manuel Vicent

Una mañana plácida de otoño gentes de todas las razas y edades guardan pacientemente la cola para ver la exposición de los dibujos de Goya en el Museo del Prado. Antiguamente en las fiestas y en las romerías de los pueblos, entre feriantes y saltimbanquis, solía haber un ciego que narraba con una cantinela ritual una serie de crímenes pasionales y condenas de presidio, milagros de la Virgen y de los santos, catástrofes naturales, lances de amor perdido y otras desgracias sucedidas en la comarca. Estas noticias también se vendían impresas en pliegos colgados de un cordel en las plazas. Puede que a Goya le excitaran la imaginación estas crónicas negras, que relataban los ciegos; de hecho, dedicó gran parte de su genio a dibujarlas como una forma de exorcismo.
A simple vista la vida es bella esta mañana alrededor del Museo del Prado. El sol de otoño extrae de los árboles del paseo y del Jardín Botánico todos los colores rojos y amarillos que Velázquez, Tiziano y Rembrandt aplicaron a sus cuadros. No hay ningún ciego cantor que explique al pueblo llano las miserias de la vida española actual. Solo un mendicante con un plato limosnero a los pies toca un alegre vals de acordeón ante las puertas de Cristina Iglesias, que se abren al claustro de los Jerónimos mientras alrededor se mueve un enjambre de espectadores dispuestos a tomarse una purga estética y moral.
Son más de 300 dibujos, como impromptus nerviosos de la mano magistral, en los que Goya ha trazado a lápiz, a tinta o con aguadas lo peor de la condición humana, la violencia, el fanatismo, la estupidez y el miedo del tiempo en que le tocó vivir. Tal vez un día había oído cantar a un ciego lo que le sucedió en Zaragoza a un alguacil, perseguidor de estudiantes y de mujeres de fortuna, cuando entre todas lo trincaron y le pusieron una lavativa de cal viva. Y aun hubo más, mataron a un burro, le vaciaron las vísceras y metieron al aguacil en la tripa y la cosieron. Por lo visto sobrevivió toda una noche. Los espectadores contemplan y analizan estas imágenes de cerca con los ojos achinados. Luego unos sonríen y otros se alejan con el horror reflejado en el rostro. Hay que imaginar esta historia escrita en un pliego colgado de un cordel en una plaza a la salida de misa en la feria de la patrona.
En la entrada de la exposición alguien podría recitar la vieja cantinela. Pasen y vean las delicias de la España negra, aquelarres de brujas, herejes empalados, capirotes amarillos de San Benito de los condenados por la Santa Inquisición camino del cadalso a lomos de un asno, pobres agarrotados, mujeres, niños y hombres esperando su muerte bajo los fusiles, máscaras, procesiones de flagelantes, corridas de toros con caballos destripados en la plaza, majas de paseo, celestinas, caballeros galantes, riñas y celos, maridos que cabalgan a su mujer y la azotan como a un jumento. ¿Hay alguien que pueda salvarse? Las carretas arrojan cadáveres en los cementerios. Aquí no se salva nadie de la sátira, ni el clero ni la nobleza.
No obstante, se tiene de la España goyesca un concepto de bailes en la pradera como se ven en sus cartones para tapices cuando su lápiz a través de los caprichos, disparates, la tauromaquia y desastre de la guerra fue un látigo feroz contra la ignorancia y el fanatismo de la sociedad de su tiempo. Ante el dibujo de la muerte del torero Pepe-Hillo en la plaza de Madrid piensa uno en la inconsistencia de imaginar a Goya como un defensor de la corrida cuando no hace sino expresar el horror ante esa suerte violenta con la muerte. Un día de 1824, el pueblo gritó “¡vivan las cadenas!”, y el felón de Fernando VII aceptó la invasión de los reaccionarios, cerró la universidad y en contrapartida abrió una escuela de tauromaquia. Goya se fue al exilio donde ya le esperaban en Francia los otros ilustrados.
No había esta mañana ningún ciego cantando estas desgracias en la puerta del Prado, pero esta vez se ha producido un hecho singular. El pintor y dibujante satírico Andrés Rábago, El Roto, ha expuesto en el claustro de los Jerónimos unos dibujos que han hecho las veces de los antiguos pliegues de cordel dentro de unas vitrinas. El volcán de Goya que tanto caudal de fuego negro sacó a la superficie, después de los años ha tenido una réplica en la inspiración de este artista que ha hecho evidente que las mismas lacras sociales de entonces permanecen hoy bajo otras formas. Cabe preguntarse qué caprichos, aquelarres, tauromaquias y desastres de la guerra pintaría hoy Goya si viviera. Tampoco El Roto deja ninguna salida a la estupidez, a la violencia y al fanatismo. Sus estampas las podría cantar un ciego con mucha vista, siempre que tuviera también sentido del humor, porque están a medio camino entre la piedad y escarnio, entre la carcajada y la desolación.

