La imagen de Galdós (1843-1920) ya forma parte de la historia de España. Ataviado con un abrigo de paño grueso, chalina o bufanda al cuello, una gorra de lana y un bastón recio, su estampa decimonónica se pasea por la memoria colectiva, invocando el Madrid castizo, la Guerra de Independencia, las conspiraciones liberales y las insurrecciones carlistas. Patriota, humanista y solidario, Galdós inspira simpatía casi sin esfuerzo. “Jornalero de las letras”, según sus propias palabras, su ética del trabajo le permitió elaborar una vasta obra que recrea los grandes acontecimientos de la historia y las humildes peripecias de la existencia cotidiana. Fumador empedernido, amante de los animales y particularmente afectuoso con los niños, su carácter tolerante y bondadoso le permitió cultivar la amistad con espíritus de convicciones opuestas, como José María Pereda y Marcelino Menéndez Pelayo. Su republicanismo, que incluyó severas críticas a la monarquía, no le impidió solicitar una entrevista con Isabel II. La reina accedió y, tras el encuentro, Galdós compuso un retrato benévolo, afirmando que siempre había actuado de buena fe, pero con escaso tino: “La nación era para ella una familia”. Era una forma de decir que carecía de visión de Estado. Años más tarde, escribió su necrológica, mostrándose aún más indulgente: “Era una gran revolucionaria inconsciente, que hubiera repartido los tesoros del mundo”.
Benito Pérez Galdós. Vida, obra y compromiso, del profesor, investigador e historiador Francisco Cánovas Sánchez (1949), nos ofrece un retrato muy humano de un autor que preservó su intimidad con extremo rigor. Cánovas Sánchez no incurre en la bellaquería de airear trapos sucios y, en ningún momento, rebaja la estatura del personaje. Tampoco lo idealiza. Se atiene a los hechos con escrupuloso buen gusto. Galdós siempre fue reacio a hablar sobre cuestiones personales, pero esa omisión es irrelevante en una trayectoria que adquirió desde muy temprano una clamorosa dimensión pública. Sin pretenderlo, el escritor se convirtió en la conciencia nacional de un país convulso. Laico, liberal y republicano, condenó con la misma contundencia la impaciencia revolucionaria y el tradicionalismo intransigente. En su juventud, apostó por la emergente clase media. La renovación de sociedad española sólo sería posible mediante una burguesía que liderara un cambio progresivo y realista. En sus últimos años, decepcionado por el conformismo burgués, apeló al pueblo, pero sin incitar a la revuelta. Admirador del krausismo, siempre creyó que la educación era la herramienta más eficaz para cualquier transformación social. El porvenir debía construirse con pedagogía y no con violencia.
Galdós era anticlerical. Opinaba que la iglesia se había aliado con el ejército y los caciques para consolidar sus privilegios. Lejos de practicar la caridad, los sacerdotes manipulaban las conciencias. El desdén por los “agrestes clérigos” no implicaba hostilidad hacia el legado cristiano. No creía en Dios. La duda había echado raíces en su interior, ensombreciendo su ánimo: “Pereda no duda, yo sí. Él es un espíritu sereno; yo, un espíritu turbado, inquieto”. A pesar de eso, contemplaba con simpatía la figura de Cristo. Nazarín y Benina son cristianos auténticos. Viven para los demás, perdonando toda clase de agravios. Austero y discreto, Galdós se aproxima al ideal de santo laico, con una existencia ejemplar y comprometida con los más débiles. Cuando unos pintores destruyeron los nidos de golondrina de San Quintín, su residencia de Santander, lamentó que se tratara así a unas criaturas “tan buenas, leales y consecuentes”. Las golondrinas volvieron a anidar en balcones y cornisas, provocando su regocijo. A pesar de su aversión a la tauromaquia, se hizo muy amigo del matador “Machaquito” y su hija Rafaelita, a la que trataba con muchísima dulzura. El Bachiller Corchuelo, pseudónimo del periodista Enrique González Fiol, escribió: “Los niños le adoran; […] por su ternura es digno de ser abuelo”. Sus problemas con su madre, fría y autoritaria, mantuvieron a Galdós alejado del matrimonio. Mantuvo varios romances, el más sonado con Emilia Pardo Bazán, pero no fue un donjuán. Jamás se desentendió de la suerte de sus amantes y reconoció a su única hija, María, concebida con Lorenza Cobián. Hacia el final de su vida, cuando ya disfrutaba de fama y reconocimiento, se lanzó a la aventura política, luchando por el entendimiento entre republicanos y socialistas. Su salud ya había comenzado a declinar, particularmente la de sus ojos, cada vez más fatigados y reacios a la luz, pero consideró que su obligación era implicarse en la modernización de España. Su compromiso le costó el Nobel, pues los sectores más conservadores se movilizaron para evitar que le concedieran el galardón.
