Justo delante de la ventana de mi dormitorio duerme Nosferatu. Sí, así es, el mismo Nosferatu. Prácticamente, somos compañeros de sueños. Ha colgado su sarcófago de una grúa, bien alto, para que no lo molesten los zagales que juegan por los alrededores. Al principio, me resultó intrigante, casi terrorífico, tener como vecino a un mito del cine clásico en blanco y negro. Uno se acostumbra a todo y, ahora mismo, no puedo imaginar un amanecer sin ver su sarcófago colgando de la grúa. Lo imagino acurrucado, con los brazos cruzados, las uñas como dagas y el labio inferior arañado por los afilados incisivos, esperando la llegada de la oscuridad para atrapar a sus presas nocturnas. Pero tiene un grave problema, ya es muy mayor y no puede levantar el vuelo. Sobre el sarcófago, hay una escalera, aunque no es lo suficientemente larga como para alcanzar la tierra. Por eso, muchas noches lo han visto colgando del último escalón, como una bandera pirata al viento, a la espera de algún ave nocturna despistada a la que echarle la zarpa. Según me han contado, da pena verlo. No es que antes estuviera rollizo ni gastara una talla con X, su aspecto siempre fue el de un pobre anémico sin posibles; pero ahora, es todavía menos, hueso y aire, nada más. Me da mucha pena, y eso que yo solo he visto su sarcófago y su escalera, bailando al son del viento y esperando que los albañiles, alguna vez, se acuerden de bajarlo al suelo para poder hincar el diente (sí, me han dicho que solo le queda uno) a algún cuello con arterioesclerosis.
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