jueves, 5 de diciembre de 2019

"Recolección de penes incorpóreos" por Álvaro Corazón Rural



Ha salido un libro en Reino Unido titulado Medieval Bodies del historiador Jack Hartnell. Habla del cuerpo humano y sus partes en relación a las artes, la medicina y la política en la Edad Media. Un esfuerzo loable por desmitificar una época sobre la que a menudo se transmiten imágenes caricaturescas cuando no se trata de forma peyorativa o se emplea su nombre como adjetivo insultante. Hay que elogiar esta nueva iniciativa de la Wellcome Collection, un museo y biblioteca gratuitos londinense, que se dedica a divulgar la cultura de la salud y de la ciencia desde diferentes ángulos. Dicho lo cual, cuando el libro cayó en mis manos, leí el título y vi su contenido de refilón, acudí al índice rápidamente con una idea fija en la cabeza, una palabra: pene.
Pero poco pene había o no demasiado. La obra menciona someramente que existió una ansiedad por castración «severa» entre los hombres de la época. Un pánico que aparecía en numerosas narraciones. Las mujeres o bien podían cortárselo limpiamente o, algo peor, mediante un hierro afilado oculto en su vagina. Una trampa mortal.
Sin aclarar el misterio, el autor cita un poema épico francés del siglo XIII, el Roman de la rose, ilustrado en el siglo XIV por el taller parisino del matrimonio Montbaston, que pintó a un par de monjas que recolectaban grandes penes que crecían en los árboles. Hartnell reflexiona sobre la imagen. Se pregunta si es una escena que refleja el miedo a la pérdida del pene o si se trata de un anhelo protofeminista de combatir un mundo falocéntrico. Como español bautizado en la fe católica yo veo a las monjas haciendo acopio de obscenas erecciones en actitud amenazante, pero experto no soy.
El poema lo escribió Guillaume de Lorris, lo continuó Jean de Meung y se marcaron una historia bastante misógina. Ya recibió grandes críticas en su día, la humanista y filósofa veneciana Christine de Pizan pidió que quemaran los manuscritos. En la impagable página Reading Medieval Books la autora buscó el significado de ese dibujo de la recolección de penes incorpóreos que en la actualidad ha causado sensación en las redes. En un pasaje de la obra, que es una reflexión sobre el amor, el Genio —hombre— explica que los varones han de aprovecharse sexualmente de las mujeres porque para eso están. Alegóricamente, también compara la escritura con el coito, escribir es penetrar y la hoja en blanco es la mujer.
Entonces dice: «Aquellos que no escriben con sus «herramientas» en esas hermosas y preciosas tabletas que la naturaleza ha hecho para ellos, deberían sufrir la pérdida de su pene y testículos». Aparte de misógino, estas palabras son un alegato contra la sodomía, dice. En términos actuales, homofobia.
A continuación, el análisis cita la opinión entre medievalistas e historiadores del arte de que probablemente Jeanne Montbaston fuese analfabeta y que esa escena que dibujó no era más que lo que le vino a la cabeza cuando tuvo que emprender la tarea de ilustrar una historia con monjas, arboledas y sexo. Algunos han sugerido que al dar rienda suelta a su imaginación con esos ingredientes mostró sus fantasías sexuales. A la citada analista se le ocurría una hipótesis más bien de consuelo. Podría ser que si para escribir hace falta un buen pene, como dice el poema, ahí estaba la monja, con su actitud serena y confiada, recolectando una buena cantidad de penes incorpóreos para ponerse a ello.
Parece claro que los dibujos fueron cosa de Jeanne Monbaston, puesto que su marido, a la hora de imprimir estos libros, ya estaba muerto, aunque se han distinguido de la obra producida en su taller cuáles eran sus dibujos, cuáles los de él y en cuáles trabajaron ambos. Lo indiscutible es que las imágenes que añadieron en los márgenes no tenían una relación directa con la narración. Era un poema alegórico con dibujos alegóricos también, el vivo ejemplo de un programa electoral contemporáneo. La mayor parte de ellos, sin embargo, no tenía connotaciones sexuales. Son los obscenos los que han llamado la atención de los historiadores.
En una conferencia pronunciada en Leuven en 1993, el profesor de Historia del Arte de la Edad Media en la Universidad Radboud de Nijmegen (Holanda), Jos Koldeweij, explicó que la recolección de penes incorpóreos aparece dibujada justo cuando el poema dice que el poder de la naturaleza obliga a todas las criaturas vivas a participar en la actividad sexual.