Cánovas Sánchez aborda todas las facetas de Galdós, destacando aspectos poco conocidos por el gran público, como su pasión por el dibujo, la arquitectura y la música. Buen dibujante y aceptable pianista, escribió críticas de exposiciones de arte y crónicas de representaciones operísticas. Se opuso a la pintura histórica, reclamando a los artistas que prestaran más atención a la vida contemporánea. No se sintió atraído por el clasicismo, sino por la humanísima imperfección de los modelos de Leonardo, Van Dyck y Andrea del Sarto, con sus bocas torcidas y sus narices aplastadas. La biografía de Cánovas Sánchez pertenece al terreno de la alta divulgación: fluida, amena, elegante y rigurosa. El capítulo dedicado a la relación de Galdós con Santander es particularmente emotivo. Entristece saber que la dictadura franquista desdeñó el legado del escritor, lo cual provocó –entre otras cosas– que la Universidad de Harvard adquiriera el manuscrito de Fortunata y Jacinta. Galdós no se hizo rico con su obra. Tuvo que trabajar hasta la vejez, dictando sus últimos libros, pues sus ojos enfermos lo recluyeron en una cruel penumbra. En 1914, La Esfera entrevista al escritor. El redactor no oculta su indignación. “Es el patriarca, el maestro, el padre espiritual de todos los escritores jóvenes”, pero su aspecto se corresponde con “la visión horrible del menesteroso”. Encorvado, casi ciego y con el gabán desgastado, su timidez acentúa su fragilidad. El coloquio finaliza con un lamento de La Esfera, que había apoyado su candidatura al Nobel: “¡Nuestra tristeza ha sido profundísima!”. Galdós aún tiene tiempo de manifestar su apoyo a la causa aliada, pero su salud empeora. Atendido por Gregorio Marañón, muere en la madrugada del 4 de enero de 1920. El traslado de sus restos al cementerio de La Almudena suscita un homenaje multitudinario del pueblo de Madrid, pero la presencia institucional es puramente testimonial. “La España oficial, fría, seca, protocolaria –escribe José Ortega y Gasset– ha estado ausente en la unánime demostración de pena”. No creo que a Galdós le hubiera dolido mucho, pues su pluma siempre estuvo al servicio de las clases populares.
¿Se ha pasado la época de Galdós? En absoluto. Galdós fue un pionero. Promovió la emancipación de la mujer, la democracia y el laicismo. “Es nuestro contemporáneo”, asegura Cánovas Sánchez. “Me inclino ante el maestro”, escribió Valle-Inclán. Habría sido más justo decir: “¡Me quito el cráneo!”. Don Benito no fue “un garbancero”, como se apunta con malicia en Luces de bohemia, sino el mejor discípulo de Cervantes –sus personajes “vivirán siempre como él los echó al mundo” (Sainz de Robles)- y un cronista extraordinario de la historia de España. En tiempos revueltos, conviene releerlo, pues nos da una lección de convivencia, tolerancia y amor al prójimo.
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