Una mañana plácida de otoño gentes de todas las razas y edades guardan pacientemente la cola para ver la exposición de los dibujos de Goya en el Museo del Prado. Antiguamente en las fiestas y en las romerías de los pueblos, entre feriantes y saltimbanquis, solía haber un ciego que narraba con una cantinela ritual una serie de crímenes pasionales y condenas de presidio, milagros de la Virgen y de los santos, catástrofes naturales, lances de amor perdido y otras desgracias sucedidas en la comarca. Estas noticias también se vendían impresas en pliegos colgados de un cordel en las plazas. Puede que a Goya le excitaran la imaginación estas crónicas negras, que relataban los ciegos; de hecho, dedicó gran parte de su genio a dibujarlas como una forma de exorcismo.
A simple vista la vida es bella esta mañana alrededor del Museo del Prado. El sol de otoño extrae de los árboles del paseo y del Jardín Botánico todos los colores rojos y amarillos que Velázquez, Tiziano y Rembrandt aplicaron a sus cuadros. No hay ningún ciego cantor que explique al pueblo llano las miserias de la vida española actual. Solo un mendicante con un plato limosnero a los pies toca un alegre vals de acordeón ante las puertas de Cristina Iglesias, que se abren al claustro de los Jerónimos mientras alrededor se mueve un enjambre de espectadores dispuestos a tomarse una purga estética y moral.
Son más de 300 dibujos, como impromptus nerviosos de la mano magistral, en los que Goya ha trazado a lápiz, a tinta o con aguadas lo peor de la condición humana, la violencia, el fanatismo, la estupidez y el miedo del tiempo en que le tocó vivir. Tal vez un día había oído cantar a un ciego lo que le sucedió en Zaragoza a un alguacil, perseguidor de estudiantes y de mujeres de fortuna, cuando entre todas lo trincaron y le pusieron una lavativa de cal viva. Y aun hubo más, mataron a un burro, le vaciaron las vísceras y metieron al aguacil en la tripa y la cosieron. Por lo visto sobrevivió toda una noche. Los espectadores contemplan y analizan estas imágenes de cerca con los ojos achinados. Luego unos sonríen y otros se alejan con el horror reflejado en el rostro. Hay que imaginar esta historia escrita en un pliego colgado de un cordel en una plaza a la salida de misa en la feria de la patrona.
En la entrada de la exposición alguien podría recitar la vieja cantinela. Pasen y vean las delicias de la España negra, aquelarres de brujas, herejes empalados, capirotes amarillos de San Benito de los condenados por la Santa Inquisición camino del cadalso a lomos de un asno, pobres agarrotados, mujeres, niños y hombres esperando su muerte bajo los fusiles, máscaras, procesiones de flagelantes, corridas de toros con caballos destripados en la plaza, majas de paseo, celestinas, caballeros galantes, riñas y celos, maridos que cabalgan a su mujer y la azotan como a un jumento. ¿Hay alguien que pueda salvarse? Las carretas arrojan cadáveres en los cementerios. Aquí no se salva nadie de la sátira, ni el clero ni la nobleza.
No obstante, se tiene de la España goyesca un concepto de bailes en la pradera como se ven en sus cartones para tapices cuando su lápiz a través de los caprichos, disparates, la tauromaquia y desastre de la guerra fue un látigo feroz contra la ignorancia y el fanatismo de la sociedad de su tiempo. Ante el dibujo de la muerte del torero Pepe-Hillo en la plaza de Madrid piensa uno en la inconsistencia de imaginar a Goya como un defensor de la corrida cuando no hace sino expresar el horror ante esa suerte violenta con la muerte. Un día de 1824, el pueblo gritó “¡vivan las cadenas!”, y el felón de Fernando VII aceptó la invasión de los reaccionarios, cerró la universidad y en contrapartida abrió una escuela de tauromaquia. Goya se fue al exilio donde ya le esperaban en Francia los otros ilustrados.
No había esta mañana ningún ciego cantando estas desgracias en la puerta del Prado, pero esta vez se ha producido un hecho singular. El pintor y dibujante satírico Andrés Rábago, El Roto, ha expuesto en el claustro de los Jerónimos unos dibujos que han hecho las veces de los antiguos pliegues de cordel dentro de unas vitrinas. El volcán de Goya que tanto caudal de fuego negro sacó a la superficie, después de los años ha tenido una réplica en la inspiración de este artista que ha hecho evidente que las mismas lacras sociales de entonces permanecen hoy bajo otras formas. Cabe preguntarse qué caprichos, aquelarres, tauromaquias y desastres de la guerra pintaría hoy Goya si viviera. Tampoco El Roto deja ninguna salida a la estupidez, a la violencia y al fanatismo. Sus estampas las podría cantar un ciego con mucha vista, siempre que tuviera también sentido del humor, porque están a medio camino entre la piedad y escarnio, entre la carcajada y la desolación.
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