Unas páginas más adelante, otro dibujo llamó su atención. Un caballo llevaba tres penes en las alforjas. Carga con ellos cabizbajo. Más adelante, dos monjas colocan en su regazo el racimo de penes incorpóreos que han cosechado. En el margen del otro extremo de la página, un hombre entrega a una mujer un gran falo incorpóreo también con una corona. La ecuación, para el doctor Koldeweij, se despeja al final, cuando aparecen dos hombrecillos enfrentándose a una bestia, uno con una estaca y el otro con una espada, y el que lleva el sable va desnudo y empalmado, válgame la redundancia. Dice el profesor: «el garrote, la espada y el falo forman una triada ascendente». Son una línea de defensa.
Una página más adelante, la conclusión: una monja con cuerpo de ave rapaz, —movidas de Jeanne Monbaston—, se enfrenta a otro monstruo. En el ala izquierda sostiene amenazante un pene incorpóreo, y en la derecha, que oculta tras la espalda, un garrote. La monja con alas se está protegiendo de la otra bestia asiendo el falo frente a ella. Koldeweij no tiene dudas: el pene incorpóreo aleja el mal, protege a su propietario, trae buena suerte y evita la desgracia. Hablar de fantasías sexuales de la ilustradora sería «ridículo y ahistórico», sentenció. Porque estábamos ante un caso de pene entendido como talismán que atraía la fertilidad, la riqueza y el poder.


Esta tradición ancestral todavía estaba presente en los siglos XIII y XV hasta que la cristianización y la civilización acabaron definitivamente con ella. El vivo reflejo de esa concepción de los miembros viriles se podía encontrar en el Malleus Maleficarum (Martilo de las brujas), que reunía en 1486 supuestos sucesos relacionados con brujas que probaban su existencia y amenaza. En su segundo volumen, escrito por los inquisidores Jakob Sprenger y Heinrich Krämer, se relataban las confesiones que habían obtenido en los tribunales sobre hechizos.
Uno de los capítulos hacía mención a cómo las brujas se las arreglan para «perjudicar la capacidad de engendrar». Estas criaturas de Satán podían hacer «que una mujer no pueda concebir, o un hombre cumplir el acto» o «embrujarlos de tal modo, que un hombre no pueda ejecutar el acto genital con una mujer». Y no se trataba de una disfunción eréctil cualesquiera, no, las malditas «arrebatan el miembro viril como si fuese arrancado por completo del cuerpo». Los casos reales estaban recogidos en el epígrafe titulado «De como, por decirlo así, despojan al hombre de su miembro viril».

Uno:

En la ciudad de Ratisbona, cierto joven que tenía una intriga con una muchacha y deseaba abandonarla, perdió su miembro, es decir, que se arrojó sobre él algún hechizo de modo que no podía ver ni tocar otra cosa que su cuerpo liso. En su preocupación por ello, fue a una taberna a beber vino, y después que estuvo sentado allí durante un rato, entró en conversación con otra mujer que allí estaba, y le habló de la causa de su tristeza, se lo explicó todo, y le demostró en su cuerpo que así era. La mujer era astuta y le preguntó si sospechaba de alguien, y cuando él nombró a la persona, y reveló todo el asunto, ella dijo: «Si la persuasión no es suficiente, debes usar alguna violencia para inducirla a devolverte la salud». De modo que por la noche el joven vigiló el camino que la bruja acostumbraba seguir, y al encontrarla le rogó que restableciese la salud de su cuerpo. Y cuando ella afirmó que era inocente y que nada sabía de eso, él se le arrojó encima, le enrolló con fuerza una toalla en torno del cuello, y la asfixió, diciéndole: «Si no me devuelves la salud morirás a mis manos». Entonces ella, incapaz de gritar y con el rostro ya hinchado y ennegrecido, dijo: «Suéltame y te curaré». El joven entonces aflojó la presión de la toalla, y la bruja le tocó con la mano entre los muslos, y dijo: «Ahora tienes lo que deseas». Y el joven, como dijo después, sintió con claridad, antes de verificarlo con la vista y el tacto, que el miembro le había sido devuelto por el simple contacto de la mano de la bruja.

Dos:

Una experiencia similar es la que narra un venerable padre de la casa dominica de Spires, muy conocido en la Orden por la honradez de su vida y por su erudición. «Un día —dice—, mientras escuchaba confesiones, vino a mí un joven, y a lo largo de su confesión me dijo, acongojado, que había perdido el miembro. Asombrado ante ello y nada dispuesto a creerle, ya que en opinión de los sabios, creer con demasiada facilidad es una señal de ligereza, obtuve pruebas de ello cuando nada vi luego que el joven se quitó las ropas y me mostró el lugar. Luego, usando el consejo más prudente que pude, le pregunté si sospechaba que alguien lo hubiese hechizado de esa manera. Y el joven respondió que sospechaba de alguien, pero que estaba ausente y vivía en Worms. Entonces le dije: «Te aconsejo que vayas a ella lo antes posible y te esfuerces por ablandarla con dulces palabras y promesas», y así lo hizo. Porque volvió luego de pocos días y me agradeció, diciéndome que estaba intacto y que había recobrado todo. Y yo creí sus palabras, pero una vez más las confirmé con la evidencia de mis ojos.

Temer, tampoco había mucho que temer, se trataba de un truco:

No debe creerse en modo alguno que esos miembros sean arrancados en verdad del cuerpo, sino que el demonio los oculta por alguna arte prestidigitatoria, para que no se los pueda ver ni sentir.

Que rige igual con las brujas, sigue, en una explicación en la que, caramba, aparece el árbol de la ilustración de Jeanne Monbaston:

¿Y qué debe pensarse entonces de las brujas que de esta manera reúnen, a veces, órganos masculinos en grandes cantidades, en ocasiones veinte o treinta miembros, y los ponen en un nido de aves, o los encierran en una caja, donde se mueven como miembros vivos, y comen avena y trigo, como lo vieron muchos y es cosa de información común? Hay que decir que todo ello lo hace la obra del demonio y la ilusión. Pues los sentidos de quienes los ven se engañan en la forma en que dijimos. Porque cierto hombre dice que, cuando perdió su miembro, se acercó a una conocida bruja para pedirle que se lo devolviera. Ella le dijo al hombre lesionado que se trepase a cierto árbol, y que podía tomar el que le agradara de un nido en el cual había varios miembros. Y cuando trató de tomar uno grande, la bruja dijo: no debes tomar ese, y agregó que pertenecía a un sacerdote de la parroquia.

Independientemente de la recomendación de Malleus Maleficarum como una de las grandes obras literarias de la humanidad, la conclusión es clara: La colega Jeanne se estaba partiendo el culo con sus dibujos de la devoción popular del momento. No cabe duda de que si el mundo del cómic algún día necesita una gran madrina, aquí tiene una.